Índice general
El resultado del ministerio de la Palabra de Dios
Autor: Tema:
Scripture Truth, Vol. 40, 1959-61, p. 97, y Vol. 7, p. 97
1 - Hay un problema de falta de fruto en el ministerio cristiano
A veces se plantea la pregunta: ¿Por qué el ministerio de la Palabra a los creyentes produce tan poco en cuanto a verdadera piedad y crecimiento en la gracia? Examinemos esta pregunta y comencemos admitiendo tristemente que el resultado de nuestro ministerio oral o escrito, es muy pobre. Siempre es bueno mirar los hechos a la cara, así como es bueno indagar la causa y procurar aplicar el remedio adecuado.
2 - No usar la decadencia como excusa
Una conciencia ejercitada difícilmente puede sentirse satisfecha al recordársele que vivimos en una época en que puede decirse de los santos en general que tienen «poca fuerza» (Apoc. 3:8), e inferir de esto que no podemos esperar nada más de lo que vemos hoy. Debemos responder de inmediato que tales afirmaciones, hechas con visión profética sobre el conjunto, son inútiles si se citan para obstaculizar los ejercicios de un creyente, cuyos deseos son los mejores. Un «hombre de Dios», como dicen las Escrituras, es aquel que demuestra ser una excepción a la regla, defendiendo a Dios y teniendo sus intereses en el corazón, mientras que el conjunto está marcado por la decadencia y la indiferencia.
3 - ¿De dónde pueden venir las deficiencias?
Afrontemos la pregunta: ¿por qué el ministerio tiene un resultado tan pobre en términos de piedad y crecimiento en la gracia? ¿Es culpa de los ministros (o siervos), del ministerio (o servicio) o de los destinatarios del ministerio? Al intentar responder a esta pregunta, solo podemos hablar desde nuestro propio conocimiento y experiencia, y dentro de los límites de nuestro círculo de relaciones, que es necesariamente muy pequeño en comparación con el gran círculo de la Iglesia de Dios.
3.1 - Los ministros o siervos
En primer lugar, los ministros, y con este término nos referimos, tal como se expresa en la Escritura, a todos los que hacen la obra del Señor, cualquiera que sea la esfera de su servicio. Creemos que ni los ministros, ni el ministerio, ni aquellos que se benefician de él, pueden estar exentos de culpa; pero si tratamos de diferenciar, debemos poner el énfasis principal en el ministro –incluyendo, por supuesto, al autor de este artículo–, en la medida en que ningún ministerio, ya sea oral o escrito, es probable que sea de mejor calidad que el canal a través del cual pasa.
Si alguien quiere una prueba de esto, que lea 2 Corintios 5:18 al 7:3, y verá la fuerza de las palabras del apóstol. El embajador de Cristo podía acercarse a los corintios de mentalidad mundana y exhortarles a separarse completamente del mundo, teniendo él mismo “la boca abierta y el corazón dilatado”, porque su propia vida de entrega y separación totales era tal que daba un peso y un poder inmensos a sus palabras.
Muchos de nosotros solo podemos predicar la Palabra de una manera pequeña y limitada, pero aun así asegurémonos de que la verdad tenga su efecto primero en nosotros mismos, para que nuestras vidas sean un ejemplo de la verdad que predicamos. Nunca se insistirá lo suficiente en este punto. ¿No hemos aprendido por experiencia que solo el hombre de carácter cristiano sólido es capaz de decir palabras de verdadero peso, y que tales palabras nos han impresionado mucho más profundamente que las palabras marcadas meramente por la elocuencia, la originalidad o el poder intelectual?
3.2 - El ministerio – Romanos 6
En segundo lugar, haríamos bien en examinar nuestro ministerio. Todos estamos de acuerdo en que tiene imperfecciones. Pero ¿cuáles son? Aun admitiendo que son muchas, en este artículo nos limitaremos a una que, actuando de 2 maneras, es fuente de muchas debilidades. Se trata de la fuerte tendencia a ignorar el vínculo entre el lado doctrinal y el lado práctico de la verdad. Quizá podamos ilustrar mejor lo que queremos decir refiriéndonos a Romanos 6, y destacando las 3 palabras a las que nos referimos con frecuencia: «saber» (v. 6, 9), «considerar» (v. 11) y «ofrecer, presentar» (v. 13, 19).
3.2.1 - Saber
La palabra «saber» va en primer lugar e indica claramente la importancia primordial de la doctrina. Nada puede estar bien si no estamos debidamente instruidos en las grandes verdades del cristianismo. Los creyentes de Roma conocían, o deberían haber conocido, el significado y la importancia espiritual del bautismo (v. 3), la cruz (v. 6) y la resurrección de Cristo (v. 9). Estas palabras pronuncian la sentencia de muerte de nuestra vida antigua y la introducción de una vida nueva, de modo que estamos vivos «para Dios».
3.2.2 - Considerar
Luego «considerar»: indica la acción continua de la fe, que acepta la enseñanza y la hace suya, sentando las bases de experiencias nuevas y distintivamente cristianas, en el poder del Espíritu de Dios. El Espíritu sostiene la fe, que acepta la posición divinamente dada, y la hace experimentar lo que le conviene.
3.2.3 - Ofrecer, presentar – Vincular doctrina y práctica. La consagración
Por último, las palabras «ofrecer, presentar» indican la entrega práctica de uno mismo a Dios; significa la sumisión completa de la propia voluntad y de todo lo que se posee a la voluntad de Dios. Sin este hecho de «entrega», esta posición no se mantendrá, aunque haya sido aceptada por la fe.
Algunos cristianos insisten mucho en este último punto en su ministerio, llamando una y otra vez a la entrega o consagración, y una y otra vez a “una nueva consagración”, hasta el punto a veces, es de temer, de que las doctrinas que son la base de todo se oscurecen, se hacen ininteligibles, o incluso se mantienen muy imperfectamente. Cuando esto ocurre, se pueden conseguir muchas cosas, pero esos resultados difícilmente satisfarán a Aquel que juzga las cosas a la luz de lo que se ha hecho en la muerte y la resurrección de Cristo.
Por otra parte, detenerse mucho en la doctrina, omitiendo o minimizando en gran medida el llamado a la entrega total, es otro defecto. La doctrina puede exponerse de la manera más clara y bíblica, y puede añadirse mucha instrucción útil en cuanto a la fe y a la enseñanza experimental del Espíritu de Dios, pero sin este hecho de entrega o rendición los oyentes quedarán al final sin que se rompan muchos lazos con la carne y el mundo, y lo que es peor, tal vez sin ningún ejercicio en cuanto a esos lazos. Verán las cosas más claramente en sus mentes, y eso es todo. Nos aventuramos a pensar que este es un gran defecto de nuestro ministerio.
Ciertamente se necesita mucha gracia y poder para ejercer un ministerio tan práctico. Sin embargo, tales palabras son necesarias, porque la mayoría de nosotros somos lentos para percibir el poder de la verdad cuando se presenta en abstracto, mientras que cuando se presenta en forma concreta no podemos dejar de ver su importancia práctica. Cuando Natán explicó a David los malos principios que habían marcado su conducta, presentándolos abstractamente en forma parabólica, David escuchó y aprobó, pero no vio la aplicación práctica para sí mismo. Las sencillas palabras que siguieron: «Tú eres aquel hombre» (vean 2 Sam. 12:7), dieron a la cosa una forma concreta y una fuerza en la mente de David, que derribó su justicia propia y lo humilló en un verdadero arrepentimiento.
Vale la pena señalar que los profetas del Antiguo Testamento ejercían su ministerio de una manera muy personal. No se limitaban a exponer los pensamientos de Dios para Israel, sino que trataban con el pueblo y su condición práctica de la manera más minuciosa y fiel posible. Los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento no hicieron otra cosa. Las Epístolas dan testimonio de ello. En cada caso, el desarrollo de la verdad va seguido de instrucciones y exhortaciones que aplican la verdad a los corazones y las vidas de los santos. ¿No debería nuestro ministerio seguir este modelo? Creemos que sí. ¿Ha sido siempre así? Nos tememos que con demasiada frecuencia no.
3.3 - Los oyentes – No contentarse con hábitos convenientes
Por último, los oyentes. Tienen su parte de culpa; la parábola del sembrador se aplica tanto al santo como al pecador. Si los ministros fueran irreprochables y si su ministerio fuera todo lo que debiera ser, nos tememos que todavía habría poco resultado en muchos. Algunas personas parecen poseer pensamientos y sentimientos superficiales, incapaces de mucho ejercicio; otros están tan inmersos en las preocupaciones o riquezas de esta vida, o en otras concupiscencias, que la palabra no da fruto en ellos.
Siempre ha habido tales oyentes que se resisten a la Palabra de Dios, incluso cuando está bien presentada no solo en cuanto a la doctrina, sino también en cuanto a la práctica, y no es de extrañar que en la actualidad tales oyentes sean más frecuentes que nunca. La vida en el siglo 20 se ha vuelto asombrosamente compleja y exigente, y «las cosas que hay en el mundo» (1 Juan 2:15) se han multiplicado tanto en número como en atractivo. Las «cosas que se ven» (2 Cor. 4:18) son tan numerosas y atractivas que las cosas «que no se ven» pasan fácilmente a un segundo plano, incluso para los verdaderos cristianos.
Para algunos de nosotros, existe un peligro adicional: hemos sido educados desde nuestra infancia espiritual dentro de un marco de enseñanza doctrinal sana y sólida, y nos encontramos muy relacionados con otros cuya postura está de acuerdo con las Escrituras. El resultado es que podemos caer fácilmente en el error cometido por los judíos de antaño, y suponer que no se necesita nada más que una posición exterior correcta.
Si caemos en esta trampa, podemos estar contentos interiormente con nuestra ascendencia y posición, tal como los judíos de los días de nuestro Señor se jactaban de ser hijos de Abraham. Nada tiene un efecto más mortífero sobre la conciencia y el ejercicio espiritual: aniquila toda respuesta práctica a la verdad y produce esterilidad.
Que Dios nos guarde a todos con su misericordia y reavive su obra, primero en nosotros y luego a través de nosotros. A Él pertenecerá la gloria.