«Cada año…»
1 Sam. 7:16-17
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Al andar en esta senda estrecha de gracia, deseamos recordar a los amados redimidos de Cristo algunas enseñanzas prácticas que nos brinda el ejemplo del profeta Samuel: «Cada año acostumbraba hacer un recorrido por Betel, Gilgal y Mizpa… Después volvía a Ramá, pues allí estaba su casa» (1 Sam. 7:16-17 – LBLA). ¿Por qué hacía siempre el mismo viaje? ¿Qué es lo que Samuel quería enseñar al pueblo, encaminándose a esos tres lugares «cada año»? Betel, Gilgal, Mizpa… ¡Qué profundas y solemnes advertencias encierra para nosotros esta peregrinación anual del profeta!
Antes de examinar esas tres etapas, o jornadas, y para mejor comprender las enseñanzas que de ellas se desprenden, consideremos –detenidamente– el período de tiempo en que vivía Samuel. Los días en los cuales ejercía su ministerio en medio del pueblo de Dios se hallaban caracterizados por el estado de ruina a que habían llegado en todo cuanto Jehová les había confiado: la ley quebrantada, el sacerdocio arruinado, y el arca del pacto en poder de los filisteos. Cuando por obra de la misericordia de Dios, el arca fue llevada de nuevo a la tierra de Israel, halló tan solo una casa para acogerla: la casa de Abinadab, situada en el collado (1 Sam. 7:1). El mismo Samuel, último de los Jueces, había sido rechazado (lo mismo que lo fue Jehová) por un pueblo que quería ser como las demás naciones. Un nuevo orden de cosas iba a ser introducido por el establecimiento del reino. Semejante situación, relatada en los primeros capítulos del Primer Libro de Samuel, ¿no es acaso un cuadro o fiel reflejo del estado de la cristiandad en nuestros días?
En aquellos tiempos difíciles, Jehová estaba con su siervo Samuel, quien, obrando fielmente, no dejaba caer en el olvido ninguna de Sus palabras. Ejercía su ministerio veladamente, la mayor parte de las veces retirado en su casa, y en apariencia inactivo. No le vemos realizar ninguna acción heroica; ni le vemos nunca al frente de huestes victoriosas; no vence a gigantes ni a leones; tampoco lleva a la cumbre de un monte las puertas de la ciudad, ni derriba los templos de los falsos dioses; no resucita a los muertos. ¡No! Entonces no era el momento de obrar de manera vistosa y extraordinaria a los ojos de los hombres; muy por el contrario, el momento era el de vivir en íntima comunión con Jehová, de pelear de rodillas, y en el secreto de la presencia de Dios: esto era lo que Samuel hacía intercediendo por el pueblo culpable. ¡Cuántas veces le hallamos en oración! Por lo tanto, no ha de sorprendernos verle mencionado en el Salmo 99:6 entre los que invocaban a Jehová, y Él les respondía.
Cada año, Samuel salía, pues, de su retiro, para efectuar la misma visita: Betel, Gilgal y Mizpa, regresando luego a Ramá. ¿Por qué no iba a otros lugares? ¿Qué enseñanzas nos proporcionan esas cosas?, las cuales –tengámoslo bien presente– no fueron escritas solo para Israel, sino también para nosotros.
Betel (a saber: «Casa de Dios») nos hace presente que existe sobre la tierra una Casa de Dios: una sola; hoy día, como en tiempos de Samuel, permanece esta preciosa verdad. En esta Casa el Señor ha puesto su Nombre; en ella podemos acercarnos a Él, gozar de su santa presencia y rendirle culto. ¿No hemos de pregonarlo, pues, en medio del estado actual de dispersión de la cristiandad, cuando cada uno solo piensa en hacer lo que más le agrada? ¡Hermanos!, nada puede alterar la verdad de Dios. Samuel era consciente de ello, y lo demostraba encaminándose primero a Betel, cada año. Lo sabemos muy bien, el Enemigo dirige todos sus ataques y emplea cualquier medio contra la Asamblea, que es la Casa del Dios viviente, «columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). ¿No le vemos concentrar siempre sus esfuerzos contra aquel bendito lugar? Bendigamos a nuestro Dios y Padre, que nos permite reunirnos, hermanos míos, y estemos seguros que los disimulados ardides del Adversario son mucho más temibles para nosotros que la oposición abierta e incluso la misma violencia.
Gilgal aparecía como segunda etapa de su viaje. Gilgal era el lugar al que el pueblo tenía que volver continuamente; allí estaba su campamento; allí cobraba nuevas fuerzas y hallaba el secreto de la victoria. A Gilgal fue donde se volvió Eliseo cuando hubo hambre en el país, y tuvieron abundante comida, él y los hijos de los profetas (2 Reyes 4:38). Era el punto de partida para ir a pelear victoriosamente...
En Gilgal, lugar de la circuncisión, Josué circuncidó al pueblo (Josué 5). ¿Qué representa la circuncisión? Proclama, en figura, que la muerte ha pasado sobre todo lo que viene del hombre en la carne. “No basta pasar por el lugar de la circuncisión, para acabar con lo que es de nosotros, hay que permanecer en Gilgal, a los pies de la cruz, donde nuestra carne fue crucificada.” [1]
[1] Cita de la obra “Meditaciones sobre el libro de Josué”, por Henri Rossier.
Después de la victoria de Jericó, el pueblo tomó de nuevo la ofensiva, pero sin volver a Gilgal, confiando en sus propias fuerzas… y acaeció la derrota de Hai (Josué 6 y 7). Notemos bien, pues, que si circuncisión (posición del creyente) es el despojamiento del cuerpo pecaminoso carnal (Col. 2:11), Gilgal (responsabilidad práctica) es el amortiguamiento de nuestros miembros que están en la tierra.
«Nosotros somos la circuncisión, los que damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). ¿Dónde esta el hombre en Gilgal? ¡En la muerte! Amados hermanos, este es el secreto de la fidelidad. Nunca lo diremos ni lo repetiremos bastante en nuestros días, en los cuales el hombre, y sobre todo el hombre religioso, se jacta de tantas cosas.
Finalmente, Mizpa, era la tercera y ultima jornada del viaje anual de Samuel. También este lugar recordaba a los israelitas grandes y solemnes lecciones. En Mizpa fue donde se congregó el pueblo, después de tantos años de infidelidad, de olvido de Dios y de servicio a los ídolos. Allí se humillaron y ayunaron; sacaron agua y la derramaron delante de Jehová, confesando así el miserable estado en que habían caído: solo Jehová era poderoso para salvarles. Nadie, sino solo Dios, puede recoger el agua derramada por el suelo. Entonces Jehová intervino en favor de su pueblo, derrotó a los filisteos, tronando con estruendo espantoso contra ellos. Su siervo Samuel ofreció delante de Él el olor suave de una ofrenda encendida, un santo holocausto, el de un cordero de leche. El vivo recuerdo de tal salvación siguió presente entre Mizpa y Sen: una piedra conmemorativa, llamada Eben-ezer; ¡Jehová les había ayudado hasta aquí! (1 Sam. 7). Y nosotros, hermanos, ¿no hemos de proclamar también que nuestro Dios y Padre, que no puede cambiar, nos ha ayudado hasta hoy? ¿No hemos de estarle agradecidos? Conviene que recordemos esto en nuestros días de pruebas e inquietudes.
Nosotros, en nuestro andar, debemos hacer a menudo en nuestro pensamiento el viaje que hacía Samuel de año en año. Detengámonos en Betel, en Gilgal y en Mizpa, y meditemos en las preciosas enseñanzas que encierran para nosotros de parte de Dios. Así nos sentiremos más y más animados para seguir adelante en el camino del testimonio y, lo mismo que Samuel edificó un altar en Rama, nosotros también podremos adorar.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1938, página 3
Revista «Vida cristiana», año 1956, N° 19