La comunión
Cómo se pierde; cómo se encuentra (1 Juan 1:5 - 2:2)
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Estos versículos tratan el gran tema de la comunión de la familia de Dios, y de los pecados que interrumpen esa comunión. También muestran la provisión que Dios ha hecho para su mantenimiento, y para su restauración cuando faltamos.
La palabra comunión se utiliza a menudo en las circunstancias ordinarias de la vida. Los hombres del mundo tienen comunión entre sí. Para ellos el término tiene un significado relativo a su propio punto de vista: el interés común que tienen en algunas de las cosas que están «debajo del sol» (Ecl. 1:3)
Pero debemos recordar que en la Escritura las palabras utilizadas por el Espíritu Santo tienen su propio significado. Esto es evidente por el hecho de que están utilizadas desde el punto de vista de Dios, no del hombre. Las cosas sagradas y celestiales son el tema. Los hombres, en su comunión, dejan a Dios totalmente de lado. Solo consideran lo que les afecta a ellos y a sus semejantes. El resultado no puede ser el mismo que si Dios estuviera involucrado, y si se le considerara como el factor principal en la realización de esta comunión.
Pero lo que nos ocupa ahora no es una comunión humana, sino divina, que es de Dios y no podría ser sin Dios. ¿Cómo se utiliza esta palabra en las Escrituras? No siempre tiene el mismo sentido.
Entre los creyentes cristianos se refiere a la Iglesia de Dios. La comunión de los miembros del Cuerpo de Cristo está simbolizada por «un solo pan» (1 Cor. 10:17), como lo tenemos en la Cena del Señor. Esta comunión, peculiar a toda la Asamblea de Dios, está enseñada en el Nuevo Testamento, junto con muchos otros privilegios y responsabilidades vinculados a esta verdad. Pero en el pasaje citado de Juan, no tenemos la comunión de la Iglesia de Dios, sino la de la familia de Dios. Más aún, se verá que existe la comunión del uno con el otro; existe la comunión con Dios: con el Padre y con el Hijo.
¿No es maravilloso? No creo que se pueda encontrar un tema más importante en la vida cristiana que el de nuestra comunión con Dios. La comunión de unos con otros sin la comunión con el Padre y el Hijo, solo sería una pobre relación humana, que solo traería decepción y bancarrota espiritual. Pero la comunión con el Padre y con el Hijo hace que la comunión mutua sea fácil y espontánea, feliz y gozosa.
¿Qué se entiende por comunión? Dos o más personas en comunión tienen pensamientos comunes, sentimientos comunes, objetivos comunes, deseos comunes. En una palabra, los que están en comunión son «uno» en todas las cosas importantes que les conciernen. Pónganse en esta posición y piensen en nuestra comunión con Dios. Yo, un miserable gusano, una criatura del polvo, un átomo en el rayo de sol de la vida, he sido hecho capaz, por la gracia, de tener pensamientos, sentimientos, objetos en común con el Padre y con el Hijo. ¿No sería esto increíble, si no estuviera en las Escrituras?
Sin esta revelación, solo sería una suposición blasfematoria. Pero a través del Señor Jesucristo, este privilegio de la comunión está garantizado para todos los que pertenecen a la familia de Dios. Es su parte incomparable en el Hijo de Dios, tener el conocimiento de los pensamientos, propósitos e intenciones de Dios siempre y cuando estén revelados en las Escrituras.
Esta comunión no siempre ha sido conocida por los hombres. El apóstol Juan, en los primeros cuatro versículos de esta epístola, muestra su origen. Está relacionada con la aparición de la Palabra de vida. No se menciona esto en el Antiguo Testamento. ¿Por qué? Porque el Hijo de Dios no había venido a este mundo.
En los días del Nuevo Testamento, el Hijo vino al mundo para manifestar al Padre, para darlo a conocer a los hombres. Antes se podía ver el poder, la fuerza, la majestad, el juicio de Dios, Jehová; pero ahora ha venido del cielo Aquel que está en el seno del Padre; vino al mundo para que los hombres pudieran ver en él lo que es el Padre, y así puso el fundamento de la comunión.
Esta manifestación mediante el Hijo fue sencilla, pero profunda. La mujer samaritana en el pozo de Sicar pudo no solo mirarlo como el Cristo, sino ver, por fe, al Padre en él. El niño pequeño que tomaba en sus brazos debia sentir allí un calor que no era terrenal, un calor que nunca había sentido en los brazos de su madre. Era el amor de Dios, el amor del Padre en la persona del Hijo, el Señor Jesucristo. Las compasiones del Salvador traían a los hombres y mujeres cansados, agobiados por los trabajos y las imperfecciones de esta vida, los más altos sentimientos del cielo. Los publicanos y los pecadores, al creer en el Hijo, hacían la experiencia de la acogida del amor de un Padre.
Esta comunión es una gran realidad de la experiencia cristiana. No está contenida en la investigación erudita de un tema que está fuera del alcance de la mayoría de los hombres. El apóstol dice que se basa en algo que se ha visto, oído, contemplado, tocado. Depende de un objeto externo a nosotros, el Hijo del amor del Padre. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, el amor de Dios estaba manifestado en él. Todo lo que había en el corazón del Padre brillaba en el rostro del Varón de dolores. Y los 12 apóstoles que caminaban con él en Judea y Galilea vieron esta gloria, gloria como del Unigénito del Padre (véase Juan 1:14).
Así los apóstoles tenían comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. El Padre les había hablado de su Hijo, del que el mundo se había burlado y que su propio pueblo había rechazado. Él había testificado: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Los apóstoles habían oído esta voz del cielo, este certificado de pureza, de santidad, de piedad, de amor divino, inseparable de su calidad de Hijo eterno.
El Padre daba testimonio del Hijo; ¿y qué no hizo el Hijo para revelar al Padre? No dijo una palabra que no fuera la que el Padre le había dado. No hizo una obra ni realizó un milagro sino en obediencia directa a la palabra de lo Alto. Cada mañana abría su oído para escuchar. El que desde el principio conocía todas las cosas, encontraba su placer en esperar la palabra del Padre. Él y el Padre eran uno.
Esta comunión entre el Padre y el Hijo, Juan la ha visto y la ha oído, y otros con él. No eran hombres de la más alta inteligencia que la adquirieron mediante un largo estudio. No. Los hombres y mujeres del vulgo pudieron contemplarla en la persona del Señor Jesucristo. María la aprendió a los pies de Jesús.
Usted dirá: “No he entendido esta comunión de amor entre el Padre y el Hijo”. No hable de entenderla. ¿Entendemos el amor que podemos tener el uno por el otro? Reconocemos el amor, pero no podemos explicarlo. Nadie puede describir con exactitud el amor de un hombre por su esposa, o de una mujer por su marido. El amor mutuo es un hecho positivo, y existe entre las personas sin lugar a dudas. Creemos en el Evangelio que dice: «El Padre ama al Hijo» (Juan 3:35; 5:20).
Los apóstoles aprendieron esta comunión de vida eterna y amor eterno de Cristo mismo, y a través de ellos nos llega a nosotros. Así dice Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos… eso os anunciamos» (1 Juan 1:1, 3). Dice el mensaje, no el mandamiento, es para vosotros, amados hijos de Dios. Lo hemos disfrutado mientras hemos caminado con el Señor. Ahora que ha subido a lo alto, al Padre, podéis tener comunión con el Hijo donde él está.
“Pero”, dice Vd., “no hay nada en este versículo sobre la comunión”. Las palabras que siguen son: «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (v. 5). La Escritura nunca se equivoca. Hay una razón para estas palabras sobre la luz. Antes de que el Espíritu de Dios hablara de comunión, indica la naturaleza de Aquel con quien tenemos comunión; Dios es luz.
Observad que no dice: “El Padre es luz”, sino «Dios es luz». La luz da lugar a un pensamiento diferente al del amor. El amor es el centro del círculo de la comunión, y donde está el amor de Dios, también está la luz. No puede haber comunión al margen de la luz, porque tanto como Dios es amor, también es luz. Y Dios no permite que un lado de su naturaleza sobrepase o eclipse a otro.
Dios es perfecto como luz, así como amor. Su amor es infinito, su luz lo es igualmente. Y sus hijos deben saberlo. En nuestras propias familias, los hijos deben conocer a fondo a sus padres antes de poder tener una perfecta comunión de entendimiento. Si una parte importante de la vida de los padres permanece oculta a los hijos, no puede haber una verdadera comunión entre ellos. Entonces es unilateral y los hijos ni siquiera conocen a sus padres.
Así, para tener comunión con Dios, debemos saber que él es luz. La luz es el elemento más puro que existe. Su intensa pureza no puede estar manchada. Un rayo de luz que brilla sobre un embalse de agua estancada y corrompida permanece perfectamente puro. Nada puede contaminarlo. Así, la luz de Dios resiste a todo lo que está corrompido y malo de las tinieblas morales. «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». Dios no es en parte luz y en parte tinieblas; es luz, absolutamente.
Esta declaración, que revela la verdad, brilla sobre cada ser que llega a acercarse a Dios. Lo hemos visto en el jardín del Edén. Jehová vino allí después de que nuestros primeros padres hubieron pecado. La serpiente había engañado a Eva, y con Adán habían cometido la transgresión. Ambos se escondieron detrás de los árboles del jardín a la voz de Jehová Dios. Tenían miedo, porque estaban desnudos. La aproximación de la luz de la presencia de Dios les hizo temer que revelara su desobediencia, y trataron de poner una pantalla entre ellos y la luz de Dios. El temor les hizo esconderse. La comunión con Dios estaba rota a causa de su pecado.
Si temo a una persona en mi corazón, no puedo tener comunión con ella. Si tengo temor, si tiemblo en su presencia, ¿cómo pueden estar unidos nuestros dos corazones? El temor, la desconfianza y la sospecha destruyen la verdadera comunión.
Por lo tanto, es una verdad solemne que Dios es luz. Pregúntense: ¿Hay algo oculto en mi corazón que me haga temblar al pensar en la presencia de Dios? ¿Estoy dispuesto a exponer lo más profundo de mi ser a la luz de Dios sin temor? ¿Puedo retirarme a mi aposento y rogar a Dios que me sondee y me ponga a prueba y vea si hay alguna forma de tristeza en mí?
Si nuestra alma no ha sido expuesta a la luz de Dios, no puede tener una verdadera comunión con él. Podemos engañarnos a sí mismos, pero no podemos engañar a Dios. Él es luz. Él es santo. Es verdad. Él conoce todos los secretos de nuestra alma, y desea que usted los considere con él en la luz de su presencia, sin ninguna sombra.
No olvidemos esta verdad. Es de la mayor importancia práctica para todo hijo de Dios, joven o mayor. Usted, joven creyente, si no ha revelado todo ante Dios, a la luz reveladora de su presencia, lo debe hacer sin demora. Si ha escondido algo en vuestro corazón y en vuestra vida, fuera de la vista, algo que nunca ha sido expuesto a los rayos de la santidad divina, recuerde que Dios lo conoce. Lo que contamina es como una nube espesa entre usted y Dios que es luz.
Y, sin embargo, Dios es amor. Aunque él sabe que usted es culpable, autor de cosas que nadie hubiera supuesto, os ama a pesar de lo que sois. ¿Ha experimentado esto? ¿Puede usted decir?: “Aunque soy el peor de los pecadores, Dios me ama y dio a su Hijo por mí”. ¿Es esto lo que sabe su corazón? Se puede decir 100 frases banales sobre Juan 3:16, sin haber conocido su fuerza. Y puede que incluso se hable de ella tan a menudo que se pierda su verdadera belleza. Pero es una experiencia muy diferente de sentir el amor de Dios, cuando somos escudriñados a fondo por la luz de Dios. Esta es la manera con la que Dios nos hace comprender el carácter de la comunión que ha proporcionado a todos sus hijos: la comunión en la luz.
Hay una comunión verdadera, y una falsa. El apóstol muestra lo que es esta última: una mera profesión de labios. Es algo que “decimos”. Lo que decimos, lo expresamos para que otros lo escuchen. Nuestros pensamientos se cristalizan en palabras. Decir es un paso más allá de pensar. Pero incluso en lo que pensamos, puede haber alguna reserva si la luz no ha brillado en el corazón, que es engañoso por encima de todo.
Así que, en lo que “decimos”, podemos engañar a los demás. Podemos decirles el 50 por 100 de la verdad, o el 70 o incluso el 90 por 100, mientras dejamos algo oculto; eso es oscuridad, no luz. Caminamos en la oscuridad.
Juan dice muy claramente: «Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad» (v. 6). No podemos conocer esta comunión a menos que conozcamos la verdad sobre el Padre y sobre nosotros mismos. La verdad del Evangelio es que el Hijo ha venido entre los hombres y dijo a los que creen: «El Padre mismo os ama» (Juan 16:27). Estoy entre vosotros como el buen Pastor. Estabais perdidos y os busqué. Os encontré y os traje a mí. Sabéis lo mucho que os amo. ¡Pues bien! El Padre también os ama. Yo no os amo más de lo que él os ama.
El Hijo siempre mostró celos en su ministerio por el honor del Padre y el amor del Padre. Este era su tema constante. Si hablaba de sí mismo, era solo para revelar a los hombres por este medio el amor del corazón del Padre. ¿Y qué reveló el Padre a los que estaban con Jesús? Viéndolo desde arriba, dijo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat.3:17) Escuchadle, nunca os equivocaréis. Él es la verdad.
Así, tenemos en los Evangelios la revelación de la unidad, de la concordia, de la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo. Y el que recibe esta revelación ha aprendido los principios de la comunión divina. Los ha aprendido en los pensamientos del Padre sobre el Hijo, y en los pensamientos del Hijo sobre el Padre. Y los conoce porque camina en la luz. Los que caminan en las tinieblas están fuera de la esfera donde brilla continuamente la luz de la presencia de Dios. Son inconversos y, sin embargo, se atreven a decir: “Tenemos comunión con Dios”. Pero al decir esto mienten y no practican la verdad.
El apóstol nos advierte de no pronunciar palabras que contradigan nuestra conducta. Si caminamos en la luz, no en las tinieblas, ninguna mentira pasará por nuestros labios, porque la luz revela la verdad y condena la mentira.
Las palabras de Juan son siempre muy penetrantes. Sus epístolas a menudo nos llegan al corazón, porque son muy sencillas y directas. Nos pone frente a alternativas, entre las que no hay término medio. O estáis en la luz o en las tinieblas; o decís la verdad o decís una mentira.
El Espíritu de Dios utiliza expresiones sobre la comunión tan tajantes como estas, para poner a cada uno en su verdadero lugar. ¡Qué cosa tan maravillosa si todos los que me leen fueran de la bendita familia de Dios! Y, ¡si ninguno de ellos dijera tener comunión con Dios mientras hace las obras de las tinieblas, caminando en los caminos del príncipe de las tinieblas y viviendo secretamente en lo que es malo! Tales personas viven una mentira, y la verdad de Dios no está en sus corazones ni en sus caminos. La comunión con Dios requiere santidad y pureza en la conducta. Es algo muy elevado.
Luego, en el versículo 7, pasamos del caminar en la oscuridad a caminar en la luz. Lo que dice el apóstol se aplica a toda la familia de Dios. Entendamos que las palabras «andamos en la luz» (v. 7) se aplican a todo cristiano que pertenece al Señor en todo momento, desde que cree hasta que deja este mundo. Es alguien que camina en la luz.
Alguien me dirá: “No me gusta cómo usted presenta la situación. En lo que a mí respecta, no puedo admitir que no camine siempre en la luz. Realmente creo en el Señor Jesucristo como mi Salvador. Creo que Dios es mi Padre y que dio a su Hijo por mí. Creo que mis pecados están perdonados; pero encuentro algo en mi corazón que no debería estar ahí. A veces me doy cuenta de que estoy haciendo o diciendo algo que está mal, y me apena. Y entonces siento que no amo al Señor como debería. Seguramente es porque estoy caminando en la oscuridad”. ¡No! Es precisamente porque usted está en la luz que se siente culpable por estas cosas.
Todo creyente es alguien que camina en la luz como Dios está en la luz. Primero ha confesado sus pecados en la presencia de Dios y ha recibido el perdón, y desde entonces habita en la luz. La luz es la esfera en la que se mueve en su caminar, y nunca camina fuera de esa esfera.
Trataré de ilustrar esta verdad. Supongamos que un israelita hubiese podido cruzar el atrio del templo, entrar en él, levantar el primer velo, luego el segundo y llegar así al lugar santísimo donde estaban el arca y la gloria que moraba sobre el propiciatorio. Ahora está en la luz de la presencia de Jehová, su morada en el desierto. El lugar donde ha entrado está lleno de la luz de Dios. Antes estaba en el campamento, lejos; ahora está en la morada de la luz.
Es en la luz de su presencia donde Dios coloca al creyente. Si Vd. reconoce que no anda según esta luz santa, sino como un hombre del mundo, que está en las tinieblas, entonces confiesa que no anda según la luz. Ha caído por debajo del nivel que Dios le dio. Ha fallado en esto.
Y es precisamente cuando usted fracasa en su camino que pierde la conciencia de la comunión. Ha debido haber hecho la experiencia. A veces disfruta de la comunión con Dios. Encuentra su placer en él y en su amor. Le gusta pensar en el Señor Jesús, en su belleza y perfección, en sus maravillosas obras. Vuestro corazón arde al leer las Escrituras; cada palabra le dice grandes cosas sobre Cristo. Pero otras veces, las Escrituras parecen aburridas. No encuentra nada interesante. La lectura diaria le parece una tarea tediosa. ¿Qué ha ocurrido? Se ha levantado una nube entre su corazón y los rayos de luz y de amor. Algo ha ocurrido en vuestro corazón y en vuestra vida que ha provocado este cambio. Es usted un hijo malvado; ha fallado; pero el Padre sigue siendo fiel. Su luz sigue brillando, pero usted ha levantado una barrera. Vuestra comunión con Dios está rota.
La comunión implica gozo y paz en la presencia de Dios. La oración es una forma de comunión, o para hablar con más propiedad, debería serlo. En la oración venimos a su presencia para pedirle la gracia de tener ayuda en el momento de la necesidad, mientras que en la comunión puede haber solo disfrute en el Padre y en el Hijo, sin ninguna petición. Por eso podemos distinguir estas dos cosas.
¿Tenemos la costumbre de sentarnos tranquilamente en la paz de la presencia de Dios? ¿Valora usted esa comunión más que cualquier otra experiencia? Estar extasiado de admiración en la presencia del Padre y del Hijo es la comunión. Y este privilegio único pertenece a los que caminan en la luz, como Dios está en la luz. Más aún, en el ejercicio de esta comunión con él, tenemos «comunión unos con otros» (v. 7).
Y el apóstol nos muestra en qué justicia se basa esta comunión en la luz: «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (v. 7). Permítanme recordarles aquí la analogía mencionada anteriormente con el israelita que entró en el lugar santísimo del tabernáculo, donde la luz de la gloria brillaba sobre el propiciatorio. Allí la sangre era rociada siete veces ante el propiciatorio, como testimonio de la propiciación, la base de la justicia sobre la que Jehová podía hablar favorablemente al pueblo entre el que habitaba.
Aquí, en la Epístola de Juan, los que andan en la luz como Dios está en la luz tienen, ante sus ojos, la sangre de Jesucristo, su Hijo, que limpia de todo pecado. La eficacia de esta preciosa sangre mantiene la posición de los hijos de Dios en la luz, incluso cuando pecan. La luz les revela el valor de esta sangre.
Si pecamos, Satanás dice: “Ahora no podéis ir a Dios”. El diablo miente para destruir la paz y el gozo del creyente. Si usted ha pecado, vaya directamente a Dios y confiese su pecado. E inclinándose en humillación ante él, verá su luz brillando en la sangre de Cristo, esa sangre que limpia del pecado en cualquier forma que se presente.
A continuación, el apóstol condena otra falsa profesión: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (v. 8). No podemos engañarnos más sobre nosotros mismos. Pretendemos, no solo que no hemos pecado, sino que estamos sin pecado, que no hay ni siquiera una disposición en nosotros para hacer algo que desagrade a Dios. Nos imaginamos que hemos llegado a esa etapa de la vida cristiana en la que el pecado ya no existe. Esta falsa santidad no es más que una locura y malvado engaño. Si lo afirmamos, sí mismos nos engañamos y la verdad no está en nosotros.
La raíz del pecado permanece en el hijo de Dios. Nunca podremos librarnos de ella. Es como la mala hierba del jardín, cuyas raíces se reproducen bajo la tierra; arrancamos la planta que crece en la superficie, pero la raíz permanece y vuelve a crecer. Si queda siquiera una pizca de raíz, crecerá; y no importa lo que hagamos, nunca podremos arrancar el pecado de nuestros corazones. Podemos pensar que hemos tenido éxito porque no vemos ninguna raíz, pero la Escritura dice que nos engañamos a nosotros mismos.
Pero si no podemos librarnos del pecado, ¿qué vamos a hacer cuando la naturaleza maligna vuelva a activarse y cometamos pecados? «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel» (v. 9). Me gusta esa palabra: «fiel». Dios es fiel; no es como el hombre que no cumple su parte de un contrato cuando la otra parte falla. Pero, ¿qué hace Dios cuando fallamos? No nos abandona, sino que nos muestra el remedio. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel para perdonar nuestros pecados» (v. 9). Por eso, si hemos pecado, debemos confesarlo sin buscar una excusa. Decid: He pecado; he hecho lo que está mal a tus ojos. Él nos perdonará y nos lavará.
Pero observad que él es tan fiel en perdonar como en purificar. La razón por la que es justo en hacerlo así aparece en el capítulo 2. Jesucristo el justo está en la presencia del Padre. No solo la sangre de Jesucristo está en la luz, sino que el mismo Jesucristo que cuya sangre fue derramada está con el Padre. Por eso, cuando confesamos nuestros pecados, quedamos limpios de toda iniquidad (o injusticia).
La purificación es necesaria para la comunión. Si tengo alguna injusticia en mí, ¿cómo podré tener comunión con Jesucristo el justo? «¿Qué relación hay entre la justicia y la iniquidad?» (2 Cor. 6:14). Si la comunión se rompe, ¿cómo se puede restablecer? Él es fiel y justo para purificarnos de toda iniquidad por medio de su Palabra. El agua de la Palabra quita la iniquidad, y así puedo volver a tener comunión.
El comienzo del capítulo 2 muestra el objeto de este pasaje: que no deberíamos pecar y así perder nuestra comunión. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (v. 1). Por tanto, existe la posibilidad y el peligro de que pequemos. ¿Cree usted que este peligro existe? O bien, ¿le gusta engañarse diciendo que no se aplica a usted?
Seamos francos. Si el Señor le deja aquí en la tierra hasta mañana, ¿hay algún peligro de que usted peque hasta entonces? ¿Es posible que algún pecado se interponga en el camino de vuestra comunión? El apóstol lo pensaba así, y ha escrito estas cosas para que no pequemos.
Pero, ¿qué ocurre si, a pesar de la advertencia, pecamos? ¿Hay alguien para que os pueda ayudar personalmente? «Si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (v. 1); ¿No es eso alentador? Podemos desconfiar de nosotros mismos porque nos sentimos capaces de ser sorprendidos por una falta, porque tenemos un carácter muy vivo, por ejemplo. Entonces necesitamos a alguien que nos impida caer, y que nos levante si caemos. Tenemos nuestro abogado, Jesucristo el justo, que hace esto y mucho más.
¿Qué es un abogado? Una idea común es que su papel es convertir la ira del Padre en amor y favor hacia nosotros. Pero ese no es el verdadero significado del término. Jesucristo el justo no hace que el Padre cambie cuando pecamos. El Padre también es justo. No pasa por alto el pecado de sus hijos, sino que juzga su propia Casa. Y la frase no significa que el abogado cambie el corazón del Padre hacia sus hijos descarriados. Las palabras: «para con el Padre» (v. 1) no se entienden exactamente.
La frase «abogado tenemos para con el Padre» indica la ubicación del abogado. Jesucristo ya no está en el mundo; está con el Padre. En Juan 13, Jesús estaba a punto de dejar el mundo e ir al Padre. Subía a su Padre y a nuestro Padre. Él había prometido enviar otro abogado, el Espíritu de verdad, para estar con nosotros aquí en el mundo durante su ausencia. Y aprendemos en la epístola que, no estando con nosotros en la tierra, está con el Padre como nuestro abogado.
¿Y qué hace este abogado? Un abogado o paráclito es aquel que se ocupa de todo lo que me concierne, incluso si peco. Toma con empeño mi causa y se ha comprometido a ocuparse de todo él mismo. Este parece ser el significado más sencillo y comprensible de esta hermosa palabra.
Allí, con el Padre, el Señor Jesús en su amor, vela por nuestros asuntos. Lo hace antes de que pequemos, para que no pequemos. Y cuando pecamos, él no espera hasta que confesemos nuestros pecados, sino que usa su Palabra a través del Espíritu Santo para que los confesemos y seamos purificados, para que nuestra comunión sea restaurada.
El ojo de Jesucristo el justo estaba sobre Simón Pedro antes de su caída. Cuando Satanás atacaba al discípulo seguro de sí mismo, el Señor oraba por él. Antes de que Pedro entrara en el palacio del sumo sacerdote, antes de que manchara sus labios con maldiciones y juramentos, el abogado en la tierra intercedió por él. Pedro fue preservado del final de un Judas por la intercesión del Señor. Ese abogado está ahora con el Padre, y está ahí para nosotros.
Tenemos necesidad de ese abogado de muchas maneras y en todo momento, pero si uno peca, necesita el abogado bajo el carácter de Jesucristo el justo. El pecado pone al creyente bajo la acusación de iniquidad (injusticia) y debe ser purificado de ella para poder disfrutar de la comunión (1:9). Y es Jesucristo, el Justo, quien emprende esta tarea. Es él quien nos ha sido hecho justicia, y en él tenemos una posición de justicia invariable.
Si no vivimos a la altura de esta posición, caemos por debajo, en la injusticia. Todos los que han recibido esta posición, se puede que no estén a la altura, pero eso no la cambia. Un príncipe de sangre real puede desviarse de su rango, pero sigue siendo un príncipe de nacimiento. Así, el hijo de Dios que peca pierde su comunión, pero no su relación por nacimiento. El abogado produce la convicción de pecado, la confesión, el perdón, la purificación por su servicio fiel y amoroso.
Los ojos de los soldados y de la sirvienta no alcanzaron la conciencia de Pedro, pero la mirada del Señor rompió su atrevimiento. Huyó en la noche, lleno de vergüenza y arrepentimiento, acusándose a sí mismo con amargas lágrimas. El Señor no dejó a Simón Pedro hasta que fue reprendido y restaurado. Más tarde, Jesucristo el justo, confió sus ovejas y corderos a su cuidado, tarea que no habría podido realizar si el abogado no hubiera intervenido en su favor.
Este abogado está ahora con el Padre para actuar con sabiduría y gracia hacia el que ha pecado. Su servicio actual es mantenernos en esa comunión que es celestial en su naturaleza. Es esta comunión la que nos hace aptos para ser testigos de él mientras estamos en la tierra. Cuando nos mantenemos en ella, él nos moldea y nos amolda a su voluntad. Cuando no tenemos esta comunión, él trabaja para nuestra restauración. Si alguien peca, ese defensor nunca se agota. Hace lo mejor de la peor causa. Señor, ¡tu amor sobreabunda!
Pero hay otra verdad que nos ha sido revelada sobre nuestro abogado, Jesucristo el justo. «Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (v. 2). Aunque hay una provisión completa para nuestros pecados, como ya hemos visto, no debemos subestimar la gravedad y la culpabilidad de nuestros pecados. El pecado es siempre un acto terrible, grave en grado supremo en el caso de un hijo de Dios, en el que habita el Espíritu de Dios, y que posee todos los privilegios celestiales (véase Efe. 1:3-12). Por lo tanto, nos muestra que Aquel que es nuestro abogado, es el que sufrió y murió por nuestros pecados, que es la propiciación por nuestros pecados. Él ha hecho la propiciación mediante su sacrificio expiatorio, y en sí mismo es la propiciación, comprendiendo en su persona todo lo que la obra de propiciación significa y realiza.
¿Quién mejor que nuestro abogado conoce nuestros pecados? Llevó nuestros pecados y ofreció a Dios todo lo que lo satisfacía para siempre en su santa naturaleza con respecto a ellos. Cumplió esta obra hasta en el más mínimo detalle; a él le corresponde toda la gloria de la propiciación; y él es nuestro abogado, si pecamos.
Jesucristo fue la propiciación por nuestros pecados en la cruz; es la propiciación en el trono en la gloria; es la propiciación para con el Padre. Él es el mismo ayer, hoy y eternamente. ¡Él es nuestro abogado! En el poder de su persona y en la eficacia de su obra en la cruz, él es el administrador de nuestros asuntos, nuestro intercesor cuando pecamos, nuestro apoyo en todo lo que se refiere a nuestra comunión con el Padre y con el Hijo, y entre nosotros.
¡Que podamos darnos cuenta qué precioso abogado tenemos, y cuál es la plenitud de su poder y de su amor! ¡Cuán a menudo nos olvidamos de él y de su servicio invisible por nosotros! ¡Cuántas veces nuestros pecados le obligan a servir! Somos tan malvados, tan tercos, tan voluntariosos, tan obstinados; y, sin embargo, él nunca nos deja ni nos abandona. Quiere que tengamos una comunión ininterrumpida con él, con su Padre; y entre nosotros.
La comunión es una de las mayores bendiciones de la vida cristiana. Nuestro abogado está con el Padre para que podamos tener parte en ella. Él desea que mientras estamos en la tierra compartamos su propia comunión con el Padre en el cielo y disfrutemos de la luz del cielo en la tierra.
El Padre y el Hijo están unidos en su propósito en todas las cosas, y es la voluntad de Dios que, a nosotros que somos su familia, se nos permita compartir la armonía secreta de la comunión divina. Quiera Dios que seamos llevados por él a una comprensión más profunda de esta comunión y de todo lo que ella significa para nosotros en medio de las ocupaciones y distracciones de la vida cotidiana.
Esta comunión no es solo para los padres y los jóvenes, sino también para los niños pequeños en Cristo, ya que ellos también conocen al Padre. Y si conocen al Padre, pueden regocijarse en él. ¿Qué otra cosa podrían hacer, sino alegrarse en un Padre así?
Tenemos en Lucas 15 una ilustración de nuestra comunión con el Padre. No había comunión entre la oveja perdida con el pastor y sus amigos, y mucho menos entre la dracma perdida con la mujer y sus vecinos. Ni la dracma ni la oveja comparten la alegría de quienes las encuentran. Pero cuando el hijo perdido vuelve a casa, lo vemos en la mesa con su padre. Allí está el anillo, la mejor túnica, el ternero engordado. El padre y el hijo se alegran juntos. El hijo dice: “¡Qué padre!” El padre dice: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido, y ha sido hallado» (Lucas 15:24). Es a esta comunión con el Padre que nos conduce el Hijo.
En el campo está el hijo mayor, que está fuera de la comunión de la casa. Es un hijo tanto como el pródigo, y su lugar también está en la mesa. Pero no hay espíritu de comunión en él. Su corazón es duro y frío. No quiere encontrarse con su hermano arrepentido. «Ese hijo tuyo» (v. 30), dice, en lugar de decir “mi hermano”. No desea tener comunión con su padre: «Jamás me has dado un cabrito para festejar con mis amigos» (v. 29); prefería a sus amigos antes que a su padre.
Este hijo mayor era completamente ajeno a esa comunión que se mostraba en la mesa entre el padre y el hijo. Pero la parábola nos da una imagen de esa comunión que es nuestra: la comunión con el Padre y con el Hijo, y entre nosotros. Aunque el pecado interrumpa esa comunión, tenemos un abogado ante el Padre; y él es la propiciación por nuestros pecados. Y si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad (véase 1 Juan 1:9).