La vida cristiana


person Autor: Charles FAVEZ 1

flag Tema: La vida cristiana


«A él oíd» (Marcos 9:7)

«María… sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra» (Lucas 10:39)

«Puestos los ojos en Jesús» (Hebr. 12:2)

«Yo los he enviado al mundo» (Juan 17:18)

«Me seréis testigos» (Hec. 1:8)

«Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras» (Tito 3:14)

 

La Palabra de Dios nos enseña –según lo prueban, entre muchos otros, los textos arriba citados– que la vida cristiana presenta un doble aspecto: ora es contemplativa, ora es activa.

Contemplativa primeramente: solo podremos dar si hemos recibido, solamente podremos obrar si hemos meditado orado. Es lo que ilustra admirablemente la palabra del Señor sobre el pámpano (Juan 15:4). Este último está llamado a llevar fruto, pero únicamente si permanece en la vid; es así cómo recibe la savia que necesita. Del mismo modo, el creyente está llamado a llevar fruto y esto precisamente permaneciendo en la vid; de otra manera, no es más que un pámpano inútil, incapaz de producir algo por sí mismo.

Mientras no vivamos en la presencia de Jesús, nos ocuparemos frecuentemente de nosotros y del mundo que nos rodea. Si, por el contrario, nos sentamos a sus pies, como María, para escucharle, no podremos abrigar ilusiones acerca de nosotros y nuestro valor propio. Puestos delante de esta Persona inefablemente santa y pura, podremos descender hasta el fondo de nuestros corazones y leer lo que tal vez nos ocultamos a nosotros mismos, podremos vernos tal cual somos por naturaleza y llevar sobre nuestros pensamientos y acciones el juicio sincero y severo sin el cual no existe una vida cristiana digna de este nombre. Entonces seremos hechos capaces de callar para fijar nuestras miradas en el Señor y dejarle hablar solo a él.

Y ¡cuántas cosas aprenderemos a los pies de semejante Maestro! En primer lugar, nos enseñará a conocerle mejor, a apreciar mayormente sus perfecciones humanas y divinas, y no habrá fin para este conocimiento y para esa contemplación que nos tornarán siempre más precioso el objeto adorable de nuestra fe. Asimismo, nos enseñará a juzgar las cosas a su luz, no a la nuestra, y nos asombraremos –es de desear que con tristeza– al ver cuán a menudo pensamos y obramos según las máximas de este mundo. Esta comunión con el Señor, practicada a diario, renovada cotidianamente, nos «vaciará», por decirlo así, de nosotros, para llenarnos de él y de su Espíritu.

Entonces –y solamente entonces– podremos obrar según Su voluntad al realizar, en alguna medida por lo menos, la enseñanza de la segunda serie de versículos mencionados al comienzo de este artículo, o sea: Ser los testigos de Aquel que nos envió al mundo para ser ocupados en buenas obras.

Cual testigo de Jesucristo, el creyente tiene que –como primer deber– hablar de él. ¡Deber precioso e importante! Pero no es el único. Todavía existen circunstancias en las que es preferible callar: cuando nuestra vida no está en armonía con la enseñanza evangélica. Por ejemplo, ¿qué bien podemos hacer hablando del Señor a un necesitado, al cual cerramos nuestro bolsillo? No nos engañemos: el mundo nos conoce mejor de lo que pensamos. Nos juzga severamente –y con razón– toda vez que halla inconsecuencias en nuestra conducta.

Nuestro testimonio debe manifestarse aun más por nuestros hechos que por nuestras palabras. Es relativamente fácil hablar un lenguaje cristiano, pero es mucho más difícil vivir una vida cristiana, y, sin embargo, he aquí lo que importa mayormente. Y esta vida, una vez más, nos es solamente posible si cada día aprendemos a contemplar y escuchar a nuestro modelo divino, a fin de asemejarnos a él. Ahora bien, ¿qué fue lo que le caracterizó más visiblemente aquí? ¿No fue el amor? «El cumplimiento de la ley es el amor» (Rom. 13:10); es asimismo lo esencial del mensaje evangélico. ¿Es lo que buscamos realmente en nuestra vida diaria? El asunto es sumamente importante. Escuchemos al apóstol amado: «Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Juan 3:18). Leamos y releamos el capítulo 13 de 1 Corintios. Veremos entonces que el cristianismo no es ante todo una doctrina, mas una vida, vida consumada en el amor.

Al contacto del amor divino aprenderemos a ser humildes, no solamente para con Dios, sino también para con los hombres, juzgándonos a nosotros en vez de juzgar a los demás: si a los que hablamos les damos la impresión de que nos creemos superiores, los heriremos y lo que diremos no les resultará de bendición.

El orgullo religioso es la forma más triste del orgullo: huyámosle. Al contacto del amor divino aprenderemos a amar a los cristianos, a todos los cristianos sin excepción: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). Aprenderemos igualmente a amar a los del mundo con quienes entramos en relación. Y este amor, como aquel que nos une a todos los creyentes, lo manifestaremos no solamente de palabra, «sino de hecho y en verdad», sabiendo ser desprendidos para con los demás, sacrificar nuestras comodidades y nuestro egoísmo a favor de ellos, soportarlos y, si es necesario, aceptar sin vengarnos las ofensas que pudieran hacernos. De este modo demostraremos ser los testigos fieles de Aquel que fue la personificación de la humildad y del amor.


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