La separación del mal


person Autor: Jacques-André MONARD 22

flag Temas: La separación personal del mal La separación del mal y la disciplina


1 - ¿Soportar?

1.1 - ¿Qué hay que soportar?

El amor «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta», leemos en 1 Corintios 13 (v. 7). Pero lo absoluto de esta afirmación no debe hacernos dejar de lado la enseñanza de otros pasajes.

Veamos, por ejemplo, las cartas escritas por el Señor a las siete asambleas de Asia Menor en la época del apóstol Juan. Además de su significado inmediato, estas cartas hablan del desarrollo histórico de la Iglesia responsable.

  • Éfeso recibe esta aprobación del Señor: «No puedes soportar a los malos» (Apoc. 2:2). Esta era la situación al principio.
  • En Pérgamo, el Señor tiene que reprender: «Tienes ahí a los que sostienen la doctrina de Balaam» y «también tienes a los que sostienen la doctrina de los nicolaítas» (v. 14-15). Algunos enseñaban malas doctrinas y se les aceptaba.
  • En Tiatira, el Señor expresa una reprimenda aún más severa: «Tengo contra ti que toleras a esa mujer Jezabel, que se dice profetisa; ella enseña y conduce a mis siervos» (v. 20).

Aceptar lo que no se debía ser, condujo a la Iglesia a la ruina. La enseñanza de la Palabra de Dios no se mantuvo firme. Se han aceptado añadiduras, sustracciones, deformaciones. El pensamiento de Dios se ha dejado de lado en gran medida en favor del pensamiento del hombre. El resultado es muy visible hoy en día: es la división y la confusión general en lo que todavía lleva el nombre de Iglesia.

Las palabras que Isaías debía dirigir a Israel, son pertinentes en la época actual y deberían interpelarnos: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (Is. 5:20). El mundo actual, incluso cuando lleva una etiqueta cristiana, aboga por la tolerancia. Protesta solo contra la intolerancia. Todo el mundo tiene derecho a pensar y hacer lo que quiera, siempre que no moleste a su vecino. Las normas divinas, las nociones del bien y del mal enseñadas en las Escrituras, se olvidan o se dejan de lado cada vez más.

La asamblea de Éfeso fue aprobada por no poder soportar a los malvados, y por odiar las obras de los nicolaítas, a quienes el Señor también odiaba (v. 2, 6). Pero observemos que este apego a la verdad, por muy esencial que sea, no es todavía prueba de un buen estado espiritual. El Señor debe añadir: «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor» (v. 4). Ahí está el origen del declive.

1.2 - Soportarnos los unos a los otros

Todo nuestro deseo debe ser guardar la Palabra del Señor, con humildad y fidelidad, como aquella asamblea de Asia a la que Jesús puede dar testimonio: «Has guardado mi palabra» (Apoc. 3:8). Pero el apego a la Palabra de Dios no solo nos lleva a no soportar lo que es contrario a ella. Si solo prestamos atención a esto, nos volvemos duros e inflexibles. Y abandonamos, quizá sin darnos cuenta, otro aspecto de la verdad: la manifestación del amor, de la paciencia y de la gracia de Dios.

No olvidemos la debilidad que caracteriza a la naturaleza humana, y que sigue presente en todo creyente. No olvidemos que «en muchas cosas todos tropezamos» (Sant. 3:2). Y, sobre todo, no olvidemos la inmensa gracia que Dios nos ha concedido al perdonar todos nuestros pecados, y que seguimos necesitando cada día de nuestra vida.

La vida colectiva de los creyentes, ya sea en familia o en asamblea, no solo aporta los gozos del afecto y de la comunión fraternal. Debido a nuestras debilidades personales, y a nuestros pequeños o grandes fallos, implica dificultades que la carne tiende rápidamente a transformar en animosidad y peleas. La Palabra de Dios nos advierte sobre esto.

El precioso pasaje de Mateo 18:20, en el que el Señor da la certeza de su presencia en medio de los dos o tres reunidos a su nombre, va seguido inmediatamente –¡y es sorprendente!– por una pregunta de Pedro: «¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano si me ofende? ¿Hasta siete? Jesús le contestó: No te digo hasta siete, sino hasta 70 veces siete» (v. 21-22). Así que ¡490 veces! La siguiente parábola ilustra nuestro comportamiento natural. El hombre al que se le ha perdonado una enorme deuda exige con dureza a su compañero la pequeña deuda que tiene con él. El Señor concluye poniendo solemnemente ante nosotros el deber de «perdonar de corazón cada uno a su hermano» (v. 35).

Soportar y perdonar van juntos. Al comienzo de las exhortaciones prácticas de la Epístola a los Efesios –exhortaciones basadas en la doctrina expuesta en los tres primeros capítulos– el apóstol Pablo pone ante nosotros primero la humildad, la mansedumbre y la longanimidad (una larga paciencia). Luego añade: «Soportándoos unos a otros en amor; solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (4:2-3). La realización de la unidad práctica en la vida de Asamblea solo es posible si nos soportamos unos a otros y sabemos perdonar. Al final del capítulo, dice: «Sed benignos unos para con otros, compasivos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os ha perdonado en Cristo» (v. 32).

Encontramos la misma enseñanza en la Epístola a los Colosenses: Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, haced también vosotros» (3:13).

Cuando se trata de los derechos de Dios, de su santidad, del mantenimiento de la verdad divina, no tenemos que ser indiferentes al mal. Soportarlo sería ser infiel hacia Dios. Pero cuando se trata de nuestros derechos, cuando pensamos que somos víctimas de un mal comportamiento o de una injusticia por parte de un hermano o hermana, tenemos que soportar y perdonar. El apóstol dice a los corintios: «¿Por qué no sufrís más bien la injusticia? ¿Por qué no permitís más bien ser defraudados?» (1 Cor. 6:7).

Pedro nos anima diciendo: «Porque esto merece aprobación, si a causa de la conciencia ante Dios alguien soporta agravios, padeciendo injustamente» (1 Pe. 2:19).

En la práctica, estas exhortaciones no son fáciles de llevar a cabo, especialmente a causa de nuestros corazones orgullosos. Abrimos fácilmente los ojos a los fallos de nuestros hermanos y hermanas, y los cerramos a los nuestros. A veces incluso, justificamos nuestra dureza señalando la defensa de los derechos de Dios.

«Todo lo soporta» en 1 Corintios 13 significa claramente soportar sin límites dentro del marco de lo que se debe soportar. Pero esto nunca debe llevarnos a tolerar lo que Dios condena.

1.3 - Algunos ejemplos

En primer lugar, los corintios, que, por un lado, no se soportaban mutuamente (comp. 1 Cor. 6) y, por otro, tenían tan poco discernimiento espiritual que habrían sido capaces de «tolerar» que se les dijera «un evangelio diferente» o incluso «otro Jesús distinto» al que Pablo había predicado (2 Cor. 11:4-5).

En varias ocasiones, el apóstol describe los sufrimientos que implicaba el servicio que había recibido del Señor. Dice: «Trabajando con nuestras manos; somos insultados, y bendecimos; somos perseguidos, y lo soportamos; somos difamados, y suplicamos» (1 Cor. 4:12-13). «Todo lo soportamos para no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo» (1 Cor. 9:12). Y le dice a su hijo Timoteo: «Pero tú has seguido de cerca mi enseñanza, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia» (2 Tim. 3:10). Si le dice de guardar con firmeza lo que se le ha confiado, a apartarse resueltamente de los que solo tienen apariencia de piedad (3:5), le exhorta, sin embargo, a ser «amable con todos, apto para enseñar, sufrido, instruyendo a los opositores con afabilidad» (2:24-25).

Finalmente, consideremos el ejemplo supremo de Dios. Él «soportó con mucha paciencia vasos de ira ya preparados para perdición» (Rom. 9:22). Y en su trato con Israel, ¡con qué paciencia soportó a su pueblo infiel! Sin embargo, la alianza de la piedad exterior con una conducta en el mal puso fin a la paciencia de Dios. Dijo a su pueblo por medio de Isaías: «No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes. Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas» (Is. 1:13-14).

2 - Odiar el mal

2.1 - Odiar lo que Dios odia

Dios se ha revelado a nosotros como el Dios del amor. No solo ama como «hijos amados» a los que han «creído» que Jesús salió de Dios y tienen su vida (Efe. 5:1; comp. Juan 16:27), sino que nos amó cuando aún estábamos lejos de él: «Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8).

Y, sin embargo, este Dios cuya naturaleza es «amor» (1 Juan 4:8, 16) odia algo. Odia el mal bajo todas sus formas. Numerosos pasajes de la Escritura lo demuestran (comp. Deut. 16:22; Sal. 5:5; 11:5; Prov. 6:16; 8:13; Is. 61:8; Zac. 8:17; Mal. 2:16; [1]).

[1] Algunos de estos pasajes identifican a aquellos que se caracterizan por el mal, con el mal que cometen (Sal. 5:5; 11:5; Prov. 6:16-19).

Dios espera de nosotros que, poseyendo su naturaleza porque hemos nacido de él, tengamos su pensamiento y su estimación sobre todas las cosas. Él trabaja en esto en nuestros corazones por su Palabra, que nos instruye, y por su Espíritu, que forma nuestros pensamientos. A través de una multitud de ejemplos concretos del Antiguo y del Nuevo Testamento, nos revela lo que le place y lo que lo disgusta, y nos enseña cuál es su valoración de las cosas. Nos dice: «Aborreced el mal, y amad el bien» (Amós 5:15).

Dios no quiere que seamos indiferentes al mal. El libro de los Proverbios, que nos enseña los fundamentos de la sabiduría y del conocimiento según Dios, nos dice específicamente: «El temor de Jehová es aborrecer el mal» (8:13). Nuestro crecimiento espiritual debe llevarnos a ser de los que «por medio del uso tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14).

Tengamos ante nosotros el ejemplo supremo de Cristo, del que dan testimonio el Salmo 45, y luego la Epístola a los Hebreos da este testimonio: «Amaste la justicia y aborreciste la maldad; por esto te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de la alegría más que a tus compañeros» (Hebr. 1:9).

2.2 - Una posición equívoca

El ejemplo de Josafat, rey de Judá, debería hablarnos. La Escritura describe la piedad de este hombre, su fidelidad, su compromiso con la Palabra de Dios y su celo por Dios (2 Crón. 17:1-9). Pero su testimonio está manchado por las relaciones con hombres que han rechazado a Dios.

Josafat, en cuanto a él, camina en los mandamientos de Dios y anima a su pueblo en ellos. Se diferencia, en su comportamiento, de lo que se hacía en el reino de las diez tribus, bajo el liderazgo del rey Acab y su esposa Jezabel (v. 4). Pero esto no le impide unir a su hijo en matrimonio con una hija de esta pareja impía (18:1). Esta alianza dará lugar a una serie de malas asociaciones: primero una fiesta juntos –una situación en la que uno no se atreve a decir no– y luego una guerra junto a Acab, en la que Josafat estará a un paso de la muerte. Pero Jehová usa de misericordia hacia su siervo que clama a él (18:31).

Cuando Josafat regresa a su casa en paz, recibe la visita de un profeta que le trae un mensaje de Dios: «¿Debes tú ayudar a los malos, y amar a los que aborrecen a Jehová?» (19:2, VM).

La colaboración de Josafat con este malvado –que era rey sobre una parte del pueblo de Dios– fue un testimonio de que cerraba los ojos al mal. Era una grave infidelidad hacia Dios, que exigía una severa disciplina sobre él. Pero Dios no es injusto para olvidar todo lo que había habido de bueno de la vida de Josafat, y lo menciona al mismo tiempo que le reprocha su asociación (v. 2-3).

El relato bíblico nos lleva a creer que Josafat se ha humillado. El capítulo 20 –un día de prueba para él– lo muestra con una notable fe y confianza en Dios. Pero, ¡ay! Josafat volverá a caer en la pauta de asociaciones infelices con hombres que actúan con maldad (2 Crón. 20:35; 1 Reyes 22:49, 50; 2 Reyes 3:7).

3 - Separarse del mal

«Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca» (Jer. 15:19).

El odio al mal, del que acabamos de decir unas palabras, constituye la base de la separación del mal, sobre la que nos detendremos ahora un poco.

3.1 - Una lección de la historia de Israel

Jehová había apartado al pueblo de Israel para que fuera suyo. Heredero de las promesas divinas hechas a Abraham, este pueblo era el único que poseía la revelación de Dios, que la había comunicado a través de Moisés y los profetas. Rodeado de pueblos idólatras y corrompidos, Israel debería haberse mantenido separado de ellos, y haber caminado por el camino en el que podía glorificar a su Dios y disfrutar de sus bendiciones.

Sabemos que Israel no respondió en absoluto a lo que Dios esperaba de ellos:

  • O bien no mantuvo la separación con los pueblos que le rodeaban, se mezcló con ellos y luego adoptó sus costumbres y sus ídolos,
  • O mantenía rigurosamente una separación exterior, pero se gloriaba en su posición privilegiada, guardando las formas del judaísmo, mientras tenía un corazón alejado de Dios. Su estado es descrito, en la época de Isaías como en la de Jesús, con las palabras: «Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (Mat. 15:8).

En la era cristiana, los creyentes han sido liberados «del presente siglo malo» (Gál. 1:4). En cuanto a su llamado, están separados del mundo. «No son del mundo, como yo no soy del mundo», dice el Señor (Juan 17:14, 16). Pero corremos el mismo peligro que Israel: conformarnos con el mundo que nos rodea, o contentarnos con una separación exterior que permita que el mal y el sueño espiritual subsistir en nuestros corazones. Una religión hecha de formas y hábitos lleva a perder el discernimiento espiritual, a confundir lo que es importante y lo que no, y a tener una medida diferente para juzgarse a sí mismo y a los demás. El cuadro que hace el Señor de los escribas y fariseos en Mateo 23 es impresionante en este sentido.

3.2 - Separación personal del mal

«Purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1). Estamos en un mundo caracterizado por impurezas de todo tipo. Además, nuestro corazón produce sin reservas lo que «contamina al hombre» (Mat. 15:18-19). Mantengámonos separados de todo este mal, y confesemos nuestros defectos a Dios sin demora. De este modo, cultivemos una verdadera comunión con Él.

El apóstol nos advierte solemnemente: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (2 Cor. 6:14). Con esto se refiere a las asociaciones entre creyentes e incrédulos, con el propósito de caminar o colaborar juntos en este mundo. Se puede dar el ejemplo del matrimonio o de una asociación profesional, pero la enseñanza es general. Tal conexión es insensata, pues «¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía de Cristo con Belial? ¿O qué parte tiene un creyente con un incrédulo?» (v. 14-15). Lleva al creyente a adoptar la forma de hacer y de pensar del mundo, a negar prácticamente su vocación celestial y a deshonrar a Dios.

Recordemos que estamos llamados a ser testigos de Cristo y a hacer brillar su luz en la tierra. Esto no puede suceder sin una verdadera separación del mundo que lo ha rechazado. «No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino antes reprendedlas» (Efe. 5:11). Nuestra separación no es solo algo negativo, una falta de conexión. Tiene un carácter positivo, el de una luz que brilla en la oscuridad. «Todas las cosas, siendo reprendidas por la luz, son descubiertas, porque la luz lo descubre todo» (v. 13). Al comportarnos como «hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación depravada y perversa», podemos resplandecer «como lumbreras en el mundo» (Fil. 2:15). Solo estando moralmente separados del mundo que podremos serle útiles, mediante un claro testimonio a Cristo.

3.3 - Separación colectiva del mal

La asamblea en Corinto, cuando el apóstol Pablo escribió su Primera Epístola, estaba en mal estado. El capítulo 5 nos dice que allí se estaba aceptando un grave mal moral (v. 1), estos creyentes no habiendo comprendido la necesidad de quitarlo de entre ellos. De hecho, si carecían del discernimiento necesario para ello, era debido a su bajo estado espiritual y al orgullo que los llenaba (v. 2). El apóstol los reprende severamente y los insta a humillarse y a apartar de entre ellos al que había cometido este acto vergonzoso. En términos más generales, les exhorta a quitar «la vieja levadura» (v. 7), es decir, el mal, y «al malvado» (v. 13), es decir, aquel que está caracterizado por el mal.

Tenemos aquí una responsabilidad de la Asamblea. Debe juzgar a «los de dentro», dejando que Dios juzgue a «los de afuera» (v. 12-13). El principio: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (v. 6), repetido en Gálatas 5:9 en el caso de un mal doctrinal, pone de relieve la solidaridad de los creyentes que constituyen la Asamblea. Si son indiferentes al mal, se convierten en partícipes del mismo. Por lo tanto, es esencial que se humillen, lo juzguen y lo eliminen de entre ellos. «Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva, sin levadura como sois» (v. 7).

La segunda mitad del capítulo destaca un punto sobre nuestra responsabilidad individual. Las necesidades de nuestra vida en la tierra implican ciertas relaciones con personas caracterizadas por el pecado, aunque estos contactos deben estar marcados por una gran moderación. Pero para que la disciplina ejercida sobre una persona excluida de la asamblea dé sus frutos y provoque su restauración, la relación de los creyentes con ella debe ser más distante que con las personas del mundo (v. 9-11).

Los corintios obedecieron al apóstol y se humillaron. En la Segunda Epístola, vuelve a hablar de ello (2:5-11). Afortunadamente, la disciplina de la asamblea había sido «un castigo», o reprimenda, «dada por la mayoría» (v. 6) y había producido tristeza y arrepentimiento. Se podía prever la restauración de aquel que había sido excluido.

3.4 - Retirarse de lo que no es según Dios

La Segunda Epístola a Timoteo, la última del apóstol Pablo, fue escrita en una época en la que la condición práctica de la Iglesia ya se había deteriorado. Las instrucciones que encontramos en ella son aún más valiosas para nosotros porque el mal se ha agravado con el paso de los siglos.

En lo que se llamaba asamblea, había enseñanzas vanas y profanas, una impiedad que crecía, un mal que carcomía como la gangrena. Se apartaban de la verdad, se enseñaban graves errores y se trastornaba la fe de algunos (2:16-18). La confusión era tan grande que podía llegar a ser imposible discernir quién pertenecía al Señor y quién era meramente cristiano en apariencia.

Pero en tal estado de cosas, la responsabilidad del creyente permanece: «Apártese de la iniquidad (o: de la injusticia) todo aquel que invoca el nombre del Señor» (v. 19). Este es el principio que ya hemos encontrado varias veces, en diversas formas: la necesidad de separarnos del mal. Permanecer asociado a él es respaldarlo y serle solidario.

El apóstol continúa comparando a la Iglesia responsable con «una casa grande», en la que hay toda clase de vasos, «unos son para honor, y otros para deshonor» (v. 20). «Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena» (v. 21). La fidelidad individual siempre es posible, sea cual sea la situación.

El apóstol añade: «Huye de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón puro invocan al Señor» (v. 22). Huir el mal en lo que concierne nuestra propia conducta, seguir las virtudes cristianas dando el primer lugar a Dios y a lo que es justo a sus ojos, y discernir a los que «de corazón puro invocan al Señor» para hacer realidad con ellos las bendiciones inalterables que conlleva reunirse en torno al Señor –es lo que se nos propone.

Que el Señor nos dé corazones comprometidos con él y una verdadera humildad. ¡Que nos enseñe a juzgar nuestra conducta ante él! Que nos enseñe a soportarnos unos a otros con paciencia. Y que nos conceda un pensamiento y una actitud correctos sobre lo que está bien y lo que está mal.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2008, página 295