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Alentados por Dios
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Consuelos y recursos en el sufrimiento
Tema:Los destinatarios de la Epístola a los Hebreos mostraban síntomas de cansancio; estaban fatigados en sus almas. Sin embargo, la obra del Señor entre los judíos en Jerusalén, después del descenso del Espíritu Santo, había tenido un buen comienzo. Muchos miles se habían arrepentido y obedecido al evangelio de Jesucristo. Lo habían aceptado, moviéndose prácticamente, y con creciente comprensión, desde el terreno de la ley al de la gracia.
Pero tuvieron que soportar mucha oposición y enemistad por parte de los defensores del judaísmo, e incluso persecución y tribulación (véase Hec. 7 - 9). Lo soportaron bien en su gozo inicial de la salvación. Pero tras dos o tres décadas de persistentes dificultades, los síntomas de cansancio se hicieron cada vez más evidentes.
¿Era correcto abandonar el terreno del judaísmo con sus ordenanzas divinas, sus sacrificios y su sacerdocio por causa de Jesús? Podían entonces preguntarse: “¿No podríamos habernos ahorrado todas estas dificultades?”
Al principio del capítulo 12 de Hebreos, en el versículo 3, el autor de la epístola les dirige esta exhortación, que el Espíritu Santo nos comunica también a nosotros: «Considerad, pues, al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestras almas».
1 - Contemplar a Cristo, para no estar desanimados
¿Creemos que el Señor Jesús encontró menos dificultades en su vida aquí en la tierra que nosotros? ¿Eran sus penas menos numerosas y menos cansinas? En este caso mostramos el desconocimiento de los relatos evangélicos.
Fue tentado en todo, como nosotros, excepto en el pecado; superó todos los dolores, las oposiciones y los desengaños que tan fácilmente nos fatigan. Sin embargo, cada minuto de sus días estaba lleno de trabajo agotador. La gente lo asaltaba ininterrumpidamente con sus problemas, penas y necesidades, desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche. Entre ellos ha «trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (Is. 49:4).
¡Cuánto, estas solicitaciones, debió cansarlo físicamente, pues tenía un cuerpo humano como el nuestro! Después de un día así, dormía tan profundamente en la popa de una barca que ni siquiera la tormenta pudo despertarle (Marcos 4:35-41).
El hecho de que no estuviera cansado interiormente se debía sin duda a que no se preocupaba por nada. Mientras que a menudo todo se convierte en una preocupación para nosotros, todo era para Él una ocasión para orar; todo lo convertía en objeto de comunión con el Padre. Sí, estaba continuamente en oración (Sal. 109:4); una constante dependencia de Dios y una inquebrantable confianza en Él caracterizaban al Hijo del hombre. Nada podía interponerse entre él y Dios. Su paz y su gozo en Dios eran “tan profundos como un río” que nada puede interrumpirlos. El Espíritu dice de él en el Salmo 110:7: «Del arroyo beberá en el camino, por lo cual levantará la cabeza».
La preocupación que tantos padres tienen por sus hijos también formaba parte de la experiencia de Jesús. Con sus doce discípulos, ¿no formaba el Señor una especie de familia? Eran sus amigos y confidentes: tenían dulces comunicaciones juntos y entraban con la multitud en la casa de Dios (Sal. 55:13-14). Los protegió y los guardó (Juan 17:12). Había designado a los doce «para que estuviesen con él» y «para enviarlos…» (Marcos 3:14). Los condujo cuando estaban agotados (Marcos 6:31). Cada uno fue objeto de su fiel amor y cuidado.
Qué gran dolor para el Señor ver cómo uno de ellos se aleja cada vez más de Él, convirtiéndose primero en un ladrón y, finalmente, en el que le traicionó por unas pequeñas piezas de plata. Judas escuchó las mismas palabras que sus compañeros y vivió como ellos a la luz del ejemplo perfecto de Jesús. Pero el Iscariote no se dejó detener en su camino a la perdición.
Sin embargo, el Maestro no se cansó de esforzarse en favor de Judas. A pesar de que lo sondeaba plenamente y sabía lo que la Escritura preveía sobre su fin, no lo apartó de los demás. Lo hizo participar, como a ellos, de la plenitud de su amor, de su gracia y de su verdad. Incluso en las últimas horas antes de la traición, el Señor comió la Pascua con él; e incluso lo llamó amigo.
¡Qué estímulo para los padres de hijos que van por su propio camino, para no abandonarlos, sino para estar siempre atentos a su salvación y bienestar espiritual, perseverando también en la intercesión por ellos! A diferencia de Judas, los hijos de padres creyentes son «santos» (1 Cor. 7:14). Por amor a los padres, Dios cuida especialmente de sus hijos, para atraerlos hacia Él.
Comparada con la hostilidad de los judíos hacia los hebreos creyentes, la contradicción que el Señor tuvo que soportar diariamente de los pecadores contra Él mismo fue aún mayor. La vida eterna, que estaba con el Padre, se manifestó plenamente (1 Juan 1:1-2). Él era la luz que vino al mundo, pero los hombres odiaron esa luz porque sus obras eran malas (Juan 3:19-21). Los dirigentes del pueblo trataron de deshacerse de este fiel testigo de la verdad desde el principio de su servicio.
¿Cómo se comportó el Señor frente a esta creciente oposición? ¿Retenía las palabras de la verdad de su boca cuando preveía que provocarían una reacción hostil? ¿Diluía su mensaje o lo acomodaba a las mentes carnales de sus oyentes? No, nunca. ¿Cómo habría podido obrar así él, quien es la «verdad»? Incluso cuando las sombras de la cruz se cernían cada vez más claramente en su camino, exponía sin miedo toda la hipocresía de los líderes religiosos (Mat. 23). Solo le movía el deseo de glorificar al Padre en la tierra; tenía sed de la salvación de los pecadores, el celo por la Casa de Dios le consumía (Sal. 69:9; Juan 2:17).
«Predica la Palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo» (2 Tim. 4:2): Estas palabras del apóstol a Timoteo valen también para nosotros, a quienes el Señor ha anunciado: «El siervo no es mayor que su señor. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán; si han guardado mi palabra, guardarán también la vuestra» (Juan 15:20).
¡Qué celoso y fiel era también Jesús en su servicio! Aunque fue rechazado desde el principio y no fue recibido por los suyos (Lucas 4:29; Juan 1:11), desempeñó plenamente su servicio entre el pueblo hasta la hora de su sufrimiento. Y, en la cruz, completó todo lo que tenía que hacer ofreciéndose para salvar a los hombres pecadores y enemigos.
La feroz oposición a la que se enfrentaba su servicio, especialmente en Jerusalén, ciertamente le dolió profundamente. Un día hizo esta dolorosa queja: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise cobijar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!» (Lucas 13:34). Del mismo modo, les tuvo que reprochar su incredulidad a las ciudades de Galilea, donde habían tenido lugar la mayoría de sus milagros. Pero después levantó los ojos y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque esto es lo que has encontrado bueno ante tus ojos» (Mat. 11:20-30). Se alegraba cuando alguno de los cansados y agobiados, los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a Él. Ellos formaban el pequeño «rebaño» que lo rodeaba al final de su servicio en la tierra. Anticipaba los días en que construiría su Asamblea y, al final, el momento en que todas las cosas, con toda la tierra, le serían entregadas (Mat. 11:27).
Con qué notable exactitud predijo el profeta Isaías, por el Espíritu, la maravillosa conducta del siervo perfecto (véase Is. 49:4-6).
¿Cómo, entonces, podemos cansarnos en el servicio al Señor porque ese servicio puede parecer que da tan poco fruto? Esperemos el día en que Él manifestará lo que ha hecho a través de nosotros. Entonces habrá una recompensa por la fidelidad con la que hayamos trabajado con la mina confiada por el Señor.
A todos aquellos que, por la razón que sea, se han dejado ganar interiormente por el cansancio, el Espíritu Santo les dirige este mensaje: «¡Fijos los ojos en Jesús!». Esto da, al que no tiene fuerza, un nuevo valor para imitar su perfecto ejemplo. No hay mejor remedio contra el cansancio.
2 - «¡No temas!»
Prácticamente, todo ser humano conoce el miedo. Como criatura débil con medios de acción limitados, se enfrenta constantemente a circunstancias adversas que son demasiado poderosas para él y que además no puede prevenir. Teme la enfermedad y la muerte, se preocupa por su existencia y su paso en esta tierra, y teme el espectro de la guerra que, para él, toma pronto una forma tangible, y luego se desvanece de nuevo según las noticias que escucha o lee.
Para el cristiano se añaden otras circunstancias agravantes: es odiado por el mundo e incluso perseguido cuando sigue fielmente a su Señor y lo sirve. Si antepone los intereses del reino de Dios a los suyos propios, la preocupación constante por la obra del Señor y el testimonio colectivo de los suyos también pesa sobre sus débiles hombros.
¿Cómo puede seguir adelante con valentía con una carga tan pesada? El Señor le dice: «No temas; cree solamente» (Marcos 5:36).
El hombre natural solo conoce las cosas visibles. Confía exclusivamente en los recursos terrenales: en su propia fuerza y sabiduría, en sus capacidades, en sus relaciones con hombres influyentes y cosas similares. Su corazón se ha alejado de Dios y hace de la carne «su brazo». ¿Cuál es la consecuencia de esto? La Palabra dice de tal hombre: está «maldito». Busca ayuda y, sin embargo, «no verá cuando viene el bien» (Jer. 17:5-6).
En esto se parece al siervo de Eliseo en Dotán, que al principio no veía más que «caballos, y carros, y un gran ejército» que lo «sitiaron», y gritó angustiado: «¡Ah! Señor mío, ¿qué haremos?» (2 Reyes 6:14-17).
Para Eliseo, su señor, era muy diferente. Los ojos de este hombre de fe tenían una dirección distinta. Por eso pudo decir a su siervo: «No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos». En el poder del Espíritu, veía la montaña llena de caballos y carros de fuego a su alrededor. Su siervo estaba lleno de ansiedad y miedo al ver los relucientes ejércitos enemigos que se acercaban. Pero en cuanto a él, una paz celestial y una valentía de origen divino lo llenaban en presencia del infinitamente más poderoso ejército del cielo que lo rodeaba y permanecía oculto a la vista natural.
¿Por qué los creyentes tenemos tantas veces miedo y vemos que derrotas inevitables se ciernen sobre nosotros?
¿No estamos en ese estado cuando vivimos con los ojos demasiado fijos en las cosas visibles y demasiado poco en las que se disciernen por la fe? Gemimos al comprender que nuestro cuerpo es sensible al dolor, nos quejamos al pasar por las circunstancias de esta tierra, nos entristece demasiado la visible decadencia del testimonio cristiano, y quizás incluso seguimos con ansiedad el desarrollo de los acontecimientos políticos. Y con esto descuidamos nuestra relación con Dios y el permanecer cerca de Jesús. ¿No es de extrañar, entonces, que la luz y el poder del santuario falten en el momento oportuno? Esa luz no puede llenarnos y calentarnos si solo accionamos el interruptor de emergencia de vez en cuando, si nuestra relación con el Señor se limita a llamadas de auxilio esporádicas.
«La comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto» (Sal. 25:14), que viven habitualmente en el santuario. Por eso encontramos en la Palabra de Dios tantas invitaciones, indicaciones y ejemplos para caminar por la fe, para ver lo invisible: «La fe es… la convicción de las realidades que aún no se ven» (Hebr. 11:1). «Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de nuestra fe» (Hebr. 12:1-2). «No fijando nuestros ojos en las cosas que se ven, sino en las que no se ven» (2 Cor. 4:18). «Andamos por fe, no por vista» (2 Cor. 5:7). «Por la fe estáis en pie» (2 Cor. 1:24). «Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios» (Gál. 2:20). «El justo vivirá por la fe» (Hebr. 10:38). «Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto; en quien aun sin verle, creéis, y os alegráis con gozo inefable y glorioso» (1 Pe. 1:7-8).
Que Dios nos conceda la gracia de no cerrar voluntariamente los ojos de la fe, que él mismo ha abierto, para que no solo en «Dotán», sino a lo largo de toda nuestra vida en la tierra, podamos seguir adelante, fijando nuestra mirada en Jesús, con valor, fuerza y gozo.
En todas las circunstancias de la vida, a las que el creyente puede verse enfrentado, la Palabra le pone delante un «¡No temas!» Veamos con más detalle algunos de estos pasajes.
«No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti» (Is. 43:1-2)
Esta es principalmente una palabra de aliento para el remanente judío creyente que pasará por la gran tribulación en los días previos al establecimiento del reino.
Pero cada creyente de hoy también puede atribuirse esta maravillosa promesa palabra por palabra. Es redimido del juicio y sacado de toda esclavitud. Tiene una relación personal, indisoluble con Dios, el Padre y con el Señor Jesús. Ha sido comprado para Dios, por la sangre de Jesús, y le pertenece. ¿Es concebible que Dios, cuya fidelidad inmutable es un rasgo característico, pueda a veces olvidarlo o descuidarlo?
Un corazón asustado, que sufre en medio de tribulaciones y pruebas, puede sentirse a veces abandonado. Y pensando en los hermanos perseguidos de nuestros días, quizá muchos dejen escapar un suspiro: “¿Por qué no interviene el Todopoderoso?”
Pero son precisamente los sufrimientos y las aflicciones los que purifican al creyente de todos los pensamientos terrenales y mundanos, para que las alas de su fe puedan volver a desplegarse. Estas pruebas elevan el espíritu del creyente al corazón de Dios. ¿Y qué encuentra allí? Un consuelo sobreabundante en la certeza: «¡Está conmigo!» ¿Debe atravesar las aguas y hasta los ríos? ¿Debe atravesar el fuego o la llama del sufrimiento que lo envuelve? Dios velará para que sea simplemente purificado por este medio, pero nunca será sumergido o quemado, y mucho menos consumido. Y si, sin embargo, «la tienda» en la que se encuentra su alma o su espíritu es destruida, puede decir: tengo «un edificio de Dios, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos» (2 Cor. 5:1).
El que camina por la fe no debe tener miedo en el camino que Dios lo conduce. Porque aprende a gloriarse incluso en las tribulaciones que puedan sobrevenirle. Crean en su corazón caminos hechos para Dios, para que el alma pueda tener experiencias preciosas de su inefable bondad y fidelidad, así como de su tierno cuidado. ¡Qué ganancia! Nada, absolutamente nada, «Podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rom. 8:31-39).
«No temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas» (Josué 1:9)
Esta palabra de aliento estaba dirigida a Josué, a quien Dios había puesto ante una gran tarea. Debía conducir a Israel a Canaán, destruir a los poderosos enemigos que vivían allí, tomar posesión de la tierra prometida y distribuirla como herencia a las doce tribus. ¡Cuánto podría haber retrocedido Josué al pensar en estos enemigos, así como al ver al pueblo rebelde y obstinado que había llegado a conocer a fondo durante los últimos 40 años y al que había oído murmurar y amenazar innumerables veces!
¿No es como si Dios, en su gracia, pusiera aquí su mano sobre la cabeza de Josué y volviera su rostro de las cosas visibles hacia Él? Yo soy Jehová que hizo tantos milagros en Egipto, en el mar y en el camino. Os acompañé en la nube, os ayudé con una fidelidad que nunca se enfrió y os protegí. Yo soy el que te envía y soy el que está contigo. No te dejes aterrorizar y no tengas miedo.
¿No tenemos la tarea de ayudar al pueblo actual de Dios a tomar posesión de la vasta tierra de bendiciones espirituales en los lugares celestiales? En esta tarea, ¿estamos desanimados porque hemos encontrado poca audiencia y eco y porque el enemigo, que es excesivamente poderoso, se ha opuesto a nosotros? ¿Queremos dejar las armas?
Levantemos los ojos hacia arriba. Si Dios nos ha confiado un servicio, Él está con nosotros en todos los caminos que nos llama a seguir. ¡Qué promesa! «Solamente esfuérzate y sé muy valiente», confiando en él, «para cuidar de hacer conforme a toda la ley… Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él» (Josué 1:7-8).
El apóstol Pablo nos recuerda: «Hermanos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza… Vestíos de toda la armadura de Dios… para que podáis resistir en el día malo y, después de haber superado todo, estar firmes» (Efe. 6:10-13). Pablo también tuvo momentos de desánimo, pero el Señor le dijo: «No temas, sino habla, y no calles, porque yo estoy contigo…» (Hec. 18:9-10).
Puede que el éxito de nuestros esfuerzos no sea visible, pero busquemos, sobre todo, con santo celo, la aprobación del Señor que asigna tareas a los suyos.
«¡No temas, pequeño rebaño!» (Lucas 12:32)
El Señor dirigió estas palabras a sus discípulos, que en aquel momento eran solo un puñado del pueblo, un «pequeño rebaño». Pero ellos representaban la parte creyente del pueblo, a la que el Padre dará un día el «reino».
Después de la resurrección del Señor y el descenso del Espíritu Santo, los discípulos, junto con todos los que creyeron en Jesús, formaban la «Asamblea de Dios» en esta tierra –para los hijos del mundo una cosa insignificante y despreciable, pero para el Señor «el tesoro» en el campo de este mundo y la «perla de gran precio» por la que vendió todo lo que tenía (Mat. 13:45-46). La «Asamblea», formada por todos los creyentes de esta tierra, ha permanecido hasta hoy como un «pequeño rebaño» entre los hombres. El hecho de que pueblos enteros se adhieran hoy al cristianismo no cambia esta realidad. En medio de ellos, también, la «asamblea» de creyentes no es más que una pequeña y despreciada minoría. A lo largo de los siglos, también en los países «cristianizados», sus pequeñas reuniones han sido a menudo difamadas y perseguidas, especialmente cuando se han separado del mundo en fiel dependencia del Señor y de su Palabra.
¿Podría la Asamblea sucumbir al ataque combinado del enemigo y del mundo y desaparecer? ¡Nunca! El Señor dijo: «sobre esta Roca» –que es Cristo, el Hijo del Dios vivo– «edificaré mi iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18).
«Dos o tres» reunidos en un lugar en el nombre de nuestro Señor son suficientes para que Él venga en medio de ellos (Mat. 18:20). Este número, ¿nos es también suficiente para que nos tomemos en serio el mantenimiento del testimonio local? Que el Señor nos conceda la gracia de elevarnos siempre por encima de las cosas visibles por la fe y de aprender a mirar la «Asamblea» con el corazón de Cristo.
Ciertamente, tenemos razones para lamentarnos por la ruina de la cristiandad, así como por el débil estado, en muchos lugares, del testimonio del único Cuerpo de Cristo. Debemos profundamente humillarnos ante el Señor. Si producimos «digno fruto de arrepentimiento» (Mat. 3:8), Él puede conceder un avivamiento y añadir más testigos a los «dos o tres». Pero ¡cuidado! Permanecer desanimados ante nuestro propio fracaso y a la debilidad de nuestros hermanos sería incredulidad. Solo mirando al Señor y a su poder se fortalecerán nuestras manos para nuestro bien. Solo entonces nos levantaremos y podremos decir: «¡Levantémonos y edifiquemos!» (Neh. 2:18).