Índice general
La Iglesia del Dios viviente
Autor: Tema:
(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
¿Habrá necesidad de abordar este tema? ¿No hay ya suficientes buenos libros sobre este tema? Ciertamente. Tal vez estén en su biblioteca, pero qué pocos son los que se toman la molestia de buscar y estudiar estos escritos.
«Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Efe. 5:25). Y nosotros ¿solo vamos a ocuparnos egoístamente de nuestra propia salvación? ¡Que nuestro corazón se ensanche para abarcar a todo el pueblo de Dios! Lo que es querido para nuestro Señor ha de ser igualmente apreciado por nosotros. Además, cada uno de nosotros tiene una parte de responsabilidad en cuanto al testimonio local, así como en cuanto a toda la Iglesia de Dios en la tierra.
En el curso de nuestras reflexiones, será útil comparar los pensamientos de Dios sobre este asunto con los de los hombres de la cristiandad actual.
1 - No se trata de «nuestra» iglesia
Subrayemos esto en primer lugar. No estamos describiendo aquí los estatutos de alguna comunidad cristiana, la cual, con un hermoso nombre bíblico quiere colocarse al lado o aún por encima de otras comunidades cristianas. Sin embargo, en este artículo utilizaremos siempre la palabra «iglesia» en el sentido que Dios le da. Él tiene constantemente a su pueblo entero ante sus ojos.
2 - ¿Desde cuándo existe la Iglesia de Dios?
En su amor para con los hombres, Dios siempre deseaba habitar entre ellos. Pero ¿cómo podía él, el Santo, morar en medio de pecadores?
Santificó para sí al pueblo de Israel de entre todas las naciones de la tierra, y les dijo: «Pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26:11-12). No obstante, había una condición para esto: Era preciso que Israel anduviere en Sus decretos, que guardare sus mandamientos y que los pusiere por obra (Lev. 26:3). Sin embargo, ¿qué sucedió? El profeta Isaías tuvo que lamentarse: «Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios» (Is. 59:2). El pueblo llegó hasta a crucificar a su Mesías. Finalmente, rechazó también el testimonio del Espíritu Santo al Señor resucitado y, con eso, la oferta de la gracia de Dios. Ello terminó con la ruptura de las relaciones de Dios con su pueblo.
Pero ¡qué maravillosa es la gracia de Dios! ¡En el momento que las tinieblas morales más espesas cubrían el mundo, cuando el Hijo de Dios era rechazado, la luz del amor de Dios empezó a brillar con sus rayos más gloriosos! Cuando Jesucristo hubo ofrecido el único sacrificio perfecto por los pecados (Hebr. 10:10, 12), Dios realizó otro consejo de su voluntad. Empezó a congregar para sí, de entre todas las naciones de la tierra, un pueblo de hombres, salvados y nacidos de nuevo por la fe en Jesucristo. ¡Su meta era llevarlos a su santuario celestial y morar con ellos eternamente!
Tal era «el misterio escondido desde los siglos en Dios» (Efe.3:9; Rom. 16:25-26). Nada de todo esto había sido revelado en el Antiguo Testamento. Sin embargo, si se conocen las revelaciones del Nuevo Testamento, se pueden encontrar en los libros del Antiguo Testamento alusiones e imágenes a este misterio.
2.1 - El Señor Jesús revela el misterio de la Iglesia
En Mateo 16:18 se menciona «la Iglesia» por primera vez. Su formación era inminente, y el Señor dijo a Pedro: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia».
Dicho sea de paso, Pedro (del griego «petros» = piedra) no puede en ningún caso ser la roca (del griego «petra») sobre la cual el Señor quería edificar su Iglesia (o su Asamblea). Cristo mismo es esta roca, esta «petra» (Rom. 9:33; 1 Cor. 10:4). Él es la preciosa piedra del ángulo de la cual Pedro mismo habla diciendo: «Acercándoos a él, piedra viva… vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual» (1 Pe. 2:4-7).
2.2 - El nacimiento de la Iglesia
En el día de Pentecostés llegó el acontecimiento tan importante para el corazón de Dios, para el Señor y todos los suyos: el principio de la Iglesia (Hec. 2). Los creyentes estaban todos unánimes juntos en el mis-mo lugar, y fueron todos bautizados en un cuerpo por el Espíritu Santo (1 Cor. 12:13) bajando «de repente» del cielo. Ellos, quienes hasta entonces se habían apegado cada uno individualmente al Señor, ¡formaban en adelante todos juntos el cuerpo indisoluble de Cristo!
3 - ¿Quién pertenece a la Iglesia de Dios?
La expresión griega «ekklesia», traducida por «iglesia», significa «llamado fuera de». Se trata pues de una corporación de personas a quienes Dios ha llamado por el evangelio de su gracia a salir fuera del mundo hacia él. Obedecieron a esta buena nueva y, mediante una fe viva, aceptaron al Salvador y Redentor que anuncia. Son ahora «santificados», «llamados a ser santos» (1 Cor. 1:2) en Cristo Jesús. «Dios visitó… a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre» (Hec. 15:14). Por eso la Iglesia de Dios, y cada individuo que le pertenece, tiene que realizar esta separación del mundo en su marcha práctica.
3.1 - El Señor añade a la Iglesia
En las asociaciones del mundo, los hombres deciden si aceptan a otras personas, y, si es así, a cuáles. Pero en lo que se refiere a la «Iglesia de Dios», a este organismo vivo, el Señor exclusivamente es quien añade a los individuos (Hec. 2:47). La iglesia misma, como lo veremos más adelante, tiene la sola responsabilidad de examinar si una persona que desea entrar en comunión práctica con ella ha sido realmente añadida por el Señor, y si corresponde al carácter de una persona «llamada fuera» del mundo.
Hoy en día sigue siendo lo mismo: cada persona que el Señor agrega es «sellada con el Espíritu Santo» (Efe. 1:13). Por eso, tiene parte en el «bautismo del Espíritu Santo» que tuvo lugar en el día de Pentecostés; y constituye, con todos los creyentes, el cuerpo de Cristo en la tierra.
3.2 - Los creyentes son añadidos al Señor
También es importante subrayar que los redimidos son añadidos al Señor mediante la acción del Espíritu de Dios, y no a un grupo cualquiera de creyentes (Hec. 5:14; 11:24). Es evidente que cada uno tiene que ser dependiente de él, y estarle sometido.
3.3 - Sacado del pueblo judío y de las naciones
Solamente al apóstol Pablo le fue revelada la doctrina del misterio de Dios relativa a la Iglesia, aunque ella había empezado su existencia ya desde el día de Pentecostés. El centro de este misterio es «que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (Efe. 3:1-12).
Nos hemos acostumbrado a esta verdad. No obstante, esto no aminora de ninguna manera la fuerza y el sentido de esta realidad. Durante muchos siglos, Israel había sido el único pueblo de la tierra con el cual Dios había hecho alianza. Dios estaba en relación con él, y lo llamaba «su pueblo». Solamente entre los que habían sido circuncidados hizo su habitación. La Palabra de Dios les fue confiada. Únicamente entre Dios y ellos fueron establecidas las alianzas de la promesa (Rom. 3:2).
Sin embargo, las naciones estaban «alejadas de la ciudadanía de Israel». Estaban «ajenas a los pactos de la promesa». Estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efe. 2:12).
Ahora, en Cristo, «la pared intermedia de separación» que hasta entonces rodeaba a Israel ha sido derribada. Cristo reconcilió con Dios a ambos –Israel y las naciones– en un solo cuerpo. Los creyentes de estos dos grupos tienen ahora, «por medio de él… entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efe. 2:11-22). En adelante, ya «no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos» (Col. 3:11).
3.4 - Las llaves del reino de los cielos
El Señor dijo a Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos» (Mat. 16:19).
¿Cuándo utilizó Pedro estas llaves? La primera vez fue en Pentecostés, y en los días siguientes. Pedro abrió la entrada al reino de los cielos al pueblo de Israel mediante la predicación del arrepentimiento y del Evangelio de Cristo resucitado. Pero este «reino de los cielos» terrestre todavía no se ha manifestado, ya que Israel rechazó a su Mesías (Hec. 2 y siguientes). Aquellos creyentes fueron entonces añadidos a la Iglesia de Dios, cuyo llamamiento es celestial.
Pedro debía utilizar estas llaves también para las naciones (Hec. 10). No lo hizo espontáneamente ya que no estaba enteramente librado de los prejuicios judaicos y aún no había entendido los grandes cambios en los caminos de gracia de Dios. El Señor tuvo que explicárselo primeramente mediante una visión. Mientras Pedro anunciaba el Evangelio al romano Cornelio y a todos los que estaban en su casa, el Espíritu cayó públicamente sobre todos los que escuchaban la Palabra. Así fue cómo los creyentes de las naciones también fueron añadidos a la Iglesia de Dios de manera oficial.
3.5 - Una particularidad de la Iglesia de Dios
En el mundo, cuando unas personas se encuentran en un lugar con un objeto preciso, forman un agrupamiento durante el tiempo en que están juntas, aunque sea por poco tiempo. Cuando se separan, el agrupamiento cesa de existir.
Ocurre de distinto modo en la Iglesia de Dios. Este organismo subsiste de manera ininterrumpida desde el día en que fue creado, o sea desde el tiempo de los apóstoles hasta el momento en el cual será introducido en el cielo. Los creyentes en la tierra pueden estar separados por miles de kilómetros, y no tener la oportunidad de hallarse juntos; no por eso dejan de formar «la Iglesia de Dios», unidos por lazos íntimos e indestructibles.
4 - Unas preguntas
4.1 - La cristiandad de hoy en día ¿es «la Iglesia de Dios»?
La respuesta es ¡indudablemente no! Cada uno de nosotros sabe en efecto que solo una pequeña parte de los que hoy en día dicen que son cristianos han sido verdaderamente añadidos a «la Iglesia de Dios» por el Señor. Solamente «los santificados en Cristo Jesús» forman parte de ella (1 Cor. 1:2). Cristo «vino a ser autor de eterna salvación» únicamente «para todos los que le obedecen» (Hebr. 5:9). Dios ha dado el Espíritu Santo únicamente «a los que le obedecen» (Hec. 5:32). Pero «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Romanos 8:9).
4.2 - ¿Cuáles son las consecuencias de la mezcla entre creyentes y no creyentes en la cristiandad?
La alianza entre los que son «llamados fuera» del mundo y los que, según la apreciación de Dios, pertenecen todavía al mundo tiene por consecuencia que los primeros pierden el carácter de su llamamiento celestial y se hacen mundanos. A causa de esta mezcla, hay confusión en la cristiandad entre justicia e injusticia, luz y tinieblas, lo que es puro y lo que es impuro, la verdad y la mentira, el templo de Dios y los ídolos. ¡Cuántos desastres resultaron de esto!
4.3 - Hoy en día ¿ya no es posible hacer una realidad práctica de la Iglesia de Dios?
A todos los que pertenecen a su Iglesia, Dios dirige un serio llamamiento: «Salid de en medio de ellos (de en medio de los incrédulos y de los que profesan ser cristianos y que no tienen vida eterna), y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor. 6:14-18). Es el primer paso en el camino de la realización práctica de la Iglesia de Dios. (Hallaremos más enseñanzas respecto de esto en las Escrituras).
4.4 - ¿De dónde vino la dispersión actual de la cristiandad en tantas iglesias, comunidades y sectas?
Este movimiento de dispersión se propagó particularmente en los siglos XIX y XX. Por una parte, lo que el apóstol Pablo había anunciado se repite: «De vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hec. 20:30).
Por otra parte, en tiempos de espesas tinieblas espirituales, creyentes serios conducidos por hombres fieles a quienes Dios había utilizado para su bendición, se juntaron en iglesias y comunidades independientes. Recordemos sencillamente lo que pasó durante la Reforma o el despertar del siglo XIX. Estos creyentes no pensaban en realizar la verdad divina de «la Iglesia de Dios» tal como nos es presentada en el Nuevo Testamento de una manera tan clara y sencilla. La comprensión de estas cosas había de hecho desaparecido por completo de la cristiandad.
4.5 - ¿Cómo pues llegó la cristiandad al nefasto estado actual?
Tal vez podemos resumir la historia de la Iglesia durante estos 20 siglos pasados por las frases siguientes:
Los creyentes dejaron su «primer amor» por el Señor (Apoc. 2:4). No guardaron la palabra del Señor, al contrario de la iglesia que estaba en Filadelfia (Apoc. 3:8). Soportaron a los malos, y toleraron el mal en vez de purificarse de ellos, tal como tuvo lugar al principio (Hec. 5:1-11). Hicieron poco caso de los principios divinos e instauraron en su lugar numerosos reglamentos y mandamientos de hombres, así como falsas doctrinas.
5 - Imágenes diversas de la Iglesia
A fin de enseñarnos a conocer la Iglesia del Dios viviente como Él la ve, y de permitirnos considerarla bajo todos sus aspectos, Dios nos dio diversas imágenes de ella en su Palabra. Ahora quisiéramos mirar más de cerca algunas de estas imágenes, que expresa cada una un aspecto particular de los pensamientos de Dios. A causa de la falta de lugar, nuestras explicaciones estarán incompletas [1].
[1] Nota del Editor: Los lectores que quisieran profundizar con más detalle estas importantes verdades pueden llevar a cabo un curso bíblico gratis sobre la Iglesia o Asamblea, escribiendo a Creced para recibir la primera lección.
5.1 - Columna y baluarte de la verdad (1 Tim. 3:15)
¿Dónde se puede hallar en este vasto mundo «la verdad» —la verdad en cuanto a Dios, en cuanto al origen y al fin de la vida, en cuanto a las relaciones del hombre con Dios, en cuanto al estado moral del hombre, en cuanto a la salvación que Dios le quiere dar, en cuanto al porvenir hacia el cual se dirige el mundo—? Solo en la Iglesia de Dios. Ella reconoce que las Santas Escrituras son la palabra de «verdad», y la anuncia (Juan 17:17). Está fundada sobre la roca, que es Jesucristo, «la verdad» misma (Juan 14:6). El Espíritu Santo, «el Espíritu de verdad» habita en ella, pero el mundo no lo puede recibir (Juan 14:16-17).
Aun cuando los creyentes actuales estén marcados por la debilidad y la infidelidad, la Iglesia, que incluye a todos los redimidos, sigue sin embargo anunciando la verdad en este mundo, como lo haría una columna dotada de un pedestal, sosteniendo y poniendo en evidencia una imagen.
La verdad, pues, en cuanto a los temas citados no se puede hallar en los hombres de este mundo que están lejos de la presencia de Jesucristo, que no tienen el Espíritu Santo y que rechazan o menosprecian la Palabra de Dios. Que los jóvenes que se dejan impresionar fácilmente por la sabiduría del mundo tomen esto en cuenta.
5.2 - El pastor y su rebaño (Juan 10)
El Señor Jesús como Buen Pastor, en esta figura de la Iglesia de Dios, se halla en primer término. Dio su vida por las ovejas. Es la puerta de las ovejas. Si alguien entra por Él, «será salvo». Porque el Buen Pastor ha «venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia».
En adelante hay una relación personal entre este «Príncipe de los pastores» (1 Pe. 5:4) y cada una de sus ovejas. Sus ovejas oyen y conocen su voz. Cada una de sus ovejas la «llama por nombre». Él dice: «conozco mis ovejas, y las mías me conocen». Esta imagen contiene aún otra cosa: Todos los que anteriormente eran «como ovejas descarriadas», pero que ahora tienen esta relación personal con el Buen Pastor, ¡forman un rebaño con un Pastor! Comprende tanto las ovejas del redil judío como las de las naciones (Juan 10:16). El pastor hace descansar el rebaño en «lugares de delicados pastos» y pastorea el rebaño «junto a aguas de reposo» (Sal. 23:2). A una oveja que se aleje del rebaño le costará mucho trabajo hallar los delicados pastos. Es la prueba de que no escucha la voz del Buen Pastor. Cualquiera que diga: «Mi pastor me basta, ¡no me hace falta el rebaño!» gozará muy poco de las bendiciones incomparables descritas en el Salmo 23. El Buen Pastor está al lado del rebaño. Allí hay alimento, bebida, protección y cuidados pastorales.
Cuando, en el Cantar de los Cantares, la amada le pregunta a su esposo: «Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía», recibe la contestación siguiente: «Ve, sigue las huellas del rebaño» (Cant. 1:7-8). En el lenguaje del Nuevo Testamento, se diría: Ve, escudriña la Palabra y busca los pensamientos de Dios respecto de «mi Iglesia», ¡y sigue sus instrucciones!
5.3 - El Cuerpo de Cristo
En las epístolas se habla varias veces de la Iglesia como del cuerpo de Cristo. Lea: Romanos 12:5; 1 Corintios 10:16-17; 12:1-31; Efesios 1:22-23; 4:4, 12, 15-16; 5:23, 29-30; Colosenses 1:18, 24; 2:19; 3:15.
¿Qué quiere Dios hacernos entender mediante esta figura? En primer lugar, que la Iglesia no es una organización.
5.3.1 - ¿Qué entendemos por organización?
Solo Dios puede crear organismos como las plantas, los animales o los seres humanos. Tales organismos se hallan compuestos de varios miembros vivos que contribuyen cada uno a su crecimiento y prosperidad mutuos. Los hombres no pueden producir semejantes organismos. Sí son capaces de construir máquinas y aparatos en los cuales cooperan mecánicamente muchas piezas que ellos mismos fabricaron anteriormente. Pero, en cuanto a esto, no se puede hablar más que de organización. Una máquina no es un ser vivo. Sus diferentes partes no se pueden renovar unas a otras.
Cuando los hombres forman entre sí asociaciones o sociedades, estas continúan siendo solo organizaciones. Los miembros están ciertamente vivos y tienen más o menos los mismos intereses. Pero no es Dios el que formó estas corporaciones. No las ligó entre sí mediante Su aliento. No son, pues, ni un conjunto vivo, ni un organismo.
5.3.2 - Las organizaciones eclesiásticas
A lo largo de su historia en la tierra, siempre los hombres han intentado ejercer su talento de organizadores en la esfera eclesiástica. En el curso de los siglos, no se dejaron de crear nuevas iglesias o comunidades. Ahora bien, todo lo que es nuevo entusiasma al hombre natural. Se empieza por una nueva profesión de fe particular, luego se da un nuevo nombre, y un reglamento propio a la comunidad, según el cual toda la vida eclesiástica debe desarrollarse. Cualquiera que desee formar parte de ella, tiene que someterse a esta organización exterior y a los hombres que la presiden. En ciertas iglesias, ni siquiera se pregunta si tal persona anda en el camino de la fe, posee la vida eterna, y si está en relación íntima con Cristo y los demás «miembros». En tales organizaciones, los «creyentes de afuera» no tienen nada que decir y no pueden ejercer sin permiso ninguna función ni ningún servicio.
5.3.3 - La Iglesia de Dios es un «organismo»
En contraste con una «organización» humana, este «organismo» nació como un ser vivo. En el día de Pentecostés, todos los creyentes fueron bautizados por un solo Espíritu en un cuerpo (Hec. 2; 1 Cor. 12:13). Desde ese día, la Iglesia existe como un cuerpo vivo. Desde entonces cada persona que nace «de agua y del Espíritu» (Juan 3:5) y así pasa por el nuevo nacimiento, es añadida a este cuerpo sin haber hecho ninguna cosa. Antes de darse cuenta de lo que le ha sucedido, ya está en el terreno de la vida nueva, en una relación indisoluble con el cuerpo de Cristo que está animado con la misma vida. En adelante esta persona es un miembro vivo de este organismo, y continúa siéndolo. No puede salir de él.
5.3.4 - ¿Cómo funciona el Cuerpo de Cristo?
La Palabra de Dios utiliza el ejemplo del cuerpo humano para explicárnoslo (1 Cor. 12). El Creador ha atribuido un lugar a cada miembro del cuerpo humano, a fin de que cumpla la tarea particular que le ha sido confiada. Si a unos miembros o unos órganos se les ocurriera querer intercambiar sus lugares, resultaría un gran desorden que conduciría a la ruina del cuerpo. No, cada miembro se queda en su lugar y vive como el Creador lo quiso. La cooperación ideal de todos los miembros solo es posible de esta manera, y será para la prosperidad del cuerpo entero. Basta que un solo miembro desfallezca para que aparezcan ya debilidad, sufrimiento y enfermedad.
Ocurre lo mismo en el cuerpo de Cristo. Dios ha colocado cada miembro (1 Cor. 12:18) para que desempeñe su función, aunque sea escondida, sobre la base del don de gracia que ha recibido, y en coordinación con el trabajo de los demás miembros. Cada uno debe tomar el lugar que Dios le ha atribuido como miembro vivo del cuerpo, y tiene que cumplir su tarea en obediencia, impulsado por la fuerza del amor (1 Cor. 13). Así es como «todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Efe. 4:16). En otro contexto, hablaremos de la naturaleza de los varios dones y de cómo se ejercen.
Pero ahora llegamos al segundo punto, el más importante en esta imagen del cuerpo de Cristo.
5.3.5 - Cristo es la Cabeza del Cuerpo
La muerte, la resurrección y la glorificación de Cristo a la diestra de Dios eran las condiciones preliminares a la formación de la Iglesia (Efe. 1:20-23). Sin la cabeza, o sea sin Cristo, los miembros y el conjunto del cuerpo nunca hubieran sido formados. Cuando la obra de la redención fue cumplida, y Cristo, en la condición de hombre, fue alzado «sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra», solo entonces el Espíritu Santo bajó para bautizar a todos los creyentes en un solo cuerpo.
Al mismo tiempo, Dios dio a Cristo «por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo». ¿No es un pensamiento conmovedor para nuestros corazones? Cristo necesitaba –lo decimos con respeto– «la plenitud» o un complemento por medio de la Iglesia, a fin de que Cristo, cabeza y cuerpo, pudiera aparecer. De la misma manera, según los pensamientos de Dios, el primer hombre, Adán, no fue completo sino cuando recibió a su mujer Eva.
5.3.6 - La Cabeza gobierna a los miembros de su Cuerpo
Por medio de la cabeza, el hombre pone sus miembros en movimiento, mediante la red de nervios. Cristo dirige a los miembros de su cuerpo celestial (pero que está en la tierra) por medio del Espíritu Santo que habita en cada uno de los suyos. Cada miembro está puesto directamente bajo la autoridad de la cabeza, y es responsable delante del Señor de desempeñar en el buen momento la función para la cual desea emplearle. Nosotros, criaturas, no podemos por medio de una «organización» entremeternos en sus pensamientos y en sus derechos soberanos. No tenemos el derecho de escoger o de designar quién debe hablar, quién debe enseñar o quién ha de ser enviado a tal o cual campo misionero.
¡Ojalá pudiéramos «asirnos de la Cabeza» (Col. 2:19), y vigilar para que nada venga a interponerse entre Él y nosotros, ni a limitar Su soberanía!
5.3.7 - El testimonio del solo Cuerpo
Muchos cristianos serios sufren y llevan luto debido a la dispersión de la cristiandad. Se afirma que en principio pertenecemos todos al mismo cuerpo. Esta constatación lamentable fue el punto de partida de los movimientos ecuménicos y de varias alianzas. Se desea dar expresión a esta unidad en el Señor, y estos cristianos se reúnen durante «semanas especiales» o «congresos». Para acercarse unos a otros se hacen concesiones temporarias, se toman decisiones, pero luego cada grupo vuelve a su propia congregación.
Tales esfuerzos ¿cuentan con la aprobación del Señor? La fusión de organizaciones eclesiásticas para formar una organización única ¿es el medio divino para remediar la ruina actual?
Tal como resulta de los pasajes ya citados, la Palabra de Dios solo habla de la unidad del Espíritu (Efe. 4:3) y de un Cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:17); no reconoce ninguna otra corporación. La unidad, pues, ya no hace falta hacerla. Pero sí debemos ser en este mundo testigos de este un Cuerpo en Cristo que, a los ojos de Dios, jamás deja de existir. Podemos mantener este testimonio a lo que Dios hizo solo separándonos cuidadosamente de lo que los hombres hicieron de esto, de las profesiones de fe que son una negación de la realidad divina, y que dividen a los creyentes.
5.4 - La casa de Dios
Por medio de esta imagen, la Iglesia nos es presentada como la morada de Dios en esta tierra. En contraste con el tabernáculo y el templo de Dios que estaban construidos con materiales inánimes, se trata aquí de una casa espiritual (1 Pe. 2:5). Haciendo sin duda referencia a estas moradas de Dios en el Antiguo Testamento, se designa hoy en día equivocadamente a ciertos locales donde se reúnen cristianos como «casas de Dios» (Efe. 2:22).
5.4.1 - Cómo Cristo edifica
El Señor Jesús dijo a Pedro: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mat. 16:18). Cristo es pues el que edifica, desde el día de Pentecostés hasta hoy. Construye la casa sobre el único fundamento nombrado: «Sois… conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo (Efe. 2:19-20). Todos los que son salvos y nacidos de nuevo se acercaron a Él como «piedra viva», y son edificados «como piedras vivas», como «casa espiritual» (1 Pe. 2:4-5). En este sentido, la casa de Dios estará terminada solo cuando la última piedra viva sea añadida. «Las puertas del Hades no prevalecerán contra» esta construcción (Mat. 16:18).
5.4.2 - La santidad conviene a tu casa
¡Qué pensamiento solemne: los hijos de Dios en la tierra forman juntos «el templo del Dios viviente»! (2 Cor. 6:16). Él quiere habitar allí. Si, en relación con el templo en Jerusalén, el salmista ya declaraba: «la santidad conviene a tu casa» (Sal. 93:5), ¡cuánto más hoy en día los redimidos que forman parte de la casa espiritual de Dios tienen motivos para reflexionar sobre esta afirmación! Deberíamos tener el deseo real de saber cómo tenemos que conducirnos en esta casa (1 Tim. 3:15). El orden, la santidad y la disciplina tienen que mantenerse allí.
5.4.3 - El culto en su Casa
En calidad de piedras vivas, los que constituyen la casa de Dios pertenecen también al «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:5). ¡Qué inmenso privilegio poder estar eternamente en la presencia de Dios y traerle adoración y alabanza, a él que se reveló como el Dios de amor al dar a su Hijo! Si lo hacemos por el Santo Espíritu, un río de felicidad incomparable inundará nuestros corazones.
5.4.4 - Cómo edifican los hombres
En Efesios 2 y 1 Pedro 2, la casa de Dios está considerada del lado divino. Cristo solo edifica con piedras vivas.
Pero en 1 Corintios 3, el hombre está encargado de la construcción, y es responsable de todas sus faltas. Pablo dice: «somos colaboradores de Dios, y… como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica» (1 Cor. 3:9-10). En el curso de los siglos, el hombre ha traído sobre este fundamento «madera, heno, hojarasca». Ha introducido principios humanos, y aun errores y falsas doctrinas, y ha agregado al edificio gente que profesa a Cristo pero que no tiene la vida de Dios. Así es cómo el desorden entró en la casa de Dios. Esta se convirtió en una casa grande en la cual no solo hay creyentes, sino también «utensilios… para usos viles» (2 Tim. 2:20-21).
La casa de Dios, la que está construida por el Señor, solo comprende verdaderos creyentes, como el cuerpo de Cristo. Pero la «casa grande» está constituida por todos los que forman parte de la cristiandad.
¿Qué consejo da el Señor a los suyos respecto de esta «casa grande»?: «Así que, si alguno se limpia (o se separa) de estas cosas (de los utensilios para usos viles), será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra».
5.5 - El Esposo y la esposa
¡De qué modo conmovedor esta imagen tan familiar de la vida humana expresa la relación íntima y eterna del Señor con su Iglesia! Esta relación empezó en el pasado (en la cruz); es una realidad maravillosa en el presente, y en el porvenir estará visible y perfecta.
5.5.1 - Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella (Efe. 5:25)
«El rastro del hombre en la doncella» (Prov. 30:19) es maravilloso; ¡cuánto más el del Esposo celestial hacia aquella a quien adquirió como esposa! Su principio aun sobrepasa nuestro entendimiento. ¿Qué vio el Señor en aquellos a quienes ha escogido? Pues ellos estaban «muertos en sus delitos y pecados» (Efe. 2:1). Ya sea que lo entendamos o no, para adquirir una esposa cargada de semejante pasado, ¡se entregó a sí mismo, yendo hasta la muerte en la cruz! Así como Eva fue formada de la costilla de Adán dormido, así también la esposa celestial halla su origen en la muerte y resurrección de Cristo, su Esposo (Gén. 2:21-24). Él dio a sus redimidos la vida (Juan 10:10), la belleza (son hechos «aceptos en el Amado», Efe. 1:6), la riqueza (2 Cor. 8:9). Él es su sabiduría, su justificación, su santificación y su redención. La esposa, respecto de todo lo que es y de lo que posee, se gloría en el Señor (1 Cor. 1:30-31). La cruz y el sepulcro son el punto de partida de las relaciones del Esposo con su esposa. Atestiguan su amor, un amor eterno e inmutable que sobrepasa todo lo imaginable.
5.5.2 - «Para santificarla» (Efe. 5:26)
¿Cómo este Esposo podría olvidar a su esposa a quien ve recorriendo aún este peligroso mundo, hasta el día feliz de su regreso? ¡Imposible! ¡En su amor sin igual, está pensando constantemente en ella! Desde su santuario, le proporciona toda la ayuda necesaria para permanecer pura y santa en medio de las numerosas tentaciones y pruebas. Desea que ya en la tierra esté en armonía práctica con Él, y que le corresponda. Para lograr este objetivo, no cesa de hacerla pasar por «el lavamiento del agua por la palabra». «La sustenta y la cuida» (Efe. 5:26, 29).
¿Qué espera el Esposo de su esposa? Que lo ame y que viva para él. «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama» (Juan 14:21). La esposa ha de estarle sujeta en todo (Efe. 5:24).
¡Que todos aquellos que forman parte de su esposa puedan responder a esta espera y escuchar atentamente las enseñanzas del Espíritu Santo! Este quiere revelarnos, por medio de la Palabra de Dios, a la persona del Esposo. ¡Cuánto debería entonces crecer en nosotros el deseo de verlo!
5.5.3 - «A fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa» (Efe. 5:27)
Los novios se regocijan al casarse, vivir su relación conyugal y estar en su hogar. Así es cómo la esperanza de la unión completa con el Esposo celestial, al igual que la perspectiva de estar siempre a su lado y de compartir su gloria, sostiene la marcha de la esposa. ¿Y el Esposo? Le dice: «Vengo pronto». Por medio de este llamamiento, no se limita a reanimar nuestra esperanza, sino que expresa su ardiente deseo. El hecho de esperar a su esposa requiere «paciencia» (Apoc. 3:10-11). Cuando haya llegado la hora, vendrá él mismo, en el gozoso impulso descrito en el Cantar de los Cantares 2:8-12 (según una imagen que se refiere propiamente a Israel).
Entonces se presentará a la Iglesia a sí mismo, gloriosa. No tendrá mancha ni arruga, sino que será «santa y sin mancha», radiante con perfecta belleza. Ella lo verá y será semejante a Él (1 Juan 3:2-3).
Mientras en la tierra las pruebas tendrán su fin, en el cielo tendrán lugar las bodas del Cordero (Apoc. 19:6-10). Luego vendrá con su esposa para juzgar a los vivientes aquí abajo, y reinar con ella en la tierra (Apoc. 19:11-20:6). Según otra imagen, ella será la metrópoli celestial del reino milenario, así como Jerusalén será la metrópoli terrestre (Apoc. 21:9-27). Después se establecen el estado eterno, los nuevos cielos y la nueva tierra. Otra vez la Iglesia bajará del cielo como la santa ciudad, «dispuesta como una esposa ataviada para su marido», y será «el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos» (Apoc. 21:1-8).
¡Qué glorioso llamamiento celestial! ¡Ciertamente la Iglesia no ha sido dejada aquí abajo para mejorar el mundo!
6 - La edificación por medio de la obra del ministerio
6.1 - El crecimiento del cuerpo
El minúsculo brote de dos hojas que sale de la semilla, germinará y se desarrollará hasta convertirse en una gran planta con flores y frutos. El niño de pecho que permanece recostado sin poder bastarse a sí mismo se hará hombre con el paso de los años. Asimismo, la Iglesia, el cuerpo de Cristo, es un organismo vivo (Efe. 4:11-16). Debe «crecer», según el pensamiento del Señor.
Pero el cuerpo debe también crecer por dentro. Debe «llegar a», «crecer» y ser «edificado».
Al comparar a un niño con un hombre, se verifica fácilmente que el crecimiento del cuerpo solo es posible cuando cada una de sus partes participa en ello: las manecitas y los piececitos crecieron, los miembros se alargaron, el pecho y los hombros se ensancharon; cada órgano en particular adquirió sus dimensiones maduras. Si hubiere un solo miembro retrasado en su desarrollo, sería un serio obstáculo para el crecimiento y la vida del resto del cuerpo.
Sucede lo mismo en el cuerpo de Cristo. Su crecimiento se lleva adelante por el hecho de que cada miembro en particular, todos nosotros (v. 13), participa en la evolución que nos lleva de la niñez al estado adulto (de «varón perfecto»).
6.1.1 - La medida de la plena estatura
¿Cuándo se acaba el crecimiento del cuerpo de Cristo y del creyente en particular? En el momento en que todos habremos llegado «a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo»; hasta que hayamos crecido «en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Efe. 4:13, 15).
En los primeros capítulos de la epístola a los Efesios se nos dice claramente que cada redimido, por la gracia de Dios, ha sido vivificado con Cristo y ha sido resucitado con él. Ahora se lo ve sentado en los lugares celestiales con Cristo Jesús, bendecido con toda bendición espiritual (1:3). Esta es la maravillosa posición y la parte gloriosa de cada redimido. Visto desde este punto de vista, aquí no se trata de ningún modo de crecimiento.
Pero el cuarto capítulo de esta misma epístola considera estas bendiciones en el aspecto práctico. Cuanto más el creyente toma conciencia de todo lo que le es dado en Cristo y realiza por la fe la plenitud de Cristo, tanto más crecerá prácticamente en todo en Él. Sin embargo, esto solo tiene lugar a condición de que el viejo hombre esté despojado en cuanto a su pasada manera de vivir (4:22).
El cuerpo de Cristo en su conjunto no llegará nunca aquí abajo al blanco que le ha asignado la Cabeza: la medida de la plena estatura de Cristo. Pero ¡tendamos hacia este elevado y bendito objetivo, y procuremos alcanzarlo con todos los que pertenecen a su cuerpo! Pues, en efecto, madurar forma parte del crecimiento normal de los creyentes, así como pasar del estado de «hijito» al estado de «padre» (1 Juan 2:12-17).
6.1.2 - ¿Cómo se realiza la edificación del cuerpo?
Para que el cuerpo humano pueda crecer, tiene que estar alimentado con bebida y comida. Esto pone en actividad a ciertos órganos; el alimento se reduce a pequeños trozos, luego es disuelto, y los elementos adecuados se dirigen hacia los varios miembros para regenerar o crear sus células. La constitución y el crecimiento del cuerpo humano dependen pues del alimento diario y de la acción común de todos los órganos, según los maravillosos pensamientos de nuestro gran Dios creador.
La edificación del cuerpo de Cristo se desarrolla de manera parecida con la diferencia de que el alimento no tiene su origen en la sabiduría humana, ni en una mezcla de verdad y de filosofía: tal «alimento» nos lleva lejos de Cristo, hacia el hambre y la ruina como puede comprobarse evidentemente en la historia de la Iglesia. Solo la Palabra de Dios sirve para la edificación del cuerpo de Cristo, y todo servicio eficaz consiste en presentar esta Palabra.
Este alimento divino tiene que estar suministrado a los miembros, a cada uno en particular, por el trabajo harmonioso de las distintas partes del cuerpo, de tal manera que pueda ser asimilada y que estimule el crecimiento. «Que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Efe. 4:15-16).
Cada uno de nosotros debería preguntarse a sí mismo: ¿Estoy funcionando como coyuntura que ayuda a los demás en el cuerpo de Cristo, en mi familia, entre mis amigos, según se presente la oportunidad? Que entre los creyentes también se manifieste por medio de nosotros el olor del conocimiento de Cristo (2 Cor. 2:14).
6.1.3 - Los dones del Señor para su cuerpo
Pero el servicio en general de cada uno de los miembros de que acabamos de hablar no sería suficiente solo. El Señor glorificado, además, da a toda su Iglesia –no solamente a una «iglesia» en particular o a un grupo de creyentes– dones «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Efe. 4:12). Solo por medio de estos dones es posible el verdadero servicio de la Palabra. Aquel que ha recibido tal don del Señor, la Cabeza del cuerpo, es capacitado, como también responsable delante de Él, para utilizarlo y servirlo fielmente.
No confundamos esos dones con las capacidades naturales que un hombre pueda poseer aun antes de su conversión. En la parábola de Mateo 25:14-30, el siervo recibe los talentos «conforme a su capacidad». De eso se puede concluir que el Señor, al asignar los dones espirituales, toma en cuenta las capacidades naturales presentes. Pero un don natural en sí no constituye a nadie siervo de la Palabra, reconocido por la «Cabeza del cuerpo».
El dispensador de los dones espirituales es de hecho el Señor, pero son repartidos por el Espíritu Santo (1 Cor. 12:11). Solo pueden ser ejercitados de manera útil bajo la dirección del Espíritu de verdad y de amor. El don es una capacidad espiritual que se acredita en la presentación misma de la Palabra, de manera que pueda traer bendición a las almas.
Examinemos brevemente estos dones que sirven para la edificación del cuerpo por medio del ministerio de la Palabra. Son enumerados por orden en Efesios 4:11: «Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros».
6.1.4 - Apóstoles y profetas
Pedro, Juan y Pablo eran tanto apóstoles como profetas [2] del Nuevo Testamento, y sus escritos apostólicos también tienen carácter profético (Efe. 2:20; Rom. 16:26).
[2] N. del E.: Aquí, «los profetas», no se refiere a los del Antiguo Testamento, sino a los que fueron suscitados después de Cristo. Hablaron directamente a sus contemporáneos de parte de Dios. Hoy en día, el que profetiza aplica la Palabra según las necesidades del momento que Dios le hace discernir en la Iglesia (véase 1 Corintios 14:3).
El don de apóstol estaba ante todo en relación con el gobierno en el seno de la Iglesia y revestía de autoridad su servicio y sus hechos. En calidad de profetas, revelaban los pensamientos y la voluntad de Dios concerniente al gran misterio de la Iglesia y las cosas futuras. Hubo otros profetas, como por ejemplo Marcos y Lucas: inspirados por el Espíritu Santo, comunicaron los pensamientos de Dios, pero sin tener un ministerio apostólico. Según Hechos 1:21-26, el apóstol tenía que ser un testigo del ministerio y de la resurrección del Señor Jesús (1 Cor. 9:1; 15:5-8). Ya por esta razón una sucesión apostólica es imposible, al contrario de lo que pretenden hoy en día varios grupos de la cristiandad. Además, no hallamos ningún indicio en la Palabra de Dios que el Señor haya previsto sucesores de los apóstoles.
Los apóstoles y los profetas tuvieron que cumplir su misión en aquel tiempo. Por medio de ellos, el Señor puso el fundamento y empezó la edificación de la Iglesia; por medio de ellos la sustentó, y le prodigó todos los cuidados necesarios, y le dio «la doctrina de los apóstoles» (Hec. 2:42).
Por medio de los apóstoles también completó la Palabra de Dios (Col. 1:25). Poseemos ahora la «doctrina de los apóstoles» completa en el canon de las Sagradas Escrituras. Así pues, estamos bajo la autoridad de la Palabra de Dios, que ahora es completa. Esta autoridad ha reemplazado a la de los apóstoles.
6.1.5 - Evangelistas
El evangelista predica el Evangelio de la redención, de la gracia de una salvación perfecta en Cristo. Por este medio, libera a las almas del poder de Satanás y las trae a Dios; puesto que la obra del Espíritu acompaña a la Palabra de manera que esta última penetre con fuerza en el corazón y en la conciencia del auditor.
La actividad del evangelista no está limitada a un lugar preciso (Marcos 16:15). Su campo de trabajo es el mundo y, en una menor medida, la Iglesia de Dios. Sin embargo, el evangelista no debe descuidar el hecho de que las personas salvadas son agregadas al cuerpo de Cristo. Si no se preocupa de ver a los hijitos en la fe comprometerse realmente en el camino de la congregación de los hijos de Dios conforme a las enseñanzas de la Palabra, su servicio no corresponde, en un punto importante, al pensamiento de Dios.
Cada creyente es una «carta de Cristo» que, como tal, debe ser «conocida y leída por todos los hombres» (2 Cor. 3:2-3). Cada uno es exhortado «ante todo» a hacer «rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres» a fin de que «sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:1-4). Cada uno debería estar lleno de amor por las almas y listo para dirigir hacia Cristo a las personas que encuentra. El testimonio personal y los esfuerzos de cada uno en particular –por ejemplo, para distribuir tratados– son de gran importancia para la propagación de las Buenas Nuevas de Jesucristo. La eternidad lo hará ver.
Cuando el Señor da evangelistas a su Iglesia –hombres que poseen un don espiritual particular para anunciar la Palabra de Dios en este mundo de manera eficaz– no quiere de ninguna manera disminuir por eso la responsabilidad personal particular de cada individuo.
6.1.6 - Pastores y maestros
Después de ser llevados a la Iglesia de Dios por medio de la obra del Espíritu Santo, los creyentes se benefician aún de otros ministerios aparte del de evangelista. Desde entonces reciben cuidados, comida y son enseñados a no permanecer como «niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres» (Efe. 4:14). Como ya lo hemos visto, ellos también –«todos»– han de llegar, por crecimiento continuo, «a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:13).
Con este fin, el ministerio de los pastores y de los maestros nos es particularmente útil.
El don de «maestro» en un hermano se manifiesta por la capacidad de escudriñar la Palabra de Dios, y de discernir claramente las doctrinas que contiene, así como la relación entre sus diferentes partes. Por el poder del Espíritu, el maestro también puede comunicar estas doctrinas y estos pensamientos de Dios a otros con claridad, y difundir así la luz del conocimiento de la Palabra. Sea dicho de paso: aún hoy en día podemos sacar gran provecho de este don por medio de la lectura de los libros y escritos que nuestros predecesores nos han dejado.
El «pastor» igualmente tiene más o menos el don de enseñar. Pero, además de eso, tiene la gracia de discernir las necesidades y el estado de cada uno de los creyentes de quienes se ocupa, y de ayudarles con tacto y sabiduría. También va hacia los descarriados, procurando volverlos a traer al rebaño y al camino derecho.
Los evangelistas, los pastores y los maestros son pues siervos que el Señor emplea para juntar y edificar a los creyentes. Son canales por medio de los cuales la bendición se derrama de la Cabeza hacia los miembros, en el poder del Espíritu Santo. El Señor tiene cuidado de que estos dones se conserven en su Iglesia, ya que está llamada a crecer hasta su venida.
6.1.7 - Orden divino u orden humano
Puede que varios lectores encuentren que los pensamientos que acabamos de expresar sean infrecuentes. Porque desde hace siglos existe en la cristiandad una concepción muy diferente de lo que se llama comúnmente el «servicio divino». Conforme a esta concepción humana, un joven decide ejercer la profesión de pastor o cura. Según pertenezca a tal iglesia o tal comunidad, irá a una facultad de teología o a un seminario. Después de aprobar sus exámenes, será «consagrado» u «ordenado» por sus superiores. En «su iglesia» o «su comunidad», él es el ministro, el pastor o el cura; es escogido y colocado por hombres. Todo el peso del ministerio de la Palabra y del cuidado de las almas descansa de ahora en adelante en él, aun si se diera la posibilidad de que ningún don espiritual le hubiese sido conferido por el Señor. En general, nadie puede participar libremente en el ministerio de la Palabra en «su comunidad» sin su acuerdo o aprobación; no se puede siquiera hablar de esto con relación a un «laico», aun si este hubiere recibido del Señor mismo el don de evangelista, de pastor o de maestro.
El dilema entre el orden divino y el orden humano no debería causar ningún problema en el creyente. ¿Cómo podríamos adherir a un sistema humano de ministerio en el cual el mantenimiento del orden divino, tal como está descrito claramente en las Escrituras, está derribado y fuera imposible realizarlo?
6.2 - La preparación del siervo y el ejercicio de un don
Dios prepara a los que recibirán y ejercerán dones. Las Escrituras nos lo explican claramente mediante unos ejemplos.
Dios «apartó desde el vientre de su madre» a un Saulo de Tarso y lo «llamó por su gracia» (Gál. 1:15) para ser apóstol de las naciones. Durante largos años Saulo no sabía nada de eso. Vivía en un contexto muy distinto. Instruido en Jerusalén «a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley» de sus padres, se hizo celoso de la ley y persiguió a la Iglesia. Pensaba servir a Dios «prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres» (Hec. 22:3-5; Fil. 3:5-6).
¿Poseía ya el don de apóstol, u otro don del Señor para su Iglesia? ¡De ningún modo! Esos dones no son dados sino para la edificación del cuerpo de Cristo, mientras que Saulo de Tarso perseguía y asolaba a la Iglesia de Dios (Gál. 1:13). Le faltaba la conversión.
6.2.1 - Primera condición: la conversión
Solo por el camino del arrepentimiento, de la conversión y de la fe en Jesucristo el hombre es llevado a la Iglesia de los que son «llamados» a salir fuera del mundo. Solo tal hombre pertenece al cuerpo de Cristo y puede ser así colocado por Dios en un servicio particular (1 Cor. 12:18-24). Todo aquel que no ha nacido de nuevo y no pertenece a Cristo, no puede poseer el Espíritu Santo ni ningún don de este Espíritu (Rom. 8:9).
No obstante, en la cristiandad algunos ni siquiera satisfacen esta primera condición para poseer un don espiritual, y sin embargo son reconocidos como pastores, siervos de Dios y maestros. Uno puede preguntarse seriamente: ¿no son ellos justamente los que destruyen «la fe» de los cristianos y anulan la autoridad de la Palabra? Cristo no los ha llamado para ser sus siervos. Por mucho que posean dones naturales brillantes para comprender y para hablar, por mucho que aparentemente sirvan una buena causa, han contribuido ampliamente, por su actividad, a la ruina de la cristiandad.
Pero a Saulo le correspondió el camino de Damasco. Allí encontró al Señor resucitado, delante de quien cayó en el polvo, condenando su vida anterior. Allí agradó a Dios revelar a su Hijo en él (Gál. 1:16) y enseñarle la maravillosa relación del Señor con su Iglesia. ¡Qué cambio tan inmenso! El Señor pudo desde entonces decir de él: «Instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel» (Hechos 9:15).
6.2.2 - Segunda condición: seguir a Jesús
Cuando Jesús quiso nombrar a doce discípulos para servirle en su gran obra, bajó al mar de Galilea. Allí llamó a Simón, Andrés, Jacobo y Juan, y les dijo: «Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres» (Marcos 1:17). Estos sencillos pescadores tenían que seguirle tal como estaban. Él quería hacer de ellos instrumentos útiles que anunciaran su maravillosa gracia a los hombres. Su preparación y formación consistían en seguirle cada día y en aprender de él. Él mismo quería enseñarles todo lo necesario. El pasaje de Marcos 3:14 expresa el asunto de una manera un poco distinta: «Estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar». Solamente la relación en el secreto con el Señor Jesús capacita para Su servicio al siervo que ha recibido un don y un llamamiento especial. Y de allí el siervo saldrá, en el poder del Espíritu que habita en él, para ser un testigo de Cristo entre los hombres.
6.2.3 - Tercera condición: el estudio de la Palabra de Dios
Los jóvenes cristianos se parecen a menudo a caballos fogosos que no soportan permanecer demasiado tiempo en la cuadra. Quieren ser activos y hacer enseguida «cosas grandes».
Pero ¿con qué quieren servir? Cierto, en la casa de Dios hay toda clase de tareas que cumplir, las que exigen ante todo un corazón lleno de amor y manos diligentes. Basta buscar tales oportunidades y seguramente se les presentarán. Pero si se trata de servicios que tienen como objeto la edificación del cuerpo de Cristo, entonces solo puede ser utilizado aquel que conoce la Palabra de verdad y sabe explicarla y aplicarla. El siervo del Señor debe primeramente alimentarse él mismo de la Palabra, «permanecer» en ella, «aprovecharla» y ser «sabio para la salvación». En la medida que la Palabra le haya servido a él, la podrá transmitir a otros.
El apóstol experimentado daba por el Espíritu de Dios un sabio consejo a Timoteo, su joven compañero de obra: «Ocúpate en la lectura… ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren» (1 Tim. 4:13-16). «Considera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo… Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad… Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo… que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación… toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar… a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Tim. 2:7, 15; 3:14-17).
6.2.4 - Cuarta condición: aprender en la escuela de Dios
Si oprime el interruptor, la luz se enciende enseguida. Pero entre el momento en que se recibe un don del Espíritu y el momento en el cual se despliega plenamente, a menudo pasa un largo período de ejercicios en la escuela del Maestro, el cual lleva al alumno hacia un blanco del que todavía no tiene la menor idea. El divino Maestro escoge las materias para su alumno. Muchas lecciones son negativas: es preciso que sean quebrantadas la voluntad propia, el elevado concepto de su propia fuerza, de su propia sabiduría y de su propia capacidad. El alumno tiene que estar convencido en lo más profundo de sí mismo de que en él, o sea en su carne, «no mora el bien» (Rom. 7:18). Tiene que aprender a ser vigilante en cuanto a la carne y a andar por el Espíritu. Estas son evidentemente lecciones elementales por las cuales pasan todos los hijos de Dios; pero cuando alguien no aprende estas cosas ¿cómo podría el Señor hacer de él su instrumento particular?
6.2.5 - Quinta condición: el servicio en las pequeñas cosas
Los creyentes de la iglesia de Tesalónica se habían convertido todos «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Tes. 1:9). A pesar de que no hacía mucho tiempo que habían entrado en este camino, sin embargo estaban todos, de una manera o de otra, activos en la obra del Señor, aunque fuera modestamente. Esta obra la tomaban muy en serio y consistía quizás ante todo en hacer peticiones por los hombres de su medio ambiente pagano, en hacer peticiones para el servicio del apóstol y de sus compañeros de obra y en dar un testimonio fiel hacia sus prójimos.
¿Cómo puede un creyente ser llamado a tareas mayores cuando le faltan tales manifestaciones de dedicación para con Dios y de interés por toda la obra del Señor? Aquel que, en su país, no tiene la preocupación por las almas perdidas no se convertirá en misionero por el mero hecho de salir a otras latitudes con la cabeza llena de conocimientos y con el estetoscopio de un médico. Llegando al campo misionero, tal hombre continuaría siendo el evangelista inexperimentado y descalificado que era en su país.
De la misma manera, los dones espirituales no se desarrollan de un modo incoherente. Pero a quien da pruebas de sus aptitudes en las cosas pequeñas, el Señor, si así lo desea, le puede confiar otras tareas. Esteban y Felipe formaban parte, al principio, de los hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, encargados de «servir a las mesas» (Hec. 6:2-5). Luego le fue rápidamente dado a Esteban el hacer grandes prodigios y señales entre el pueblo. En cuanto a Felipe, vino a ser un «evangelista» (Hec. 21:8).
6.2.6 - Las direcciones personales del Señor
Cuando Pablo empezó a seguir a Jesús, hizo la pregunta siguiente: «¿Qué haré, Señor?» El Señor le dijo: «Levántate, y ve a Damasco, y allí se te dirá todo lo que está ordenado que hagas» (Hec. 22:10). En adelante, encontraba la primera indicación personal del Señor sobre el camino que tenía que proseguir. En Damasco, según esa primera palabra del Maestro, recibió más luz sobre el servicio que le estaba ordenado. Más tarde, en Antioquía, fue mandado con Bernabé «por el Espíritu Santo» (Hec. 13:2, 4) para hacer el primer viaje de evangelización. Durante sus viajes, el Señor nunca lo dejó sin directivas (Hec. 16:6-12).
Igualmente, hoy en día, el Señor no ha dejado de dar por el Espíritu directivas claras a sus siervos. Uno es dirigido hacia un camino de servicios escondidos. En cambio, otro es llevado a Damasco donde el Señor le enseña el carácter de su servicio particular en la Iglesia de Dios. Puede que al lado de este servicio siga con su actividad profesional habitual. Es lo que hizo el apóstol Pablo por mucho tiempo (Hec. 18:3; 20:34-35). Sirvió a costa de muchos sacrificios y sufrimientos (1 Cor.9:12, 15, 18; 1 Tes. 2:9). Si el Señor da trabajo al punto de que uno se vea obligado a abandonar su actividad profesional, es preciso hacerlo en la obediencia y la confianza en el Señor. Él no deja ni desampara a sus siervos. En 1 Corintios 9 aprendemos de qué manera quiere hacer frente a las necesidades vitales de los que «anuncian el evangelio» y «siembran… lo espiritual» (v. 14, 11).
Cada creyente es un «siervo de Jesucristo». En todo su servicio, tanto para las grandes como para las pequeñas decisiones, debería actuar solo con la íntima convicción de que así se lo ha ordenado el Señor.
Sigue siendo provechoso, en el curso del ejercicio de nuestro servicio, escuchar los reparos de hermanos experimentados y espirituales y sopesar sus consejos delante del Señor. Si un siervo tiene de veras a pecho la gloria del Señor y el bien de su Iglesia, ¿cómo haría poco caso de las preocupaciones de sus hermanos con el motivo de que no tienen que meterse en sus asuntos?
Pero, sobre todo, queremos atenernos firmemente al principio bíblico: el que ha recibido un don del Señor para la edificación de su Iglesia es responsable de ejercerlo en Su dependencia.
6.2.7 - Enseñanzas sacadas de la historia de la Iglesia
En el curso de los siglos, las tendencias del corazón humano han hecho que el estado de la Iglesia de los primeros días, agradable entonces a Dios, evolucione en la ruina de la cristiandad actual. Esta misma tendencia también está presente en nuestros corazones. Por eso, hemos de estar vigilantes si no queremos alejarnos de ninguna manera del orden en la casa de Dios, tal como nos está descrito en su Palabra.
Es así como en la cristiandad se ha llegado a hacer la distinción entre un estado «secular» y un estado «eclesiástico», formándose una clasificación de creyentes «laicos» y un «clero», mientras que todos aquellos que son nacidos de nuevo y por eso poseen el Espíritu Santo deberían ser creyentes «espirituales» (Gál. 6:1), perteneciendo tanto al «sacerdocio santo» como al «real sacerdocio» (1 Pe. 2:5, 9).
Este doble peligro también nos amenaza. Unos tienen tendencia a dejar todo el trabajo solo a los hermanos que desean servir al Señor con dedicación. Tienen la impresión de que ellos mismos pertenecen a otra clase, precisamente a los «laicos». Según ellos, éstos tendrían el derecho de permanecer pasivos en las cosas espirituales, pero a la vez de estar tanto más activos en las cosas terrestres y mundanales. Ahora bien, el pasaje siguiente se aplica a todos: «Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Rom. 12:1).
Por otro lado, aquellos a quienes el Señor ha confiado un servicio público de la Palabra deben abstenerse de seguir la tendencia del corazón natural de querer hacerse valer, y de tomar una posición hacia sus hermanos que de ninguna manera les corresponda. Pedro escribió a los ancianos: «Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey» (1 Pe. 5:2-3). Había entendido la exhortación de su Señor: «Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos… Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo» (Mat. 23:8-11).
7 - La iglesia que se reúne en un lugar
Hasta ahora, nos hemos ocupado de las verdades respecto a la Iglesia de Dios en la tierra como formando un conjunto. Hemos recordado cómo fue formada y quién forma parte de ella. Por medio de varias ilustraciones, hemos considerado los distintos aspectos de la Iglesia y hemos visto cómo Dios cuida de su edificación mediante los dones espirituales. Llegamos ahora a otro capítulo con varios subtítulos: la iglesia de Dios en un lugar muy preciso o más sencillamente:
7.1 - La iglesia local
Sigamos como de costumbre las sencillas enseñanzas de la Palabra de Dios. Esta no habla solamente de la Iglesia en general, sino también de «la iglesia que estaba en Jerusalén» (Hec. 8:1), de «la iglesia que estaba en Antioquía» (Hec. 13:1), de «la iglesia de Dios que está en Corinto» (1 Cor. 1:2) y así sucesivamente.
Así como todos los creyentes nacidos de nuevo y llamados a salir fuera del mundo forman juntos la «ekklesia» («Iglesia») en la tierra, así también una iglesia local incluye a todos los santificados en Cristo Jesús, a todos los «santos llamados»[1] que habitan en ese preciso lugar. Esto resalta con toda evidencia en 1 Corintios 1:2. En tiempos del apóstol esta realidad era visible. Anteriormente, todos los creyentes de un pueblo o de una ciudad se congregaban con una sola alma en un lugar y eran por ende ante el mundo una expresión evidente de todo el cuerpo de Cristo. Así es cómo Pablo escribió a la iglesia de Corinto: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27).
[1] N. del E.: Son santos por llamamiento divino; versión J. N. Darby en francés.
Aun cuando –como lo veremos más adelante– cada iglesia local tiene su propia responsabilidad delante del Señor en cuanto a su estado espiritual, no obstante, no es un organismo independiente. Está íntimamente ligada a las otras iglesias por el vínculo del Espíritu y tiene que ser en todas las cosas la imagen exacta de la Iglesia de Dios en la tierra.
7.2 - El terreno escriturario
Hoy en día, los cristianos de un mismo lugar van el domingo a tantas iglesias o comunidades diferentes que ya no se ve más la unión de los miembros en un solo organismo.
Muchos hijos de Dios se han resignado con esta triste realidad. Pero algunos se preguntan seriamente: por el hecho de que la gran mayoría de los cristianos no piensa siquiera en volver a lo que era desde el principio y que se puede llamar el terreno escriturario, ¿es posible todavía hoy, para una minoría de creyentes, reunirse sobre este terreno?
Ciertamente la unidad visible del pueblo de Dios ha sido aniquilada para siempre por nuestra infidelidad. Pero la realidad divina de que todos los redimidos han sido bautizados por el Espíritu Santo para ser un cuerpo (1 Cor. 12:13) permanece hoy en día y por la eternidad.
Todo aquel que reconoce esto y desea caminar, no solamente en el camino individual de la fe, sino también en el camino colectivo con los hijos de Dios y según las directivas dadas por Dios, no tiene que esperar que sus hermanos salgan de los sistemas de los hombres. Porque permanecer ligado a una confesión particular o a una denominación sería continuar negando prácticamente la verdad bíblica de que hay «un cuerpo». Ese creyente puede y debe colocarse, obedeciendo por la fe, sobre el terreno de la unidad del Espíritu producida por Dios. No le hace falta hacer primeramente esta unidad, ni esforzarse por llegar a ella, sino que su único deber es guardarla, caminando conforme a la exhortación siguiente: «solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3).
Cuando unos creyentes, aun cuando fueren nada más que dos o tres, quieren congregarse en un lugar únicamente según el modelo bíblico de la iglesia local sobre el terreno del «un cuerpo», no forman entonces un «nuevo grupo»; porque no afirman que ellos son la iglesia. Reconocen más bien que cada creyente en esa ciudad es un miembro del cuerpo de Cristo y que pertenece según los pensamientos de Dios a la iglesia de Dios en esa localidad. Ciertamente estos dos o tres no pueden volver a establecer, por su acción, la unidad visible perdida, sino que, al actuar de esta manera, constituyen un testimonio a la verdad divina e invariable de la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, que liga de manera indisoluble a los miembros entre sí y con la Cabeza.
7.3 - El centro divino
Dios sentó a Cristo «a su diestra en los lugares celestiales… y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efe. 1:20-23). Por eso, es imposible que Dios pueda reconocer aquí abajo otro centro que no sea Cristo en sus iglesias de las distintas ciudades. El Señor, al establecer de antemano los grandes principios de la disciplina y de la reunión para su iglesia, dice: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18:20). El Espíritu Santo no dirige a los creyentes más que hacia este solo centro. Si realizan esta condición, entonces Jesús nuestro Señor está según su promesa entre ellos personalmente, aun si no visiblemente.
¡Qué verdad tan maravillosa! ¡Ojalá que este lugar central de dirección y de autoridad le sea plenamente concedido entre todos los hijos de Dios! ¡Cuán grande sería la bendición derramada de la Cabeza hacia todos sus miembros! El nombre de Jesús es plenamente suficiente para cada individuo, así como para las necesidades de la iglesia.
Pero al recorrer una ciudad y observar la vida religiosa, se debe reconocer que, en la cristiandad, muchas otras cosas u otras personas están «en medio». Uno se adhiere a una organización, a un nombre, a un predicador, etc. Esto, pues, echa fuera a Cristo del centro. Vamos a procurar mostrarlo en el párrafo siguiente.
7.4 - La dirección divina
Si algunos creyentes están congregados en un lugar en el nombre del Señor, y su congregación lleva verdaderamente este carácter de «iglesia de Dios», entonces el Señor está con toda evidencia en medio de ellos para conducirlos en todas las cosas. Las miradas de todos tienen que ser dirigidas hacia él y tienen que contar con él. Todos tienen que perseverar en la sumisión y en la dependencia para con su Señor y Maestro. Una de las consecuencias será que el orden reinará conforme a los pensamientos y la voluntad de Dios, en la práctica de los dones espirituales, en el servicio y en el comportamiento de todos los miembros.
El Espíritu Santo está también en medio de ellos. Desde el día de Pentecostés, mora tanto en cada uno de los creyentes como en la Iglesia de Dios (1 Cor. 6:19; Efe. 2:22). El Señor ya había dejado vislumbrar a sus discípulos que el Padre enviaría el Espíritu Santo en el nombre de Jesús (Juan 14:26). Sería un Consolador entre ellos y se ocuparía de todo lo que les concierne (Juan 16:13). Y en 1 Corintios 12 y 14 se nos muestra cómo ejerce esta función. Reparte los diferentes dones de gracia: «Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Cor. 12:11). Está presente para conducir, dirigir y enseñar. Le corresponde el derecho de utilizar a quien quiere como su boca para orar, alabar o servir.
¿Pero cómo puede ser realizado este gran principio de la dirección divina entre los creyentes congregados, cuando hay una dirección humana que no puede ser más que un obstáculo a la libre acción del Espíritu de Dios?
¿Qué diría el jefe de una gran empresa si un día alguien se sentara en su oficina y se pusiera a dirigir su consejo directivo? Llamado a dar explicaciones, el intruso podría tal vez contestar: «Ya sé que es su empresa, pero solo hago esto para servirle mejor y permaneciendo en estrecha relación con usted. El mecanismo administrativo que estoy colocando funcionará bien». ¿Aceptará el jefe verse reducido al papel de consejero en su propia empresa?
Cuanto menos debería intervenir la voluntad propia del hombre en los derechos del Señor y del Espíritu Santo, como es el caso, por ejemplo, hoy en día en los sistemas eclesiásticos confiados a la responsabilidad de una sola persona. ¡Esta se encarga del servicio, y además lo ejerce en conformidad con la doctrina particular de su iglesia o de su comunidad confesional! Este conductor ora, hace el servicio, se ocupa de todo como si, aparte de él, no hubiera ningún otro director de la iglesia, ni otros miembros que el Espíritu Santo quisiera y pudiera utilizar. En virtud de su pertenencia a lo que se llama el clero, es el único autorizado según la opinión de los hombres a ejercer estas actividades. Y esto, porque ha sido formado según principios humanos, y ha sido ordenado para este servicio por unos hombres. Al nombrar a sacerdotes, por ejemplo, se persiste en la idea de una sucesión apostólica. Se transmite por medio de los que han sido establecidos anteriormente de la misma manera por medio de hombres. Se rechaza a los laicos de la cátedra, o sea a todos los que no han sido formados y establecidos conforme a estas reglas. Todo aquel que ocupa y ejerce tal función se justificará exponiendo que se deja dirigir de arriba para el servicio. Pero el sistema en el que sirve no es mejorado por tanto, ni justificado por la Palabra de Dios.
En efecto, en el libro de los Hechos de los apóstoles, así como en las epístolas, no hay alusión a una designación de este tipo para ejercer una «función» en las iglesias locales. Cierto, Pablo tenía una autoridad apostólica que ocasionalmente ha transmitido a sus compañeros de obra Timoteo y Tito para formar iglesias. También se nos habla de «varones principales» o de los que «tenían el gobierno de vosotros» o de los que «presiden en el Señor» (Hec. 15:22; Hebr. 13:7, V.M.; 1 Tes. 5:12). Pero aun estos hombres se sometían en las iglesias a la dirección del Señor y del Espíritu Santo como los demás hermanos (Hec. 13:1-2).
7.5 - El camino divino del servicio
Cuando unos cristianos están congregados alrededor del Señor como su centro y su director y permanecen dependientes de él, les proporciona todo lo que necesitan para poder ser un testimonio para su nombre. Como jefe de su Iglesia, el Señor ha dado dones a los hombres para la obra del servicio, y permite que se practiquen en las iglesias locales, ya sean dones para la edificación de los creyentes o para la predicación del Evangelio a los incrédulos. Aun cuando el ejercicio de los dones sea cumplido con la mayor debilidad, a pesar de todo, este servicio es del Señor. Cinco palabras «con demostración del Espíritu» y de acuerdo con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, valen más que una «excelencia de palabras» basadas en la sabiduría humana (1 Cor. 2:1-5).
En calidad de miembro del cuerpo de Cristo, cada creyente tiene su parte de responsabilidad en cuanto a la conservación del testimonio para el Señor; y si alguien ha recibido del Señor alguno de los dones tan variados, tiene que cumplir su tarea particular de acuerdo con la exhortación siguiente: «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo» (1 Pe. 4:10-11). De esta manera, las capacidades y los dones espirituales presentes serán estimulados y desarrollados. En cambio, ahí donde un solo hombre está establecido por sus semejantes como «siervo del Señor», ya no hay estos ejercicios interiores, y muchos de los dones que el Señor ha dado a su Iglesia no son utilizados.
Al estudiar las diversas reuniones, volveremos a hablar del servicio con más detalle.
7.6 - Los ancianos y los diáconos o servidores en las iglesias locales
1) Los ancianos: Durante el primer viaje misionero del apóstol Pablo con Bernabé, unas iglesias habían sido creadas en diferentes ciudades. En el curso de su viaje de regreso, volvieron a visitarlos. «Constituyeron ancianos en cada iglesia» (Hec. 14:23) y siguieron su camino. Más adelante, el apóstol también mandó a Tito que estableciese ancianos en cada ciudad de Creta (Tito 1:5).
Solo hombres que reunían las condiciones y que tenían las capacidades y los caracteres descritos en 1 Timoteo 3:1-7 y Tito 1:6-9 eran aptos para cumplir esta tarea. No era en absoluto necesario tener el don de predicar o de enseñar públicamente, pero si semejante don estaba allí, esto permitía que el servicio del anciano fuera practicado con mayor bendición (1 Timoteo 5:17).
¿Cuál era pues su servicio? El anciano era un obispo (esto es, sobreveedor, V.M.; Tito 1:5 ,7). Tenía que «cuidar de la iglesia» local de Dios (1 Timoteo 3:5) y era «administrador de Dios» (Tito 1:7). El apóstol exhortó a los ancianos de Éfeso así: «Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor… Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas… Por tanto, velad» (Hec. 20:28-35).
«Retenedores de la palabra fiel tal como ha sido enseñada», los ancianos eran calificados para vigilar que la vida espiritual de cada creyente en particular y de toda la iglesia permanezca sana. Tenían que vigilar que no entre ninguna enseñanza extraña, y debían convencer a los que contradecían. Conocían las necesidades, las dificultades y las tentaciones de los creyentes de su localidad, y procuraban servirles con sabiduría, paciencia, determinación y dulzura. Eran «ejemplos de la grey» (1 Pe. 5:3), y su vida piadosa daba fuerza a sus consejos y a sus acciones.
No cabe duda de que hoy en día las iglesias necesitan igualmente hermanos que cumplan este servicio difícil y desinteresado. Sin embargo, ya no hay apóstoles ni mandatarios apostólicos que puedan designar de manera pública a los ancianos, y en la Palabra no hallamos ninguna indicación de que alguna otra persona, ni siquiera la iglesia misma, estuviera facultada para escoger o nombrar obispos. Pero si unos hermanos cumplen las condiciones requeridas por la Palabra y son dirigidos por el «Espíritu Santo» para cumplir este servicio (Hec. 20:28), entonces los demás deben reconocer el servicio sin por ello otorgarle a este hermano el título de «anciano».
2) Los diáconos o servidores: Mientras los «ancianos» cuidaban del bien espiritual de la iglesia, los servidores o «diáconos» estaban ocupados en las cosas materiales y temporales de la iglesia. Entre otros servicios administraban y distribuían los dones materiales que se les llevaban (Hec. 6:1-6). La importancia de este servicio resalta por el hecho de que la primera «murmuración» en la iglesia de Jerusalén apareció en relación con la distribución de los dones. Por eso debe ser encargado a hombres que tengan «buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría» (Hec. 6:3). Además, tienen que cumplir las condiciones de 1 Timoteo 3:8-13.
7.7 - La autoridad divina
Hemos podido ver que el Señor y el Espíritu Santo dirigen y ejercen la autoridad en medio de los que están congregados en el nombre de Jesús. Además, la iglesia posee la Palabra de Dios como autoridad imperativa. Para todas las cuestiones de doctrina, de servicio y de vida de la iglesia, no puede más que apoyarse sobre esta frase: «Escrito está».
Finalmente, resalta de Mateo 18:17, 20 que el Señor ha dado a la iglesia –no a los ancianos, ni a ciertos hermanos– la autoridad de ejercer la disciplina. Lo que ella ata o desata también estará atado o desatado en el cielo. Volveremos más en detalle sobre este asunto en relación con las cuestiones de disciplina.
8 - Las reuniones
Habiendo empezado a considerar el tema de «la iglesia local», llegamos a la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los propósitos de las reuniones de los creyentes? La respuesta la hallamos al principio del libro de los Hechos de los apóstoles, en el cual se describe la vida de comunión de los primeros cristianos. Allí se nos habla de la joven iglesia de Dios en Jerusalén, formada por el Espíritu Santo: «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42).
Es preciso que la Palabra sea continuamente predicada, explicada y estudiada en común, porque esta Palabra de Dios, y más especialmente la «doctrina de los apóstoles», tal como se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento, constituye el alimento espiritual y la base de la comunión práctica de los creyentes. Así es cómo se ejercen los dones espirituales otorgados por el Señor para la edificación de su Iglesia. Por ende, las reuniones para el partimiento del pan (Lucas 22:19-20) y para la oración en común adquieren una importancia de primer orden; el Señor mismo exhorta a los suyos a perseverar en estas cosas (Mat. 18:19-20).
Con excepción de 1 Corintios 14:26-40, en la Palabra de Dios no hay indicación detallada sobre el desarrollo de todas estas reuniones. El Señor mismo y el Espíritu Santo llevan la dirección entre los que están congregados en el nombre de Jesús. Las formas rígidas destruyen la vida espiritual que debería desarrollarse entre ellos.
Consideremos ahora las diferentes reuniones, y hagámoslo buscando cuidadosamente las enseñanzas fundamentales dadas por la Palabra de Dios en cuanto a este tema.
8.1 - La reunión para el partimiento del pan
8.1.1 - El propósito
¿Cuál es el sentido y el objetivo de esta reunión que, en los tiempos de los apóstoles, era una de las principales?
Particularmente, la primera epístola a los Corintios da instrucciones referente a esto (1 Cor. 11:20-34). El significado del partimiento del pan ya no estaba muy claro para muchos de estos creyentes. Lo consideraban como una comida en común, y el simple mandamiento del amor ni siquiera era respetado durante esas comidas: unos se embriagaban, otros tenían hambre. El Espíritu Santo utilizó esta circunstancia para comunicarnos diversas enseñanzas por medio del apóstol Pablo. Si actúan así, dice: «esto no es comer la cena del Señor… ¿no tenéis casas en que comáis y bebáis?» Luego, el apóstol se refiere a la institución de la «cena» por el Señor mismo (Lucas 22:19-20). Los doce apóstoles no eran los únicos que lo habían visto; Pablo había recibido directamente de Su parte la enseñanza referente a esto: «El Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:23-26).
Resalta de estas palabras que los elementos de la cena del Señor, el pan y la copa, son imágenes o símbolos del cuerpo del Señor dado por nosotros en la cruz, y de su sangre vertida por nosotros. Nos recuerdan a la persona de nuestro Señor y su obra cumplida por nosotros. En relación con la celebración de la cena del Señor, las palabras de Jesús: «Haced esto en memoria de mí» se repiten tres veces (Lucas 22:19; 1 Cor. 11:24-25). Domingo tras domingo, los creyentes que comen el pan y beben la copa anuncian, por el lenguaje de estas señas, la muerte del Señor como el único fundamento para la salvación de los pecadores.
Cuando, al hablar del pan, el Señor dijo: «Esto es mi cuerpo» y, al hablar de la copa: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre», no se debe pensar que esto iba a indicar algún cambio de sustancia misterioso, según el cual este alimento que produce el panadero y esta bebida que proviene de la viña se transformarían para convertirse en el cuerpo y la sangre del Señor. No obstante, es la enseñanza de una gran parte de la cristiandad que afirma entonces que la participación en estos elementos hace que el cristiano sea apto para el cielo, comunicándole el perdón de los pecados. Son falsas doctrinas que no hallan ningún apoyo en las Sagradas Escrituras.
“Haced esto en memoria de mí» dice el Señor dirigiéndose a sus discípulos, a todos los redimidos. Amigo creyente, ¿obedece usted a su mandamiento?
8.1.2 - ¿Cuándo se debe celebrar la cena del Señor?
La Palabra de Dios no da indicación directa referente a esto. Del capítulo 2 de los Hechos (v. 46) resalta que los creyentes en Jerusalén empezaron por partir el pan cada día. Pero parece que más adelante, en otras iglesias, la costumbre era congregarse para el partimiento del pan cada primer día de la semana (Hec. 20:7). El Señor mismo está esperando que esto tenga lugar a menudo y los cristianos de entonces, en las primicias de su primer amor, perseveraban en el partimiento del pan al acordarse con amor de su Señor. Estaban llenos del Espíritu Santo de tal manera que siempre tenían en el corazón acordarse de Cristo. Por eso estaban impulsados a celebrar esta fiesta, no algunas veces al año o mensualmente sino a menudo, esto de acuerdo con su expreso deseo (1 Cor. 11:26). ¿Deberían los creyentes hoy en día hacerlo menos frecuentemente? ¡No; somos exhortados a anunciar la muerte del Señor hasta que él venga!
8.1.3 - ¿Cómo se debe celebrar la cena del Señor?
El Señor no puede aceptar sin decir nada que unos creyentes participen en su memorial de manera indigna (1 Cor. 11:26-34). Esto nos muestra claramente la importancia que el Señor mismo da a la reunión para el partimiento del pan. Considera culpable respecto de su cuerpo y de su sangre a todo aquel de entre los suyos que tome el pan y la copa de manera ligera e irreflexiva, como si participara de una comida ordinaria, o a todo aquel que asociara a la cena del Señor un estado de corazón malo y no juzgado, cuando come el pan y bebe la copa.
Estos pensamientos del Señor son decisivos para nosotros. Se trata de la cena del Señor (1 Cor. 11:20). Pablo ha recibido estas instrucciones del Señor (v. 23) y quien las desprecia habrá de vérselas directamente con el Señor (v. 32).
El domingo, el estado de nuestro corazón será el mismo que el de toda la semana. Si hemos estado animados por la gracia del Señor, si nos hemos comportado como es «digno del evangelio de Cristo» (Fil. 1:27), como es «digno de la vocación» con que fuimos llamados (Efe. 4:1), «digno del Señor» (Col. 1:10) y «digno de Dios» que nos llamó a su reino y gloria (1 Tes. 2:12), participaremos dignamente del partimiento del pan. Pero si la conformidad con el mundo nos caracteriza cada día, si buscamos la satisfacción de «los deseos de la carne» y de «los deseos de los ojos», y si andamos en «la vanagloria de la vida» (1 Juan 2:16), nos presentaremos en este mismo estado de indignidad ante la mesa del Señor.
Nuestros pensamientos volverán sin cesar a las cosas que llenaron nuestro corazón durante la semana. El Señor mismo nos juzga. Si, a pesar de las advertencias del Señor, perseveramos en semejante estado de indignidad, quizás el juicio tendrá que alcanzarnos, como a los corintios. «Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen» (1 Cor. 11:29-30).
«Pruébese cada uno a sí mismo».
Estas palabras muestran claramente la importancia de permanecer constantemente en la vigilancia y en el juicio de nosotros mismos. ¡Que tales ejercicios puedan formar parte de nuestra vida diaria! Son necesarios e indispensables para una vida cristiana feliz.
«Y coma así».
¿No es esto un gran estímulo? Si tenemos una conciencia cargada, el Señor no quiere que quedemos alejados del partimiento del pan, sino que confesemos nuestros pecados delante de Dios y, si hace falta, delante de los hombres. «Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Entonces podemos acercarnos y celebrar el memorial de nuestro Señor en toda sinceridad y de una manera que sea digna de él.
¡Soy indigno!
Al ver la santidad de la cena del Señor, alguien podría equivocarse pensando que nunca se sentirá digno de participar de ella. En 1 Corintios 11 no se dice de nadie que haya sido indigno como persona. Indignos eran su estado y manera en el momento de comer y beber. ¿Quién de entre nosotros sería en sí mismo digno de participar de la mesa del Señor, si Cristo no nos hubiera hallado en nuestro estado de perdición, no nos hubiera lavados por su sangre y hechos aptos para su presencia?
8.1.4 - La mesa del Señor
Hasta ahora nos ha ocupado sobre todo la cena del Señor a la luz de 1 Corintios 11. Pasemos ahora al capítulo 10 que nos presenta la mesa del Señor y las verdades relacionadas con ella.
¿Cuál es la diferencia entre estas dos cosas? Tomemos una imagen para explicarlo:
Un hombre invita a unos amigos para la cena. Tienen ante sí la comida del amo de casa. Cada uno de los invitados goza de ella y tal vez también se da cuenta de cómo es el hospedero, de su sencillez o su riqueza, de sus costumbres, sus atenciones, etc. Todo esto se manifiesta en su comida. Además, a la mesa del amo de casa se han sentado estos amigos. Cada uno, por el hecho de que toma parte en su comida, goza de la comunión en su mesa. Si es hombre honesto y estimado, no habrá invitado a su mesa a personas con ideas subversivas o con comportamiento inmoral, de lo contrario su buena reputación se vería empañada por su asociación con tales cosas. Por fin, esta comunión en la mesa expresa el lazo que existe entre los invitados. Cada uno está en relación con el amo de casa y sus intereses, y goza de las comidas que se hallan en su mesa.
Ahora entendemos tal vez mejor lo que 1 Corintios 10:14-22 quiere decirnos. Pero el significado de este pasaje sobrepasa mucho nuestra débil imagen.
La cena y la mesa son dos aspectos muy distintos de una sola y misma cosa. La cena del Señor, como lo hemos visto, es al mismo tiempo el memorial y la proclamación del amor y de la obra del Señor en su muerte. La mesa del Señor en cambio nos habla de comunión.
Los símbolos del memorial de 1 Corintios 11 son considerados en 1 Corintios 10 como los símbolos de la comunión.
Cuando los creyentes en la mesa del Señor bendicen la copa y la beben, anuncian por esto la comunión de la sangre de Cristo (1 Cor. 10:16). La expiación por esta sangre constituye la base de su comunión con Dios y entre ellos. Cuando parten el pan en la mesa del Señor, no es solamente en memoria del cuerpo del Señor entregado por ellos. También expresan por esto la comunión del cuerpo invisible de Cristo, formado por todos los cristianos nacidos de nuevo en la tierra, cuya cabeza es Cristo en la gloria (Efe. 1:22-23). «Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan» (1 Cor. 10:17).
La mesa del Señor es pues la representación pública de la unidad del cuerpo de Cristo, la expresión de la comunión, de la identificación completa con él y su cuerpo, del cual todos los redimidos son parte, de la misma manera que los miembros del cuerpo humano son parte de este cuerpo. La mesa del Señor evidentemente no es el mueble sobre el cual están puestos la copa y el pan, sino que se trata del principio divino, del terreno escriturario sobre el cual el pan tiene que ser partido.
Algunas preguntas han de surgir en la mente de algunos de nuestros lectores; quisiéramos procurar contestarlas de forma sencilla y breve.
8.1.4.1 - ¿Puede el cristiano celebrar la «cena» para «él mismo solo»?
Muchos cristianos sinceros en la cristiandad contestan esta pregunta afirmativamente. Se «prueban… a sí mismos» y, con profundo respeto, al tomar la cena se acuerdan del amor que el Señor tuvo para con ellos personalmente; se acuerdan de este amor que lo llevó a sufrir y morir para expiar los pecados de cada uno de nosotros individualmente y para llevarnos a Dios. Piensan que no es asunto de ellos cerciorarse de que, en el lugar donde toman la cena, se ejerza la disciplina y los incrédulos no sean recibidos. Pero, independientemente de que lo sepan o no, la cena en la cual participan está siempre en relación con una mesa, con un principio de comunión. Por eso son responsables delante del Señor de examinar si la mesa con la cual se asocian lleva realmente el carácter de la mesa del Señor.
8.1.4.2 - Hoy en día, ¿dónde está la mesa del Señor?
En pocas palabras, la respuesta fundamental basada en la Palabra de Dios es la siguiente: allí donde el Señor Jesús es el único centro de la congregación; donde su santo nombre no está asociado a ninguna iniquidad o a otras cosas contrarias a las Escrituras; donde se practica la disciplina con este fin; donde la autoridad del Señor es reconocida y no está puesta a un lado por un comportamiento de independencia; donde no se excluye a ningún hijo de Dios de la comunión por medio de barreras de organización o de confesión particular, pero donde se procura evitar todo lo que es contrario a la verdad según la cual todos los rescatados en la tierra pertenecen al único cuerpo de Cristo.
8.1.4.3 - ¿Quién puede participar en el partimiento del pan en la mesa del Señor?
Todo aquel que pueda hacer suyas las palabras de 1 Corintios 10:17: «Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan», o sea todo aquel que es nacido de Dios, que tiene una marcha y una doctrina sanas, y se separa de todo lo que no es conforme al principio de la mesa del Señor.
Puesto que el Señor responsabiliza a la iglesia local de celebrar la fiesta, no con «la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad» (1 Cor. 5:8), es evidente que la persona que desee expresar la comunión en la mesa del Señor debe ser examinada por la iglesia local para saber si cumple con las condiciones dadas por la Palabra.
8.2 - La adoración común
En el momento de la reunión para el partimiento del pan, los símbolos puestos delante de los creyentes les recuerdan con insistencia la maravillosa realidad del amor de Dios para con seres tales como nosotros: el don inefable de su Hijo, el sacrificio de Jesucristo como nuestro Sustituto, el don de su vida, su muerte y su resurrección. Si estas cosas ocupan los corazones de los que son objetos de este amor incomparable, solo podrán producir cantos de alabanza y de alegría, un agradecimiento sincero y una adoración llena de un profundo respeto. La reunión para el partimiento del pan es pues al mismo tiempo una reunión de adoración común.
El Señor, al instituir la «cena», «tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio» (Lucas 22:19). Pablo también habla de «la copa de bendición que bendecimos» o por la cual damos gracias. Ciertamente los creyentes son exhortados a ofrecer «siempre a Dios… sacrificio de alabanza» (Hebr. 13:15). Pero en la mesa del Señor tienen la oportunidad única de hacerlo en común. ¡Qué sabor anticipado del cielo donde la adoración común será la dichosa y principal ocupación de todos los redimidos, su servicio eterno!
8.2.1 - La noción del «culto»
Son numerosos los que van a la iglesia el domingo diciendo: «voy al culto». Con eso se refieren al sermón del domingo acompañado de oraciones y cantos. Si el predicador es serio, procura, al anunciar la Palabra de Dios a los creyentes y a los inconversos, servir a Dios lo mejor que puede, sin embargo, su servicio se dirige a hombres, y las personas presentes han venido para escuchar y recibir.
Semejante servicio ciertamente es bueno en su lugar: todo servicio hecho en la dependencia del Señor, para los suyos y para los hombres en general, le agrada (Sant. 1:27). Porque dice: «De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mat. 25:40). Pero en el momento de la adoración común, tenemos el privilegio de acercarnos a Dios y de llevarle algo. Este es el servicio más excelente que Él espera de los suyos y este servicio no ha de ser minimizado en ninguna manera. El Padre busca a tales adoradores, que adoren a su persona (Juan 4:23-24). Ahí no se trata de nuestras necesidades, de nuestro desamparo, de nuestras experiencias; estas cosas no deben entremezclarse con la adoración, ni con los cantos de alabanza, ni con las acciones de gracias. Solo la persona del Padre y la del Hijo han de estar delante de los corazones de los adoradores. En la mesa del Señor nos acordamos de la manera tan gloriosa y maravillosa en que Dios se ha revelado en la persona de su Hijo y en su obra de redención. La verdadera adoración es la respuesta dada al corazón de Dios por todas estas cosas y por todas estas bendiciones.
8.2.2 - Hemos de adorar «en espíritu y en verdad» (Juan 4:24)
Cualquier ser humano no es un adorador. El inconverso todavía se halla en la posición de pecador. Primeramente, es preciso que venga a la luz de Dios y que reconozca a Dios como el Santo según su revelación en Cristo Jesús (Rom. 5:19). Solo después de haberse juzgado a sí mismo en esta luz, y de ser justificado por la fe de Jesucristo, recibirá el don del Espíritu Santo (Gál. 2:16; Hec. 2:38). Por este Espíritu de adopción, clama «¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15), y puede entrar con plena libertad en el Lugar Santísimo (Hebr. 10:19-22), el verdadero lugar de la adoración, con los que han recibido una fe igualmente preciosa. El Espíritu da al creyente la certidumbre de su adopción y lo conduce hacia toda la verdad tal como se halla revelada en las Santas Escrituras. El Espíritu es la fuente de los pensamientos, de los afectos, de las manifestaciones del amor, de la alabanza y de la adoración en los corazones de los creyentes. Continuamente los conduce hacia las gloriosas realidades del amor del Padre y del Hijo.
Por eso el Espíritu constituye el poder de la adoración cristiana. Sin él, nadie puede llevar a Dios una adoración que le sea de Su agrado.
8.2.3 - «Nosotros adoramos lo que sabemos» (Juan 4:22)
Contrariamente a los samaritanos, los judíos podían decir en verdad que servían al Dios verdadero, al menos exteriormente. ¡Cuánto más aún se aplica esto a los hijos de Dios que están ahora en el terreno de la salvación de Dios, la cual «viene de los judíos»! La verdadera adoración cristiana presupone la comprensión de las cosas de Dios y de su salvación reveladas en el Cristo Jesús.
Bajo el antiguo pacto, el servicio religioso del pueblo consistía principalmente en seguir las prescripciones ceremoniales de la ley. Los israelitas no podían captar más que una pequeña parte del significado figurado de las cosas que utilizaban.
Ahora conocemos a Jesús, su obra cumplida, los consejos de Dios que ha realizado y nuestra relación con el Padre. Los elementos del culto del Antiguo Testamento son para nosotros imágenes de verdades profundas, y un venero con ricas enseñanzas divinas sobre lo que ha de ser el objeto de nuestra adoración.
¡Basta pensar en los sacrificios de los primeros capítulos del Levítico que describen de manera figurada los múltiples aspectos del sacrificio de Jesucristo! Nos dejan ver que el adorador cristiano, por sus cantos y acciones de gracias, debe ante todo llevar a Cristo delante de Dios, a Cristo en sus perfecciones y su obra. Es para Él un sacrificio en olor fragante. ¡Qué privilegio tener de esta manera comunión con Dios mismo a propósito de su Hijo, conscientes de las relaciones íntimas en las cuales estamos con el Padre y el Hijo!
8.2.4 - Sois un «sacerdocio santo»
Hay otra diferencia entre el judaísmo y el cristianismo: Bajo el antiguo pacto, solo los hombres de la familia de Aarón, de la tribu de Leví, tenían derecho a ejercer el sacerdocio. Hoy en día, todos los que son piedras vivas de la casa de Dios pertenecen al «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:5, 9). Por ende, los creyentes que se reúnen han de ser conscientes de que todos son sacerdotes para llevar a Dios la adoración en la dependencia del Espíritu Santo. Según lo juzgue oportuno, el Espíritu utilizará durante la reunión a tres, seis o diez hermanos para expresar la alabanza de los creyentes congregados.
En relación con la alabanza, Hebreos 13:15-16 menciona aún otro sacrificio:
8.2.5 - «De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis»
De tales sacrificios se agrada Dios (sacrificios espirituales y materiales). La hora del culto es pues el momento conveniente en el cual el creyente puede responder a esta exhortación y, por dones materiales, participar de «lo que a los santos falta» (2 Cor. 9:12) (esto es, «hacer bien») así como en las necesidades de la obra del Señor y de sus siervos (esto es, «la ayuda mutua»). Este pensamiento está confirmado por las instrucciones dadas por el apóstol Pablo a los corintios: «Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado, guardándolo» (1 Cor. 16:2).
Regocijémonos pues durante la semana «en todo el bien» que Dios ha puesto delante de nuestros corazones a fin de que el domingo podamos acercarnos a él con canastas llenas y glorificarle (Deut. 26:1-11).
8.3 - La reunión de oración
No es necesario demostrar a ningún hijo de Dios que puede salir de apuros sin la oración personal. Después de nacer, el recién nacido empieza por gritar; de la misma manera, el creyente empieza por orar desde el día de su nuevo nacimiento. Es una de las primeras manifestaciones de la vida nueva que posee en adelante: «He aquí, él ora» (Hec. 9:11) dice el Señor a Ananías para convencerle de que su obra de gracia en Saulo de Tarso había producido un cambio completo.
La vida de oración del cristiano no debe ser interrumpida. En efecto, es la expresión de su dependencia de Dios y de su confianza en él. Si necesita esforzarse para orar, si su diálogo con Dios enrarece y se vuelve formal, seco o si carece de sustancia, se muestran síntomas de una enfermedad que alcanza su vida interior. Debería inmediatamente buscar cuál es su causa.
Nuestro Señor nunca conoció semejantes interrupciones. Durante su vida de hombre en la tierra, «oraba» (Sal. 109:4). No podía ser de otro modo. Nunca abandonó el terreno de la dependencia y de la obediencia. La confianza en Dios que lo caracterizaba «desde el vientre de su madre» (Sal. 22:10) nunca falló. Su corazón entero permaneció en perfecta comunión con Dios, con sus pensamientos, con sus intereses y con sus consejos. Ni el mundo, ni el pecado pudieron entrar en el inmaculado santuario de su corazón. Tal estado de corazón hacía de la oración algo necesario en él, una fuente de paz y de gozo, un sabor anticipado de su actividad presente como sumo sacerdote en el cielo.
¡Que en todo eso podamos aprender de Él y ser hechos fieles intercesores, llevando en nuestros corazones los intereses de Dios y de la obra del Señor! ¡Cuán vivas serían entonces nuestras reuniones de oración, y qué bendición tan grande resultaría de ellas!
8.3.1 - Una preciosa promesa del Señor dada a la oración en común
En relación con sus enseñanzas sobre la «Iglesia», que iba a ser formada después de su resurrección, el Señor dice a sus discípulos: «Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos» (Mat. 18:19). ¡Qué alcance tan inmenso le da esto a la oración de la iglesia local y a la oración en común! Por sí sola, «la oración eficaz del justo puede mucho» (Sant. 5:16). Pero el Señor mismo nos enseña aquí que la oración en común tiene un efecto aún mayor. De esto nos da la razón diciendo: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Los creyentes pueden apegarse a esta maravillosa promesa para la reunión de oración como también para los otros tipos de reunión. Si el Señor mismo toma la dirección de tal reunión y el Espíritu Santo puede obrar sin obstáculos en todos los corazones allí presentes, ¡cuán conformes con Dios serán las peticiones expresadas y cuánto más el Señor podrá responder a sus oraciones! ¿Sería posible que un cristiano se quede alejado de tal reunión por razones fútiles? ¿No sería esto la prueba de un mal estado interior?
Puede ser útil recordar brevemente aquí los puntos positivos y negativos que es necesario observar o evitar durante una reunión de oración:
La unidad de pensamiento: Como ya lo hemos visto, la promesa del Señor depende del hecho de que los que se reúnen para orar estén «de acuerdo» (Mat. 18:19), o sea que pidan unidos en un mismo pensamiento. Las tensiones, las disensiones y las discrepancias de pensamientos entre los hermanos y hermanas, sean cuales fueren, no solamente contristan al Espíritu Santo, sino que también ponen en tela de juicio la oración en común y el cumplimiento. Los creyentes de Jerusalén «perseveraban unánimes en oración» y alzaban «unánimes la voz a Dios» puesto que eran siempre «de un corazón y un alma» (Hec. 1:14; 4:24, 32).
Peticiones precisas: A petición de su discípulo: «enséñanos a orar» (Lucas 11:1-13), el Señor dio particularmente el ejemplo del vecino «inoportuno» que llegó a su amigo con una petición clara y precisa: «Amigo, préstame tres panes». Los dos hombres sabían entonces claramente de lo que se trataba. Y una petición precisa obtiene una respuesta precisa.
Al levantarnos de una oración hecha de rodillas, deberíamos saber qué peticiones le hemos presentado a Dios y por qué cosa esperamos una respuesta.
Pedir con fe: Lo que dice Santiago desde un punto de vista personal, también es válido para los creyentes congregados para la oración: «Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda… no piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor» (Sant. 1:6-7; Mat. 21:22).
Pedir con perseverancia: Jesús dio a sus discípulos una parábola para enseñarles que tenían que «orar siempre, y no desmayar» (Lucas 18:1-6). Tenemos que hacer como esa viuda que no dejaba de volver a presentar al juez injusto la misma petición precisa hasta que fue satisfecha.
Oraciones cortas: Si las peticiones son hechas de una manera precisa y concisa en la reunión de oración, se podrá presentar un mayor número de peticiones.
Respecto a esto, todos deberíamos estar conscientes de que nos hallamos delante de Dios; esto es una razón para que nuestras palabras sean «pocas» (Ecl. 5:2). La oración hecha de rodillas no debe ser ni una meditación, ni una exhortación impuesta de esta manera a nuestros hermanos.
8.3.2 - La reunión para la edificación y la presentación de la Palabra de Dios
En los capítulos precedentes vimos que la edificación del cuerpo de Cristo se lleva a cabo mediante el suministro de un alimento espiritual conforme a la Palabra de Dios. Hemos señalado que el Señor ha dado dones a su Iglesia para el ministerio de la Palabra de Dios, y que él mismo forma estos dones para su tarea particular. En fin, las Santas Escrituras nos mostraron que el Señor desea reunir a los hijos de Dios hacia su nombre, en varios lugares, y dirigir él mismo las iglesias locales por medio del Espíritu Santo. Intentemos ver a grandes rasgos cómo realizar prácticamente una reunión para la edificación que no sea dirigida por un hombre.
Los creyentes se reúnen, conscientes de que el Señor está allí presente. En cuanto al servicio, nada ha sido convenido de antemano, sino no sería «reunirse como iglesia» (1 Cor. 11:18). Nadie viene con una predicación preparada. Tampoco el tema está fijado. Sin embargo, los corazones no están vacíos. Cada hermano fiel realiza para sí personalmente: «La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros» (Col. 3:16). Cada vez que ha tenido tiempo para esto, ha leído y estudiado cuidadosamente la Palabra. Así almacena en su corazón un tesoro de conocimientos de las cosas de Dios, «cosas nuevas y cosas viejas» (Mat. 13:52). Cuando están reunidos como iglesia, uno tendrá entonces «salmo», otro «doctrina» (1 Cor. 14:26). Cada uno espera la dirección del Espíritu y actúa cuando se siente llamado a hacerlo. El himno o la oración al principio tal vez le harán pensar en un pasaje de las Escrituras. O tal vez el Señor le había puesto algo en su corazón desde hace tiempo y le da ahora la libertad para comunicarlo en el ministerio de la Palabra.
El apóstol Pablo escribió a los corintios que habían sido bendecidos con muchos dones: «Los profetas hablen dos o tres» (1 Cor. 14:29). Hoy en día, aún puede ser que el primer hermano no tenga que transmitir sino una breve palabra y que un segundo hermano tenga que agregar unos pensamientos en la dependencia del Señor. Pero cada uno tiene que estar consciente de que todo debe hacerse «para edificación… decentemente y con orden» (1 Cor. 14:26, 40).
Puede que el hombre natural prefiera una predicación detallada y brillantemente elaborada a esta manera sencilla de presentar la Palabra. Pero el creyente espiritual es feliz de poder reunirse con otros cristianos alrededor del Señor, de acuerdo con las instrucciones de las Santas Escrituras, y de esperar en él por la fe para que la Palabra sea presentada por los canales y los dones que Él ha conferido a su Iglesia. «Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor. 1:25).
8.4 - Reuniones para el estudio en común de la Palabra
Las reuniones para estudiar ciertas porciones de la Biblia de manera continua y en común son muy útiles para instruir en la doctrina de la Palabra de Dios. Particularmente porque se puede estudiar la totalidad de un capítulo o de un libro, y tocar temas importantes que tal vez nunca serían tratados o explicados delante de todos, tales como «la pareja», «la disciplina», etc.
Los estudios en común de la Palabra estimulan el estudio personal de las Escrituras. Allí donde hay pocos creyentes y tal vez ningún don en particular, cada hermano tiene la posibilidad de participar muy sencillamente para la edificación de todos.
Sin embargo, notemos que las reuniones de estudio de la Palabra no deben reemplazar las reuniones de la iglesia en las cuales el Señor, por medio de un hermano que él escoge, comunicará una palabra en relación con el estado de la iglesia.
8.5 - Reuniones de evangelización
Usted dirá tal vez que todavía no hemos hablado de todas las clases de reuniones de una iglesia local. Faltan aún las reuniones de evangelización.
Si solo hablamos de ellas al final, es porque tales reuniones tienen un carácter distinto del de las reuniones de las cuales hemos tratado hasta ahora.
Las reuniones para el partimiento del pan y la adoración, para la oración y para la edificación, son reuniones de iglesia (1 Cor.11:18). Como lo hemos visto, no es el hombre quien tiene la dirección de ellas, porque cuando los creyentes están reunidos en el nombre del Señor Jesús, él mismo está allí en medio de ellos para dirigir todo el desarrollo de la reunión, por medio del Espíritu Santo.
Sin embargo, estos mismos creyentes también son responsables de responder al gran llamamiento para la misión que el Señor dio a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). A título individual –y no como «iglesia»– los creyentes deben ir a anunciar a la gente del mundo las Buenas Nuevas de la salvación en Cristo. En el ejercicio de este servicio, un hermano, que ha recibido del Señor un don de evangelista, tendrá reuniones de evangelización, ya solo, ya con ayudantes. Durante estas reuniones, este hermano puede esperar recibir todas las cosas del Señor: su dirección y su bendición, la acción del Espíritu Santo en la presentación de la Palabra y en la aplicación de esta al corazón y a la conciencia de los oyentes, así como para la salvación de los pecadores. De lo contrario, todo el servicio sería inútil. No obstante, la reunión de evangelización no lleva las características de una reunión de iglesia. Primero, los servidores actúan bajo su propia responsabilidad hacia el Señor. Por ejemplo, puede que Él les enseñe antes de estas reuniones los pasajes de las Escrituras o los temas a desarrollar, los himnos a cantar, etc. Segundo, puede que allí donde el evangelista es llevado a anunciar las Buenas Nuevas, no haya todavía iglesia local en el sentido de la Palabra de Dios (el principio de Mat. 18:20 pues, no puede ser aplicado allí).
Varios ejemplos del libro de los Hechos de los Apóstoles ilustran estas declaraciones: Pedro y Juan entraron al templo con el hombre cojo que acababa de ser sanado (Hec. 3:1-4:22). El Señor les dirigía de manera evidente en todos los aspectos. Atraído por el milagro, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico de Salomón. Pedro utilizó esta ocasión dada por el Señor para anunciar a los judíos el arrepentimiento y la remisión de los pecados por Jesucristo, y lo hizo con toda claridad, por el poder del Espíritu Santo. El resultado fue que centenares de hombres se convirtieron. Esta fue una de las primeras «reuniones de evangelización». No se realizó en el seno de la iglesia en Jerusalén cuyas reuniones para el partimiento del pan y para la oración tenían lugar en las casas, sino afuera, en el templo, o sea allí donde se podía hallar hombres para evangelizar. La presencia de otros creyentes entre los oyentes ni siquiera es mencionada.
Más tarde, Pablo y sus compañeros emprendieron varios viajes misioneros y visitaron varias ciudades de Asia Menor y de Grecia. Allí evidentemente no encontraron ninguna iglesia de creyentes en el seno de la cual hubieran podido anunciar las Buenas Nuevas de la salvación en Cristo, porque el Evangelio aún no era conocido entre las naciones. Predicaron la Palabra en las sinagogas, en las calles, en las plazas, y estas agrupaciones ciertamente no eran reuniones de iglesia.
¿Por qué, pues, es tan importante subrayar la diferencia entre las reuniones de iglesia y las reuniones de evangelización? Por un lado, unos creyentes podrían verse tentados a limitar la libertad que el Señor ha conferido a los evangelistas para el bien de la obra. Esta tendencia puede venir de la costumbre actual de tener reuniones de evangelización en los locales de reunión habituales. Por otra parte, existe el peligro de aplicar también a las reuniones de creyentes el carácter de una reunión de evangelización dirigida por un hombre. Necesitamos advertencia contra estos dos peligros.
8.5.1 - Las iglesias locales como centros de evangelización
El hecho de que no es la iglesia como tal la que evangeliza, ¿debe llevar a la conclusión de que la obra tan importante de la evangelización tiene que ser dejada únicamente a los hermanos llamados especialmente a este servicio por el Señor? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! La Palabra nos enseña por medio de hermosos ejemplos que cada iglesia debería ser en cierto modo un centro de evangelización. Es de allí que esta obra debería recibir todo el apoyo necesario, tanto por las oraciones como por la ayuda en el plan material y práctico. Además, cada creyente individualmente, si está lleno del amor de Cristo, se esforzará por poner en contacto con el Evangelio a los hombres que lo rodean. Una asamblea local tendrá evidentemente gozo en poner su local a disposición de los evangelistas que están firmes en la verdad. Así cada uno tendrá la oportunidad de invitar a amigos o conocidos de quienes se ocupa.
Los hermanos también tienen que ser conscientes de que, durante las reuniones de edificación habituales, pueden hallarse inconversos y niños entre los oyentes a quienes es preciso enseñar el camino de la salvación en Cristo.
¿Cuáles son pues las iglesias que la Palabra de Dios pone delante de nosotros como ejemplo patente de su celo para con el Evangelio?
8.5.1.1 - Antioquía
Desde esta iglesia, Pablo y Bernabé salieron para su primer viaje misionero hacia las naciones (Hec. 13:1-3). Los hermanos de la localidad empezaron por ayunar y orar. Todos procuraban ponerse enteramente a disposición del Señor y esperar sus instrucciones en vista de su servicio. Cuando el Espíritu Santo dijo: «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado» (Hec. 13:2), se pusieron otra vez a ayunar y a orar. Todos estaban conscientes de las dificultades de este servicio que implicaría para estos dos hombres tantas penas y peligros. Los encomendaron a la gracia de Dios para esta obra (Hec. 14:26). Luego les «impusieron las manos», lo cual era una señal que mostraba que se identificaban completamente con ellos en su servicio, y que durante los largos meses de su peligroso viaje, los acompañarían con sus oraciones, fervientes y perseverantes, a fin de que el Señor los dirigiese y los guardase, les abriese las puertas para la Palabra y produjese abundancia de frutos por medio de su trabajo.
La intercesión de Moisés en la cumbre de la montaña había sido antaño determinante para el desenlace del combate entre Israel y Amalec (Éx. 17:8-13). ¡Igualmente, las perseverantes intercesiones de la iglesia habrán sido ciertamente un poderoso factor de éxito para el servicio de Pablo y de Bernabé en el reino tenebroso del paganismo!
Cuando Pablo y Bernabé volvieron después de que hubieron cumplido su obra, reunieron a la iglesia y «refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hec. 14:27; véase también 18:22). ¡Qué participación en el Evangelio de parte de toda la iglesia desde el principio hasta el fin!
8.5.1.2 - Filipos
Los creyentes de Filipos también tenían en el corazón el Evangelio. Pablo podía dar gracias y rogar por ellos con gozo a causa de su participación en el Evangelio «desde el primer día hasta ahora» (Fil. 1:5). Hechos 16 nos muestra la manifestación de esta participación ya el primer día:
Lidia, la vendedora de púrpura, apenas había comprendido en su corazón la palabra que Pablo había pronunciado, apenas salvada, recibió en su casa a Pablo y a sus compañeros, los mensajeros del Evangelio. Con eso, se encargaba de un servicio importante y también peligroso en aquella época. Esto le causó a esta hermana mucho trabajo, pero lo hizo de buen agrado por amor al Señor: «Nos obligó a quedarnos».
Vemos algo parecido con el carcelero. Este hombre brutal, a quien la gracia de Dios hizo dar media vuelta por la fe, recibió «en aquella misma hora de la noche» a Pablo y Silas en su casa. Les lavó sus heridas, señas de su fiel servicio en el Evangelio. Luego puso una mesa delante de ellos, y creyendo a Dios se regocijó con toda su casa (v. 26-34). Cuando Pablo siguió su camino, los filipenses se acordaban de él. Más adelante, cuando fue encadenado, pidieron gracia para él y emprendieron la «defensa y confirmación del evangelio» (Fil. 1:7).
Su interés en la obra del Evangelio también se manifestaba por sacrificios materiales: cuando Pablo estaba en Tesalónica, le hicieron un envío para contribuir a sus necesidades, «una y otra vez» (4:16). Formaban parte de las iglesias de Macedonia que en su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad (2 Cor. 8:2).
Se puede suponer que la primera visita de Pablo a Filipos tuvo lugar en el año 53 después de Jesucristo. Pero les escribió su carta durante su primera cautividad, probablemente en el año 64 después de Jesucristo. Durante todos estos años, «desde el primer día hasta ahora», habían perseverado en la participación del Evangelio, ¡a pesar de los sufrimientos que esto les causaba!
8.5.1.3 - Tesalónica
La Palabra de Dios da este hermoso testimonio a la iglesia de Tesalónica: «Partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido» (1 Tes. 1:8).
Esta iglesia era como una cabeza de desembarco de la luz en el vasto reino de las tinieblas. Su vida no se limitaba al interior de los cuatro muros de un local. Sus obras de fe eran visibles al exterior. Su trabajo de amor no se ejercitaba solamente hacia los creyentes, pero el amor de Cristo la empujaba a proclamar la Palabra del Señor y de su obra de redención en toda Macedonia y Acaya. Y allá, se hablaba en todo lugar de cómo se convirtieron «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (v. 9-10).
¡Cómo debería el ejemplo de esta iglesia estimular aún hoy en día a los creyentes en todas partes a tomar parte activa en la obra del Evangelio y a identificarse con todos los que el Señor utiliza para llevar su Palabra a los hombres que «habitan en tinieblas y en sombra de muerte»! (Lucas 1:79).
8.5.2 - Métodos actuales para propagar el Evangelio
En los países cristianizados, en vista de la creciente indiferencia hacia el antiguo, pero glorioso, mensaje de la salvación en Cristo, muchos de los que desean ayudar a difundirlo adoptan nuevos métodos.
Procuran hacer que el mensaje sea «atractivo» callando, o al menos mencionando solo de paso, ciertos elementos desagradables del Evangelio, como la perdición completa del pecador, la imposibilidad de salvarse a sí mismo, la necesidad de un arrepentimiento profundo y de un cambio de actitud, el juicio venidero, la sangre de Jesús como único fundamento de la salvación, etc. Apenas cabe decir que diluir el Evangelio equivale a debilitar el mensaje divino, hasta a cambiarlo, lo que acaba por privarlo de su efecto y conducir a las almas a caminos de perdición.
También se procura agregar a una presentación escrituraria algunas cosas de apariencia agradable para el hombre natural, en vista de atraer el mayor número posible de indiferentes y de hacerlos receptivos para la aceptación de este Evangelio que perturba. Sin querer entrar en demasiados detalles, recordemos el principio divino según el cual «lo espiritual» debe ser enseñado por «lo espiritual». «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Cor. 2:13-14). Puede ser que algunos medios naturales pongan al hombre «en ambiente» y hasta puedan volverle «religioso». Pero esto no quita el hecho de que la salvación y el nuevo nacimiento del hombre sean el resultado de la obra del Espíritu Santo por medio de la Palabra de Dios, sobre la base de la obra de Cristo.
En vez de dejarnos impresionar por semejantes métodos y por los altos porcentajes aparentes de éxito logrados de esta manera, consideremos más bien lo que da poder a la proclamación del Evangelio según el pensamiento de Dios: el poder inalterable de la Palabra de verdad, el poder del Espíritu Santo que da dones para el ministerio de la Palabra y el poder de las intercesiones personales y en común. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6).
8.5.3 - Los evangelistas «independientes»
Otra práctica actual es la de los evangelistas «independientes». Afirman no estar ligados por nada, y se sienten enteramente libres en cuanto a su servicio. En esto, ven una mayor libertad y una mayor movilidad en su actividad evangélica que han instituido como obra de evangelización, de la cual han tomado la dirección ellos mismos. Los recién convertidos no son los únicos que se juntan a esta obra. Otros creyentes piensan hallar allí una mayor libertad, estimando demasiado «estricto» el orden de la casa de Dios que sin embargo resulta de su Palabra (1 Tim. 3:15).
Pues bien, tenemos que hacernos la siguiente pregunta: «¿Puede serle agradable a Dios que miembros del cuerpo de Cristo, añadidos a la casa de Dios como piedras vivas, se deshagan del orden de esta casa como si se tratara de una camisa de fuerza para aparentemente poder servir mejor la causa del Evangelio?» La razón humana puede contestar afirmativamente; pero la fe dirá «jamás, nunca jamás». Ella sabe que aun en la propagación del Evangelio, la bendición de Dios se encuentra ante todo en el camino de la obediencia y de la dependencia del Señor, aun si la obra que es posible cumplir en tal camino pueda parecer exteriormente mínima e insignificante.
8.5.4 - Proclamar todo el consejo de Dios
El apóstol Pablo, el gran evangelista, llevó a la fe a innumerables hombres. Ahora bien, no les anunciaba solamente algunas verdades concernientes al principio del camino de la salvación. Más bien, sintiendo profundamente su responsabilidad de enseñarles todas las cosas que eran «útiles», no rehuyó anunciarles «todo el consejo de Dios» (Hec. 20:20, 27). Sus cartas a las diferentes iglesias son testimonio complementario de esto. Aun si los evangelistas de hoy en día no tienen el don de maestro que tenía el apóstol Pablo, no obstante deberían mantener presente a la mente la voluntad de Dios, y contribuir para que los recién convertidos sean conducidos hacia toda la verdad. Esta no incluye solo la seguridad personal de la salvación, la doctrina de la liberación, el regreso del Señor, etc., sino que también comprende las grandes verdades de la Iglesia de Dios de la cual forman parte ahora. Cada uno debe saber cómo conducirse en la casa de Dios.
9 - El lugar de la mujer en la Iglesia de Dios
En la ley de Moisés, los animales del mar y de los ríos que tenían «aletas y escamas» (Lev. 11:9) eran considerados puros. Las aletas permiten que los peces tomen la dirección correcta y naden contra la corriente. Las escamas les sirven como una especie de coraza contra los peligros del medio ambiente.
Para todos los que siguen al Señor Jesús, el mundo con sus ideas, con sus principios, con sus objetivos y con sus gozos, se ha vuelto un elemento extraño y peligroso. El Señor mismo lo confirma: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Juan 17:16). Aquel que no sigue al Señor rechazado por el mundo con la energía de la fe, y que no busca de todo corazón «cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Rom. 12:2), es llevado por la fuerte corriente del mundo, y cae cada vez más bajo su perniciosa influencia. Es preciso que el mundo no halle ningún punto débil en nuestra coraza por el cual sus elementos dañinos puedan penetrar.
Mucha tirantez que tiene lugar entre los hijos y los padres, entre los hermanos y hermanas jóvenes y mayores, se debe al hecho de que los jóvenes no toman en cuenta las enseñanzas de la Palabra infalible, deseando seguir sus propias ideas modernas en puntos que ellos estiman «de poca importancia». Si los que pertenecen al Señor tuvieran cuidado, cada uno por sí mismo, de «no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» (1 Pe. 4:2), habría armonía perfecta entre los jóvenes y los mayores. Entonces se encontraría muchas veces que lo que parece ser falta de corazón y estrechez en los de mayor edad, es el resultado de la instrucción de la Palabra que tiene su fuente en el corazón de Dios.
Un ejemplo particularmente patente de tal corriente es el feminismo, el cual se extiende más y más en el mundo desde hace algunas décadas, y que brega para que la mujer ocupe la misma posición que el hombre en la sociedad. Esta corriente ni siquiera tiene su origen en los países paganos donde la mujer era considerada como la esclava del hombre y tratada como tal. Al contrario, se ha desarrollado sobre todo en nuestros países de occidente donde, desde hace mucho tiempo, el cristianismo ha liberado a la mujer de la esclavitud. La reivindicación actual para la igualdad de los derechos no procede de la Palabra de Dios, como lo vamos a ver. Su fuente se halla en una apreciación humana de la justicia. Este movimiento es una corriente mundana tanto más peligrosa para los hijos de Dios cuanto sus metas nos parecen nobles. Será pues útil, en relación con nuestro tema principal, hacer la siguiente pregunta:
9.1 - ¿Qué lugar tiene la mujer en la Iglesia de Dios?
Para hallar la respuesta correcta, es preciso que quede bien claro cuál es el lugar que Dios dio a la mujer en la creación, y cuáles son las consecuencias de la caída para ella.
9.2 - Su lugar en la creación
Adán fue creado primero (1 Tim. 2:13). Dios lo formó a partir «del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida» (Gén. 2:7). «Lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase». Al mismo tiempo, le prohibió comer del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Después de que el hombre hubiera vivido cierto tiempo cumpliendo su tarea, Dios dijo: «No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gén. 2:15-20).
Dios creó pues «por causa del varón» (1 Cor. 11:9) a un ser que le fuese de «ayuda idónea» y le complementase para cumplir la misión que le había confiado. Esta particularidad de la mujer no caracterizaba solamente a Eva, la mujer de Adán, sino que confiere el rasgo distintivo de cada representante de su sexo mientras existan la tierra y las leyes de la naturaleza establecidas por Dios. Por eso, 4000 años más tarde el apóstol Pablo, por el Espíritu Santo, confirma este hecho como fundamento de la posición de la mujer respecto del hombre (1 Cor. 11:9). La mujer tiene una estatura menor y es de constitución más delicada, también se diferencia del hombre en su manera de pensar y de sentir las cosas. Esto ya es una prueba de que fue creada para ocupar otro lugar en el mundo.
Eva no fue creada del polvo de la tierra independientemente de Adán, sino que «de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer… Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; esta será llamada Varona (Ishshah), porque del varón (Ish) fue tomada» (Gén. 2:22-23). Este acto de creación no solo confirma la posición de subordinación de la mujer, sino que constituye también una imagen de la maravillosa relación de Cristo con su Iglesia, relación establecida por su muerte. Y esta relación es también el modelo dado por Dios para las relaciones entre el hombre y la mujer en la pareja. El respeto del orden divino no impide al hombre amar a su mujer «como a su mismo cuerpo» y de sustentarla y cuidarla (Efe. 5:22-23, 28-29), más bien le incita a hacerlo.
El orden de la creación da a la mujer la posibilidad de alcanzar su plenitud conforme a su ser. La desdicha viene por el pecado que nos incita a despreciar los pensamientos de Dios.
9.3 - Las consecuencias de la caída
Satanás sabía muy bien que Dios había dado a Adán el mandamiento respecto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero aquel que, en el curso de los siglos, se ha manifestado como un buen conocedor de las debilidades del hombre, se presentó como tentador ante Eva, y no ante Adán. La encontró en el terreno de la igualdad de derechos, y Eva abandonó pronto su lugar de dependencia. En esta circunstancia fatal para la humanidad, Eva entró en negociaciones con nuestro declarado enemigo, como si esto fuera de su competencia. Le dijo: «podemos comer…». La catástrofe sobrevino en el momento en que ella tomó la posición de jefe en lo que se refiere a las relaciones del ser humano con Dios (Gén. 3:1-6).
Por eso, aparte de la maldición pronunciada por Dios respecto a Adán en relación con la tierra, la mujer también sufrió consecuencias que solo conciernen a su sexo: «Con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti» (Gén. 3:16). Cierto, Adán pecó con los ojos abiertos, y su falta fue mayor que la de su mujer. Sin embargo, no es él quien fue engañado, sino Eva cuando actuó en independencia (1 Tim. 2:11-14). Por eso Dios le dijo: «él se enseñoreará de ti». En otras palabras: no debes más dejar tu propio lugar de sujeción.
9.4 - ¿No ha cambiado todo para nosotros, los creyentes?
Para numerosos cristianos, como para los creyentes de Corinto, la diferencia entre el hombre y la mujer habría desaparecido aquí abajo y la mujer estaría en un plano de absoluta igualdad con el hombre, en vista de su posición en Cristo delante de Dios, donde todos son iguales. En sus escritos inspirados por Dios, el apóstol Pablo refutó claramente este erróneo punto de vista (1 Cor. 11:2-16). Mientras estamos en este cuerpo, el orden de la creación instaurado por Dios permanece vigente para nosotros. Y no podemos sustraernos a la maldición que vino sobre la creación. La declaración «no habrá más maldición» (Apoc. 22:3) será válida en la tierra solo después del arrebatamiento de la Iglesia, la esposa de Cristo, y del establecimiento del reino milenario.
Según Dios, el lugar de la mujer en la Iglesia de Dios en la tierra corresponde al lugar que ella tiene en la creación y a las consecuencias de la caída.
9.5 - Señales exteriores de la jerarquía divina
Hay una jerarquía divina:
- El jefe o cabeza de la mujer, es el varón.
- El jefe o cabeza de todo varón, es Cristo.
- El jefe o cabeza del Hijo del hombre ungido como Cristo, es Dios (1 Cor. 11:3).
Los hombres deberían respetar este orden; pero entre ellos todos los cimientos de la verdad vacilan. Cuando se trata de creyentes que han purificado sus almas por la obediencia a la verdad (1 Pe. 1:22) y que son llamados a resplandecer como luminares en medio de una generación maligna y perversa (Fil. 2:15), Dios espera tanto más que se sometan a esta jerarquía en sus corazones, y no solamente esto, sino que la manifiesten exteriormente mediante señales visibles:
«Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza» (1 Cor. 11:4). Pues el hermano tiene que ser consciente de que no es a causa de una costumbre libertadora actual que se puede presentar delante de Dios con la cabeza descubierta, sino por una razón muy distinta: Hemos recordado que el hombre y la mujer constituyen en su relación una imagen de Cristo y de la Iglesia. Por eso el hombre que ora o profetiza no debe cubrir su cabeza porque en esta imagen representa a Cristo quien, como cabeza de la Iglesia, no está sometido a ningún dominio, sino que tiene el dominio. El hombre es «imagen y gloria de Dios» y afrentaría a Cristo, su cabeza, si orase o profetizase con su cabeza cubierta. La gloria de Cristo debe ser vista y no cubierta.
9.6 - Una primera señal exterior
«Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta su cabeza» (1 Cor. 11:5). Negaría por eso que el hombre es su cabeza y que le está sujeta. Al contrario, debe reconocer en su corazón que este orden es Dios quien lo quiso y testificar, mediante la señal exterior de la cabeza cubierta, que ella (que representa a la Iglesia) está sujeta al hombre, su jefe, y que está así bajo su autoridad.
9.7 - Una segunda señal exterior
En 1 Corintios 11 se da por sentado que la mujer tiene el cabello largo. Esta señal está también estrechamente ligada a lo que significa cubrirse la cabeza (1 Cor. 11:6), pero tiene también otro alcance espiritual. El cabello largo le es dado a la mujer en lugar de velo (1 Cor. 11:15). La persona que lleva un velo está escondida detrás de él. Pero al mismo tiempo este velo es «honroso», o sea, un adorno, un ornato. ¿Cuál es pues el verdadero adorno de la mujer? En 1 Timoteo 2:9-10 está dicho respecto de esto: «Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia…». Y en 1 Pedro 3:1-6: «Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que… sean ganados… considerando vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo… sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible… porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres… estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor».
Vemos aquí un atavío detrás del cual el ser interno, el del corazón, está escondido, de la misma manera que el ser externo está escondido detrás del velo del cabello largo. Este atavío moral mencionado en los versículos arriba citados está puesto en evidencia por el ser «interno, el del corazón» y por eso es al mismo tiempo la prueba de su presencia y de la vida que mora en él. Ocurre exactamente lo mismo con el cabello largo y el ser que está escondido detrás. Así, el cabello largo es una imagen del ornato incorruptible de un espíritu afable y apacible que se manifiesta como está descrito en los versículos que acabamos de citar. Pero si ahora una mujer o una joven no tiene el cabello largo, esto equivale a decir: «me falta el adorno espiritual». Por eso está escrito: «Porque si la mujer no se cubre» (es decir, no reconoce su sumisión), «que se corte también el cabello». Una hermana, meditando con calma en estas cosas delante del Señor ¿cómo no se vería atraída por este adorno espiritual y no lo adoptaría exteriormente?
9.8 - Por causa de los ángeles
Quienes desechan tan fácilmente cosas que ellos mismos califican como «detalles» sin importancia, podrían formularse la siguiente pregunta: «¿Por qué Dios se apega a esta señal exterior? ¿No ve el corazón solamente?» La Palabra de Dios dice: «por causa de los ángeles» (1 Cor. 11:10). Aparte de los hombres, los ángeles son los únicos seres de la creación dotados de discernimiento e inteligencia. Cierto, no pueden comprender el consejo de Dios para con los hombres, la maravillosa y gloriosa relación entre los redimidos y Dios, así como lo leemos: «cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles» (1 Pe. 1:12), puesto que fueron reveladas «a sus santos», y no a ellos. Sin embargo, conocen el orden de Dios en la creación. «Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles».
Esta breve explicación de la Palabra de Dios basta a la fe sencilla. No obstante, que aquel que encuentre dificultad en inclinarse frente a estas directivas se examine para ver si no le falta precisamente el estado de corazón que se expresa mediante estas simples señales exteriores.
9.9 - La mujer no debe enseñar
Todos los que siguieron atentamente lo que acabamos de decir entenderán por qué el apóstol, por el Espíritu Santo, da la instrucción siguiente: «La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio» (1 Tim. 2:11-12). Y también: «Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas» (1 Cor. 14:34). En el curso de sus explicaciones, Pablo alude nuevamente al orden en la creación y al papel principal que Eva desempeñó en la caída (1 Tim. 2:13-14).
Ninguna hermana que se somete a estas directivas enseñará públicamente en un lugar donde los hombres están presentes, porque haciendo así tomaría la dirección. Puede haber circunstancias y situaciones en las cuales una hermana que busca servir al Señor con celo y dedicación tenga grandes ejercicios de corazón para mantenerse detrás de esta barrera. Pero nuestro servicio agrada al Señor solo cuando nos sometemos en todo a su Palabra y a su voluntad.
Una hermana que se atiene a este orden no orará en público en las reuniones de la iglesia; porque se constituiría en boca de los hermanos presentes y, por ende, tomaría la dirección.
9.10 - El verdadero campo de actividad de la mujer creyente
¡Que nadie vaya a pensar después de todas estas declaraciones que una hermana tenga menos valor que un hermano para el corazón del Señor! «Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Juan 11:5). ¡Y que nadie piense que la vida y el servicio de una hermana vayan a ser menos importantes para el Señor que la vida de un hermano que le sirve más públicamente! Él no aprecia nuestro servicio según el alcance del sonido de la voz, ni según el eco que halla entre los hombres. Aquí se trata únicamente del lugar que debe tomar la mujer creyente que pertenece a la Iglesia de Dios. Ahora queremos definir brevemente el verdadero campo de su actividad que se ejerce más bien en el seno de la casa que en público. Abundantes ejemplos de la Palabra de Dios lo confirman.
En el matrimonio en calidad de mujer y madre: La mayoría de las hermanas han hallado en su propia familia el campo de actividad que corresponde enteramente a su naturaleza y a su ser. A la mujer piadosa se le ofrecen posibilidades para desarrollar plenamente sus numerosos dones y capacidades que en muchos aspectos son distintos de los del hombre. Qué bendición cuando, más allá de las diversas tareas domésticas, ella no olvida las grandes metas de su elevada misión, tan bien descritas en Proverbios 31 y que podemos aplicar a la familia cristiana.
No solamente es una gran ayuda para su marido en las necesidades exteriores, sino también para la tarea a la cual el Señor la ha llamado. «El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias. Le da ella bien y no mal todos los días de su vida» (Prov. 31:11-12). Si «su marido es conocido en las puertas, cuando se sienta con los ancianos de la tierra» (Prov. 31:23), es gracias al apoyo de ella. Por supuesto que el hermano no tiene que buscar un sitio de honor en este mundo, sino que aspirará a servir al Señor en su obra. ¡Cuán animado estará si su mujer lo sostiene, lo acompaña en la oración y está lista para hacer sacrificios para que su marido pueda cumplir su servicio sin estorbos!
¡Qué importancia tiene también la educación de los hijos «en disciplina y amonestación del Señor» (Efesios 6:4), que descansa en gran parte en la madre! También en eso «abre su boca con sabiduría», sabiduría que habrá extraído de la Palabra de Dios y en su relación personal con el Señor, «y la ley de clemencia está en su lengua» (Prov. 31:26). Así es cómo Moisés, Samuel, Timoteo y muchos otros, de quienes el ministerio ha sido de bendición para el pueblo de Dios, han recibido desde su más tierna infancia, impresiones profundas y duraderas a través de la enseñanza de su madre.
«Alarga su mano al pobre, y extiende sus manos al menesteroso» (Prov. 31:20), practica la hospitalidad (Rom. 12:13), y sin desatender estas tareas importantes, tiene aún tiempo –la mujer en Proverbios 31 tenía criadas– «considera la heredad, y la compra». Para ella los intereses del Señor están en el primer plano y todos los frutos de su trabajo son para él.
El servicio de las hermanas solteras: Lo que debería ser la meta principal de las esposas y de las madres también puede caracterizar a las solteras. «La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor» (1 Cor. 7:34) nos dice la Palabra. Si considera su vida desde este ángulo ¡cuántas consecuencias tan ricas brotarán de ello!
Fundamentalmente, el campo de actividad de las solteras es similar al de sus hermanas casadas. La hermana soltera tal vez se ocupará de la escuela dominical o tendrá otro servicio con los niños. Cuidará, particularmente por medio de visitas, de los enfermos y de sus familias. Tendrá a pecho toda la obra del Señor, y acompañará a sus servidores con sus oraciones e intercesiones. Si «considera» con interés detenido esta gran «heredad», «la comprará» (Prov. 31:16). El Señor no dejará de mostrarle tareas que cumplir en su ambiente próximo o lejano, tareas que corresponderán al lugar que Dios le ha atribuido en la iglesia, y que a veces ningún hermano puede cumplir. ¡Ojalá que haya muchas de estas hermanas dedicadas y que no hacen caso de sí mismas en la obra del Señor!
10 - La disciplina en la Iglesia
En relación con nuestro estudio sobre «la Iglesia de Dios» necesitamos abordar aún un punto más, el que concierne a la disciplina, por más que nuestra tendencia fuese pasarlo por alto.
Sin embargo, no se puede evitar que cada creyente, aun joven, tenga el deber de ocuparse seriamente de este asunto. Que las explicaciones que siguen puedan serle de ayuda.
10.1 - La necesidad de la disciplina
Del mantenimiento o del descuido de la disciplina depende la existencia de una manifestación visible de la Iglesia de Dios en la tierra. Sin la disciplina no puede haber congregación en el nombre del Señor. Sin la disciplina de la iglesia cada creyente estaría abandonado a sí mismo: Si cae en el pecado, no habría ningún obstáculo para impedir que el pecado contamine a sus hermanos y hermanas, y no habría ningún medio para restablecer según Dios la comunión interrumpida con el Señor y los suyos.
10.2 - La santidad conviene a la casa de Dios
¡Qué gracia tan maravillosa que hombres, con un pasado caracterizado por el pecado, puedan entrar en una relación íntima e indisoluble con Dios por medio de la fe viva en Jesús, sobre la base de su muerte y de su resurrección! Ahora que hemos sido santificados y que somos amados, podemos tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Juan 1:3).
Por el hecho de que esta relación con él es una verdad viva, el andar práctico de los redimidos, tanto individual como colectivo, debe corresponder al carácter mismo de Dios. «Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:15-16).
Desde siempre, Dios ha tenido el deseo y la voluntad de habitar en medio de los hombres. Para el pueblo de Israel, su morada fue el tabernáculo, luego el templo. Ya entonces, el salmista exclamó: «La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). Dios ha vigilado celosamente que la santidad de su morada terrestre se mantuviese. Cuando el pueblo cayó en idolatría e introdujo en Su casa unas imágenes de sus abominaciones (Ezequiel 8), ya no pudo permanecer allí. El profeta Ezequiel tuvo que ver con dolor la gloria de Dios elevarse por encima del templo y salir de la ciudad (Ez. 10 y 11).
Hoy en día, la Iglesia es la morada de Dios en la tierra. Todos los redimidos, como piedras vivas, son edificados como casa espiritual en la cual Dios mismo habita (1 Pe. 2:5). Otros pasajes lo confirman: «Vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (2 Cor. 6:16-18). ¡Qué realidad bendita pero solemne! «Por lo cual, –sigue el apóstol– salid de en medio de ellos (los incrédulos), y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso».
10.3 - Las consecuencias del mal en la iglesia
1. Si el enemigo logra introducir el mal en una iglesia local, el nombre de Dios y del Señor Jesús está comprometido y, por ende, es deshonrado (los hermanos y hermanas ante todo deberán lamentar por este estado de cosas (véase 1 Corintios 5:2); este ha de ser su principal afán hasta que el mal sea juzgado y quitado).
2. El Espíritu Santo con el cual los creyentes fueron sellados está contristado (Efesios 4:30). Ya no puede obrar. Existe una falta de poder y de vida espiritual. La sequía y la esterilidad se abren paso en la iglesia.
3. El mal tiende a extenderse y a oscurecer la luz del testimonio frente al mundo.
10.4 - ¿Bajo qué forma puede aparecer el mal?
Se puede tratar de un mal moral como la fornicación, la avaricia, la idolatría, la maledicencia, la embriaguez, el hurto, etc. (1 Cor. 5:11), de un pecado contra un hermano, o de falsas doctrinas. Si el cristiano no anda en el Espíritu, la carne obra en él, y es capaz de todas las malas obras (Gál. 5:19-21). ¡Cuánto deberíamos vigilar para no ser tentados!
10.5 - ¿Quién debe ejercer la disciplina?
Los hermanos conductores de una localidad no pueden obrar en lugar de toda la iglesia. En relación con el pecado de un hermano contra otro, el Señor remite el asunto a la iglesia y dice: «Todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo… Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:15-20). Lo que decide tal iglesia local, en la dependencia del Señor, es reconocido en el cielo.
Las directivas del apóstol a propósito del «mal» en la iglesia de Corinto confirman este principio (1 Cor. 5). Toda la iglesia en esta localidad era competente en este asunto de disciplina y tenía que obrar «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo».
Cierto, toca a los hermanos experimentados examinar con cuidado cada caso particular que puede llevar a una medida de disciplina. Pero hablarán de esto en una reunión de administración y esta deliberará. Si están persuadidos, sobre la base de las Santas Escrituras, que una medida de disciplina es necesaria e inevitable, lo comunicarán durante una reunión a toda la iglesia –a todos los hermanos y hermanas que participan del partimiento del pan–. De esta manera, cada uno tiene la posibilidad de tomar una posición, sea no diciendo nada, sea comunicando su pensamiento a uno de los hermanos.
Es evidente que, aun en los asuntos de disciplina, el principio de que todos los creyentes forman un cuerpo tiene que ser respetado. Cada creyente, cada iglesia local, por todas partes en la tierra, debe reconocer la decisión que una iglesia tomó ante el Señor, y asumir las consecuencias que resultan de esta. Esta decisión tiene autoridad para todos, ya sea que se trate de la recepción de un creyente a la mesa del Señor o de un caso de disciplina.
El hecho de que pertenecemos a un cuerpo podrá también llevar a una iglesia local que debe tratar un asunto de disciplina a buscar o aceptar la ayuda o el consejo de hermanos que tienen discernimiento y que son fieles, de preferencia de iglesias vecinas. Por esta misma razón, escuchará, y tal vez tomará en cuenta las posibles preocupaciones de estos hermanos que le serán presentadas con amor. Esto no cambia en absoluto el hecho de que el Señor ha conferido a la iglesia local la competencia de ejercer la disciplina.
10.6 - ¿Qué se debe entender por la palabra «disciplina»?
Todos estamos bajo la disciplina del Espíritu que obra constantemente en nuestro corazón y nuestra conciencia por medio de la Palabra: «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebr. 4:12).
La comunión con los hermanos y las hermanas también contribuye a la disciplina. Sus palabras o su ejemplo me han interpelado o reprendido. Si soy espiritual, puedo en reciprocidad influenciarlos favorablemente. Somos exhortados a «considerarnos unos a otros» no para ser «acusadores de nuestros hermanos», sino «para estimularnos al amor y a las buenas obras» (Hebr. 10:24). La Palabra supone siempre que los creyentes se aman unos a otros y que no son indiferentes o fríos unos con otros. El Señor dice a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Juan 15:12). Semejante amor es entre los creyentes una fuerza que estimula, ayuda, soporta y alivia. Pero ha de ser un amor verdadero: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos» (1 Juan 5:2). ¡Si fuéramos más fieles para ponerlo en práctica, en muchos casos no sería necesario recurrir a la disciplina eclesiástica!
10.7 - Si alguno se extravía
Si en un hermano ciertos indicios dejan ver una tendencia a extraviarse del camino recto de alguna manera, esto debe humillarnos profundamente. Preguntémonos entonces: ¿no hemos tal vez faltado en estos cuidados para con él, en esta atención afectuosa que le hubiera permitido reconocer a tiempo sus primeros pensamientos malos y condenarlos como tales?
Y he aquí, necesita nuestra mano fraternal para ayudarle. Vayamos hacia él directamente y no propaguemos por ningún lado lo que hemos percibido. Puede que sean solo los primeros síntomas; pero si no se toma en cuenta el mal y si no se juzga, el hermano caerá más y más bajo su poder, y el mal tendrá una influencia devastadora en otros miembros de la iglesia.
La manera de cómo acercarse al hermano es determinante. Si lo abordamos sobre la base de nuestra propia justicia y autosatisfacción, solo lo empujaremos más hacia el mal camino. Pero si somos conscientes de nuestra propia debilidad, y nos acercamos a él en un espíritu de súplica, de dulzura y de gracia, entonces el Señor tal vez contestará a nuestra súplica y llevará a este hermano a la confesión y al arrepentimiento. Está «restaurado».
Aquí se trata naturalmente de una falta que no lleva consigo una medida de disciplina de parte de la iglesia. Se ha dejado «sorprender en una falta» (Gál. 6:1). Sin embargo, es deseable que el arrepentimiento vaya más allá de la falta misma, y también se refiera a su falta de vigilancia y de dependencia de Dios, a fin de que esta falta ya no se reproduzca.
10.8 - «Si tu hermano peca contra ti…»
Un hermano puede pecar contra nosotros por cualquier impulso carnal, por celos, por envidia, por espíritu de disputa o bien a causa de una ventaja material. ¿Qué hacer en este caso?
La respuesta natural del corazón sería de pagar con la misma moneda, o de apartarse con la cabeza alta y descargarse contando por todos lados, y con todos los detalles, la injusticia que se ha cometido contra nosotros, aun a la gente del mundo. Tal vez otro hermano espiritual pensará más bien remitir el asunto al Señor y dejarlo obrar.
Pero el Señor enseña otro camino (Mateo 18:15-17). Tú que has sufrido la injusticia, que has sido calumniado o afectado, debes actuar de la siguiente manera:
1. «Ve y repréndele estando tú y él solos» con el propósito de ganarle por medio del amor, no para obtener satisfacción. Todo aquel que aborda a su hermano en este espíritu de Cristo, con la dulzura y el amor que Cristo manifestaba para con sus enemigos, puede llegar a que su hermano reconozca su pecado, se doblegue delante de él y del Señor, y busque si es necesario reparar las consecuencias eventuales de la injusticia cometida.
Así es como el pecado es quitado de una manera según las Escrituras cuando hubiera podido degenerar en una disputa entre hermanos, incluso en que se tome partido en el seno de la iglesia, todo esto a partir de un hecho inicial insignificante.
2. «Si no te oyere, toma –siempre con el objeto de ganar al hermano– aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra».
3. «Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia» que debe ahora, sobre la base de estos testimonios, esforzarse en restaurar al hermano. Pero si aún no oye, entonces la iglesia debe actuar.
10.9 - Nuestro comportamiento frente a falsas doctrinas
Algunas personas son propensas a considerar una doctrina que se aparta de las Escrituras, aun si se trata de una doctrina tocante a la persona del Señor o tuerce una verdad de la salvación, como menos grave que las varias formas del mal moral enumeradas en 1 Corintios 5:11: la fornicación, la avaricia, la idolatría, la maledicencia, la embriaguez, el hurto, etc. Sin embargo, las falsas doctrinas son más peligrosas en su efecto porque carcomen como gangrena (2 Tim. 2:17; compárese con Gál. 1:8-9; 1 Tim. 1:19-20). La Palabra de Dios muestra que es preciso estar muy determinado para con los que traen falsas doctrinas.
En las Escrituras, tanto el mal moral como el mal doctrinal están comparados con la «levadura» (1 Cor. 5:6; Gál. 5:9), o sea con el fermento que leuda toda la masa de los creyentes. ¡Estemos, pues, en alerta respecto de estos dos peligros!
No tenemos que dejar entrar en nuestras casas, ni dar la bienvenida a personas que propagan y divulgan, afuera, en el mundo, falsas doctrinas religiosas burdas. ¡Todo aquel que les dice ¡Bienvenido! participa en sus malas obras! (2 Juan 10-11). Cualquiera que «no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios» (v. 9).
Sucede también que algunos hermanos que han andado por muchos años en el camino de la verdad, y que son distinguidos por un buen conocimiento de las Escrituras, se dejen tentar por falsas doctrinas. Esto proviene a menudo del hecho de que no vigilaron, o porque no mantuvieron una buena conciencia. Su comunión con el Señor está interrumpida por cosas no juzgadas. El mero conocimiento no nos preserva de esto; nuestro corazón tiene que estar lleno del temor de Dios y de su Palabra (compárese con 1 Tim. 1:5-6, 19; 3:9; 4:1-2).
En tales situaciones, una palabra de reprensión a menudo no es de gran utilidad, desgraciadamente. Los hermanos más jóvenes, todavía insuficientemente fundados en el Señor y atraídos fácilmente por las novedades, deberían dejar tales controversias a los hermanos mayores de edad y más experimentados, confiando en ellos.
10.10 - Medidas de disciplina en la iglesia
En una iglesia, cuántos motivos de profunda humillación delante del Señor y de duelo se hacen presentes cuando uno de sus miembros permanece en el mal a pesar de los numerosos esfuerzos de los hermanos, acompañados con oraciones sinceras. ¡Cuán deshonrado es el nombre del Señor!
La iglesia debe tomar las medidas que le parecen apropiadas en tal caso, para primero restablecer la honra del Señor, segundo demostrar que la iglesia está pura en el asunto, y tercero llevar a una restauración según Dios a aquel que ha pecado.
¿De qué medidas de disciplina habla la Palabra de Dios?
10.11 - Amonestar y señalar
El apóstol Pablo escribió a la iglesia de Tesalónica lo siguiente: «Que amonestéis a los turbulentos» (1 Tes. 5:14; V.M.). Según este pasaje, si sucediese que unos hermanos y hermanas no se someten al orden que debería reinar en la casa de Dios, y siguen en un espíritu de voluntad propia, andando en el camino que han escogido a pesar de las diversas exhortaciones que se les habrá podido dirigir, es el deber de los hermanos que, en la localidad, ejercen la función de ancianos, amonestar a tales personas. Deben llamarles la atención sobre las medidas de disciplina eventualmente necesarias si persisten en no querer inclinarse. Aparentemente, para aquellos en quienes el apóstol ponía la mira en Tesalónica, esta advertencia quedó sin efecto. Por eso el apóstol tuvo que ordenarles: «Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros» (2 Tes. 3:6). Había allí unos hermanos que no trabajaban y que se entremetían en lo ajeno (2 Tes. 3:11). Tenían que ser señalados, y los hermanos y las hermanas debían abandonar sus relaciones con ellos. El apóstol justifica esta manera de proceder con lo siguiente: «Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano» (2 Tes. 3:14-15). Tal hermano puede, pues, seguir partiendo el pan. Ahí no se trata de una exclusión.
10.12 - Reprender públicamente
Pablo ha dado una directiva a Timoteo: «A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman» (1 Tim. 5:20). Allí se trataba probablemente de los que habían pecado públicamente y que por ende tenían que ser reprendidos públicamente. Su manera de actuar ponía en peligro a otros que podrían ser llevados por la misma corriente. Por eso Timoteo tenía que reprenderlos seriamente delante de toda la iglesia de manera que su ejemplo no fuera seguido.
Hoy en día, ya no tenemos a ningún apóstol, ni a ningún delegado apostólico. Pero esta palabra fue escrita para nuestra enseñanza, a fin de que podamos aplicarla en casos parecidos. La cuestión estriba únicamente en saber si hay un hermano que tenga la confianza general y, por ende, la fuerza necesaria para reprender delante de todos a aquel que ha pecado, en el nombre de la iglesia, apoyándose sobre la Palabra con sabiduría.
10.13 - Echar fuera al perverso
Ahora llegamos a la última forma de la disciplina, la más dura, pero que solo tiene que utilizarse cuando todos los esfuerzos del amor han sido vanos, así como todas las exhortaciones y todas las posibles medidas de disciplina preventiva y curativa. Esta última forma de disciplina es la exclusión de la participación en la mesa del Señor, así como en toda clase de comunión fraternal. Las directivas del apóstol Pablo en 1 Corintios 5 y 2 Corintios 7 indican la manera de proceder. Si tal hombre rehúsa juzgar, abandonar y confesar sinceramente su pecado, manifiesta los caracteres de «perverso». Vive en una de las diversas formas de pecado ya mencionadas. Esta repulsiva raíz se arraigó profundamente en él y se desarrolla.
Cuando el asunto doloroso ha sido examinado con cuidado, sin ningún prejuicio, y cuando no queda ninguna duda sobre el estado de cosas ya citado, es tiempo de actuar. Toda la iglesia –no solamente algunos hermanos– efectúa ahora la exclusión. (Para el «perverso» en Corinto no hacía falta un largo examen porque su estado era tal que llamaba la atención del mundo. Suponiendo aun que algunas señales de remordimiento hayan surgido en él, hubiera tenido que ser «echado fuera» para purificar el testimonio de la iglesia que había sido manchado delante del mundo).
La levadura que leuda toda la masa está quitada ahora. El mundo que nos rodea toma nota de esto, el mismo que habrá estado al corriente de este mal. Pero con todo esto, un duelo profundo subsiste: el Señor ha sido deshonrado por un pecado en medio de nosotros. Y uno de los nuestros ha tenido que ser echado fuera.
Según la Palabra, ¿está perdido este último porque sus relaciones con los rescatados han sido interrumpidas? Dios sabe si es un hermano que tiene la vida eterna, una vida que no puede perder. Sin embargo, para nosotros, esto se demostrará si la disciplina produce en él arrepentimiento y restauración.
10.14 - El culpable ahora está fuera
El mejor ejemplo para enseñarnos lo que significa «fuera» se halla en 1 Corintios 5. Este hombre había sido «entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús» (v. 5). Estaba ahora fuera, en el mundo, allí donde Satanás reina, y ya no podía tener cualquiera comunión con los creyentes. Éstos, por su lado, no tenían ninguna relación con él. Tampoco podía sustraerse a esta disciplina pesada juntándose con otro grupo de creyentes en Corinto donde no se ejercía la disciplina. Los creyentes aún no estaban divididos en esa época, y actuaban con un mismo pensamiento en semejante caso.
El estado actual de la cristiandad constituye un gran obstáculo para la restauración de los que tienen que ser excluidos. Sin embargo, estamos obligados a someternos a las claras directivas de la Palabra de Dios.
10.15 - Su restauración
En esta disciplina, la actitud de los corintios se caracterizaba por una aparente falta de amor para con aquel que «se llamaba hermano». No obstante, esta actitud estaba perfectamente de acuerdo con las justas exigencias de la santidad de Dios, y además era aun la mejor manera de ayudarle: Llegó a reconocer el horror de su pecado, luego a estar tan apenado que el apóstol tuvo que escribir a los corintios que le perdonasen y que lo consolasen a fin de que no estuviese consumido de demasiada tristeza. El arrepentimiento producido en él era real y profundo. No acusaba a nadie más que a sí mismo (2 Cor. 2:6-7).
Cuando un cambio tan radical de estado de ánimo se produce en una persona que ha tenido que ser «echada fuera», puede comunicar a los hermanos que condena profundamente el camino que ha tomado. Éstos pueden entonces volver a ocuparse de ella para examinar la cuestión de readmitirla a la mesa del Señor y a la comunión con los hermanos y las hermanas.