Las obras
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En todas las cosas el creyente debe atenerse a lo que Dios nos dice en su Palabra. Solo así podrá evitar los peligros a los que se expone y podrá gozar de la aprobación de Dios. Es esta Palabra la que nos hará conocer las obras de los hombres vistas a su luz. Nos las presenta en sus diferentes caracteres.
En Hebreos 9:14 tenemos las «obras muertas», de las cuales el creyente debe ser purificado. Las obras muertas llevan el carácter de quienes las realizan. No tienen la vida y, al estar muertos, solo pueden producir lo que se caracteriza por la muerte. Son obras que no tienen nada para Dios e incluso son abominables para él. Lo que viene de la carne lleva las características de esta; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Sus obras pueden tener una apariencia muy hermosa a los ojos de los hombres e incluso a los ojos de los cristianos poco espirituales. Incluso es frecuente que hagan gala de obras que parecen notables, que escriban libros sobre ellas, que las cuenten y las pongan como ejemplo, y que hagan discursos elogiosos ante las tumbas de quienes las han hecho. ¿Qué lugar ocupa Dios en todas estas cosas? En un día venidero, Él sacará a la luz los motivos secretos, ocultos en los corazones, que hicieron obrar a estos muertos. El creyente debe purificarse de estas obras para poder servir al Dios vivo de forma agradable para Él.
La Segunda Epístola de Juan, el versículo 11, nos hace conscientes de las «malas obras». Estas malas obras son las que producen los que no permanecen en la doctrina. La mala enseñanza no proviene de una falta de comprensión de los pensamientos de Dios, sino de un mal estado espiritual. La mala conciencia nubla el entendimiento y el resultado es que las obras de los tales son malas. Todo en ellos está corrompido: la conciencia, el entendimiento, las obras: todo es abominable a los ojos de Dios. Debemos alejarnos de esas personas porque, en contacto con ellas, solo podemos contraer la impureza.
También tenemos las «obras infructuosas de las tinieblas» en Efesios 5:11. En su estado natural, el hombre no solo está en tinieblas como un hombre que tiene ojos y está en un lugar oscuro, sino que también es tinieblas en sí mismo, incapaz de conocer y disfrutar de la luz; está en absoluta ceguera moral. Más aún, su naturaleza se opone a la luz, la repele y sus obras llevan su carácter. En tales obras no hay fruto para Dios. Los que han creído en Aquel a quien el Padre ha enviado están en la luz y, al permanecer en su comunión, pueden ver las cosas como Dios las ve y apreciarlas como Él las aprecia. Al poseer la naturaleza de ese Dios que es luz, pueden disfrutar de las cosas en las que Él encuentra su satisfacción y buen placer. Estando en la luz, los frutos de la luz se manifiestan con toda naturalidad. No debe tener nada más que ver con las obras de las tinieblas que una vez lo caracterizaron; obras que son las del hombre en Adán, y que son tan horribles que la mera mención de ellas conlleva la contaminación. ¡Que Dios nos mantenga en su luz!
Las “obras de la fe” son obras por las que el creyente muestra su fe. Dios, que lee en los corazones, sabe lo que hay en cada uno de ellos; ve la fe donde está y justifica a quien la posee: en efecto, es un don de Él. Pero, ante los hombres, esta fe solo puede ser conocida por las obras, no las de la ley, sino las de la fe. La palabra está llena de ejemplos de estas obras de fe: en Abel, Enoc, Noé, Abraham, Sara, Raquel, Moisés, Rahab; la lista es larga, y solo Dios la conoce. Bienaventurados los que tienen su nombre en ella y lo muestran con sus obras, obras que no pueden ser comprendidas por quienes no poseen esta fe de gran precio. ¿Cómo puede un hombre natural entender a un padre que ata a su hijo a un altar, a un hombre que construye un arca en tierra firme, a una mujer que, teniendo su casa en la pared, confía en un cordón de hilo escarlata atado a su ventana? No podemos enumerar estas obras; cada uno de los que poseen esta fe la muestra, y a menudo de forma muy diferente entre sí, pero siempre muestran por su forma de actuar que ven a Aquel que es invisible. Dios justifica a tales hombres, y es justo al hacerlo.
Por último, tenemos las «buenas obras». En Marcos 14 hay un bello ejemplo. Allí una mujer derramó un perfume de nardo puro de gran precio sobre la persona del Señor que el mundo rechazaba. Se dicen tres cosas sobre esta buena obra. La primera es que ella «había hecho una buena obra» con el Señor. Si alguna obra no tiene a Su persona como motivo, puede ser una obra muerta o una obra mala; pero nunca será una obra buena. Lo segundo es que la mujer había hecho «lo que podía». El Señor no le pedía nada más. Según lo que estaba en sus manos había actuado: lo había sacrificado todo por su Señor. Era su amor el que la hizo derramar ese perfume. Una obra de este tipo no puede ser entendida por un hombre en la carne, ni siquiera por un cristiano poco espiritual. Algunos de los que estaban allí incluso se indignaron por ello. Solo uno la entendía: era su Señor, y él la defendía. Esto fue suficiente para el corazón de esta mujer. ¿Nos exponemos a la reprobación de los que nos rodean y tenemos la aprobación de nuestro Señor en lo que hacemos? Si es así, eso debería bastarnos y no correremos el peligro de admirar, como desgraciadamente se hace hoy, obras que el Señor considera muertas o malas. La tercera cosa que caracterizó la buena obra que hizo esta mujer fue que ella tuvo tal precio para el corazón del Señor que quiso que, dondequiera que se predicara este evangelio en todo el mundo, se cuente también de lo que hizo esta mujer en memoria de ella. ¡Una digna recompensa de su Señor!
Pero, además, el espíritu profético incluso habló de esta escena en Betania mil años antes de que se derramara este perfume. De hecho, leemos en el Cantar de los Cantares, capítulo 1: 12: «Mientras el rey estaba en su reclinatorio, mi nardo dio su olor». Era, en efecto, el Rey de gloria el que estaba allí, en la casa de Simón el leproso, sentado a la mesa en medio de los que le amaban. Así que, desde hace casi tres mil años, se habla de la buena obra que esta mujer hizo por su Señor, y durante la eternidad será cierto que solo esta mujer ungió el cuerpo del Señor para su sepultura. Otras mujeres querían hacerlo. Había en ellas amor, devoción, fe, diligencia y otras cosas preciosas para el corazón del Señor, pero no supieron elegir el único momento en que se podía hacer la cosa y llegaron demasiado tarde al sepulcro. Cuando llegaron, la piedra había sido removida y la tumba estaba vacía. Su amor las llevó a ir a honrar a su Señor, pero, por muy buenas intenciones que tuvieran, fueron a buscar entre los muertos a aquel que estaba vivo. Su amor era sin inteligencia ni conocimiento. Para poder glorificar a nuestro Señor, debemos haber aprendido de Él estando sentandos a sus pies y guardando su palabra como María.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1945, página 141