4 - El campo del perezoso
Autor:
Cartas a los jóvenes creyentes
Serie:Hace algún tiempo, alguien me dijo que si tenía una tarea difícil que requería diligencia y atención constantes, siempre se la daba, si era posible, a alguien que ya tuviera las manos llenas de trabajo. Esto me pareció extraño y, a primera vista, algo contradictorio. Pero, pensándolo bien, está claro que tiene todo el sentido, porque es la persona activa y laboriosa la que suele encontrar tiempo para añadir un poco de trabajo. Así, mediante un esfuerzo sistemático, puede realizar el doble de trabajo en la mitad de tiempo que una persona apática y despreocupada.
Creo que mis jóvenes amigos deben cuidarse de no caer en la ociosidad; y, por supuesto, me refiero particularmente a los asuntos espirituales. Los hábitos de ociosidad e inactividad de un cristiano engendran mucho mal. Pues si los caminos del bien y de la verdad no son cultivados laboriosamente, lo opuesto surgirá por sí mismo.
«Pasé junto al campo del hombre perezoso, y junto a la viña del hombre falto de entendimiento; y he aquí que por toda ella habían crecido los espinos, ortigas habían ya cubierto su faz, y su cerca de piedra estaba ya destruida. Miré, y lo puse en mi corazón; lo vi, y tomé consejo. Un poco de sueño, cabeceando otro poco, poniendo mano sobre mano otro poco para dormir; así vendrá como caminante tu necesidad, y tu pobreza como hombre armado» (Prov. 24:30-34).
Siempre es así. La pereza dice: “Deja tu trabajo para mañana. Otro día será igual”. Así que dejamos las cosas a la deriva. No escardamos. No cavamos. No sembramos. Pero mientras tanto, las ortigas crecen, los cardos se arrastran silenciosamente por los parterres y el muro de piedra se desmorona día a día. Un día, oyes un estruendo. Te apresuras a investigar y descubres que tu jardín se ha convertido en un desierto. A tu alrededor están las consecuencias de tu propia negligencia.
¿Pueden aplicar la alegoría a ustedes mismos de alguna manera? ¿O necesito expresarlo más claramente? ¿Queda claro de esta forma, por ejemplo? Fui a la casa del joven señor Perezoso; y he aquí que su Biblia estaba enteramente oculta por muchos otros libros, y un espeso polvo había cubierto el lomo y los lados de su Biblia, y sus hábitos diarios de oración estaban completamente detenidos. Vi todo esto, lo consideré detenidamente y supe la razón. El joven perezoso se había permitido dormir un poco más por la mañana, relajarse un poco de sus obligaciones habituales y estar un poco más satisfecho de sí mismo en todas las cosas. Y ahora la pobreza espiritual desciende sobre él como un ladrón. Su corazón está frío y sus modales son distantes. Pero todo esto es fruto de su simple negligencia. Primero fue el abandono de aquel hábito regular de leer una vez, luego se repitió, y se repitió otra vez, y entre cada repetición el intervalo se hacía más largo, hasta que la bien ordenada vida cristiana se había convertido en un desordenado desierto de maleza.
Conviene tener presente que la vida espiritual es una vida de actividad y esfuerzo constantes. Si descansan, se oxidan. Nadan contracorriente, y si aflojan en la lucha, les arrastra la corriente, y la posición que pierden así no se recupera sin un gran gasto de energía.
Tomen como principio fundamental de sus vidas interiores que las virtudes prácticas a las que les exhortan las Escrituras solo pueden adquirirse al precio de la abnegación y del trabajo continuos. El alma diligente es la que «será prosperada» (Prov. 13:4). Deben estar dispuestos a sacrificar muchas comodidades, placeres y ventajas mundanas para progresar en la vida divina. Los espiritualmente perezosos olvidan todas estas cosas en aras de su propio bienestar, pero el resultado de su pereza es que el fruto del Espíritu queda ahogado por las obras de la carne (Gál. 5:19-21). ¡Que todas estas cosas les sean ahorradas!
Extracto
Estudio personal de las Escrituras
Discípulo bíblico. –¿Puede usted decirme por qué no siempre nos parecen muy interesantes las conferencias y los escritos sobre temas bíblicos?
Yod. –Me gustan este tipo de preguntas y le diré francamente lo que pienso. Los jóvenes no estudian suficientemente las Escrituras por sí mismas. Si se esfuerzan sinceramente por comprender las enseñanzas de la Palabra de Dios, son perfectamente capaces de acoger toda la ayuda que pueda prestarles un maestro cristiano, y no les importará que sea o no un orador o escritor elegante.
Estoy seguro de que el gran secreto del crecimiento en el conocimiento y la sabiduría espirituales es el estudio personal de las Escrituras. Lo siento por el joven creyente que tiene tantos compromisos que no tiene tiempo para recluirse a leer y meditar. Incluso si esos compromisos son reuniones religiosas, seguramente saldrá perdiendo. Nada puede reemplazar el hecho de esperar a Dios personalmente.
D. b. –Pero Sr. Yod, ¿no querrá hacernos creer que las enseñanzas no son dadas por Dios para ayudarnos?
Yod. –Ciertamente que no. El peligro está en confiar enteramente en ellas, también pueden matarles de hambre porque no les harán las cosas claras e interesantes para sus almas. No deben ser como un polluelo en su nido, con el pico bien abierto, para recibir el buen alimento cuando les lo traigan. Tienen sus propias alas. Busquen por ustedes mismos. Por ejemplo, cuando vayan a escuchar una predicación sobre algún tema, traten de averiguar de antemano todo lo que puedan sobre el tema en la Palabra de Dios. Entonces la charla les parecerá más interesante, porque estarán ansiosos por ver cómo se explican muchos puntos que les resultan difíciles. Y cuando lean un artículo o un libro, busquen siempre lo que dice la propia Escritura.
D. b. –¿Así que nos aconseja que busquemos más por nosotros mismos de lo que lo hacemos?
Yod. –Ciertamente. En la medida en que aspiren a aprender a leer las Escrituras para bendición de sus almas, crecerá el amor por ellas y también por todo aquello que les ayude a comprenderlas mejor.