El vaso de alabastro

Mateo 26:6-13


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 81


En estos tiempos de febril activi­dad en los que vivimos, importa recordar que Dios lo considera todo según una sola regla, cuya base y piedra de toque es Cristo. La medida de su valor es Cristo. Dios las aprecia en la medida en que se refieren a su Hijo amado, y solo a él. Todo cuanto se hace en relación con él y para él es de gran precio para Dios; fue­ra de él todo carece de valor. Mu­chas obras pueden hacerse provo­cando la alabanza de los labios humanos, pero cuando Dios las examina, tan solo considera una cosa: ¿hasta qué punto guardan relación con Cristo? La gran pre­gunta que se formulará es esta: ¿Ha sido hecho esto para Jesús y en su nombre? Si es afirmativa, la obra permanecerá y tendrá su recompensa, de otro modo será rechazada y quemada.

Estos son pensamientos muy solemnes para quienes trabajan para ser vistos de su prójimo; pero de mucho consuelo para quienes obran únicamente bajo la mirada de su Señor.

En el servicio, es una gracia inefable la de ser liberado del espíritu del presente siglo y capacitado para andar únicamente en la dependencia del Señor; de empezar, proseguir y terminar to­da obra en él.

Consideremos un momento la escena conmovedora descrita en el capítulo 26 de Mateo: «Estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se acercó a él una mujer que traía un frasco de alabastro de ungüento muy caro, y lo derramó sobre su cabeza, estando él recostado a la mesa» (v. 6-7).

¿Cuál era el propósito de esta mujer al dirigirse a casa de Si­món el leproso? ¿Era para que admirasen la forma o la materia de su frasco de alabastro o el ex­quisito perfume que contenía? ¿Era para que los hombres alaba­sen su acción?, ¿para que los amigos del Señor la considera­sen como una persona totalmente dedicada a Cristo? De ningún modo. Y; ¿cómo lo sabemos? Porque el Dios de los cielos, el creador de todas las cosas, que conoce los secretos que yacen en lo más profundo de nuestros corazones, y los motivos de todos nuestros actos, estaba allí presen­te en la persona de Jesús de Nazaret.

Él pesaba la acción de aquella mujer en las balanzas del santua­rio y ponía sobre ella el sello de su aprobación. No hubiera podi­do hacerlo si hubiera habido al­guna mezcla de metal vil, algún falso motivo; su mirada santa y escudriñadora había penetrado hasta en las profundidades del al­ma de aquella mujer. No solo él sa­bía lo que ella hizo, sino el cómo y el por qué lo hizo, y declara: «Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo» (v. 10).

La meta inmediata de esa mu­jer era, pues, la misma persona de Cristo, y es lo que revestía de valor su acción y hacía que el olor del perfume subiese directa­mente hasta el trono de Dios. Ella no pensaba en sí misma y no sabía, desde luego, que millones de per­sonas leerían el relato de su abnegación, tan hondamente sentida; que sería relatada por el mis­mo Maestro y que nun­ca sería olvidado. No buscaba se­mejante relevancia, ni podía figurár­selo; y, de haberlo hecho, esto hubiera privado su acción de to­do su encanto y su sacrificio de toda su fragancia.

El Señor, a quien iba dirigida esta acción, cuidó de que no fuese olvidada. No solo la aprobó, sino que la transmitió a la posteridad. Su aprobación bastaba a la mujer; podía hacer frente a la indignación de los discípulos acu­sándola de derrochar dinero. Pa­ra ella le bastaba haber refrescado el corazón del Señor, poco importaba lo demás; nunca tuvo la idea de captar la alabanza de los hombres, ni de evitar su des­precio. Desde el principio hasta el fin su único objeto era Cristo. Desde que tomó el frasco de ala­bastro hasta que lo rompió y de­rramó su contenido sobre su san­ta Persona, no hizo más que pensar en él. Tenía como una intui­ción de lo que convenía y era agradable a su Señor, en las so­lemnes circunstancias en que él se hallaba en dicho momento, y es con exquisito tacto que ella lo hizo. Nunca pensó en el valor del perfume; o si lo hizo, sentía que el Señor era digno de recibir 10.000 veces más. En cuanto a los pobres, ellos tenían derecho, tal vez, a su benevolencia; pero para ella, Jesús era más que todos los pobres del mundo.

Resumiendo, el corazón de dicha mujer estaba lleno de Cris­to; y es lo que caracterizaba su acción. Otros podían llamarlo un «desperdicio»; pero estemos segu­ros de que nada de lo que se gasta para Cristo es «desperdicio». Eso pensaba esta mujer y tenía razón. Honrarle en el mismo mo­mento en que la tierra y el enemigo se levantaban contra él, era el servicio más elevado que un hombre o un ángel hubiese po­dido cumplir. Jesús iba a ser ofrecido en sacrificio; las som­bras se alargaban, se hacían las ti­nieblas más densas; cercana esta­ba la cruz con todos sus horro­res; y esa mujer, anticipándolo todo, venía de antemano a ungir el cuerpo de su adorable Señor.

Notad como el Señor toma in­mediatamente su defensa y la pro­tege contra la indignación y el desprecio de los que hubieran te­nido que saber más que ella. «Pero, observándolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a la mujer? Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo. Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis. Al derramar este ungüento sobre mi cuerpo, lo ha hecho con miras para mi sepultura. En verdad os digo que, dondequiera que se proclame este evangelio en todo el mundo, también será contado lo que esta hizo, para memoria suya» (Mat. 26:10-13).

Era una gloriosa defensa, fren­te a la cual la indignación huma­na, el desprecio y la incompren­sión habían de disiparse como la niebla matutina ante los rayos del sol naciente. «¿Por qué molestáis a la mujer? Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo». Esto es lo que distingue esta acción de todas las demás: «una buena obra… conmigo». Todo debe valorarse con relación a Cristo. Un hom­bre podría recorrer el mundo en­tero para ejecutar sus nobles de­signios de filantropía, podría de­rramar con mano liberal los fru­tos de una amplia beneficencia, dar todos sus bienes para alimen­tar a los pobres, haber alcanzado el extremo límite en el dilatado campo de la religión y de la mo­ral, y, con todo eso, no haber he­cho una sola cosa de la cual Cris­to puede decir: «Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo».

Amado lector, en todo cuanto haga, ponga los ojos en el Maes­tro. Que él sea el objeto inme­diato, hasta del menor de sus ser­vicios. Intente hacer cada cosa de tal modo que pueda decirle: “Buena obra has hecho conmi­go”. No se preocupe de lo que el mundo podrá pensar de lo que hace, ni tampoco de su indigna­ción como de su incomprensión, vierta el perfume de su fras­co de alabastro sobre la persona de su Señor. Cuide de que todos los actos de su servicio sean el fruto de su estima por su Perso­na; esté seguro de que apreciará su obra y la confirmará delante de innumerables personas reunidas. Así ocurrió con la mujer objeto de nuestra meditación. Estaba completamente ocupada con él; tan solo pensaba verter el precio­so perfume sobre su cabeza. Y su obra ha llegado hasta nosotros, relatada en el Evangelio.

Hubo imperios que se sucedie­ron unos a otros, florecieron y luego cayeron en el silencio y el olvido; se levantaron monumentos en memoria del ingenio humano y de la filantropía: han sido redu­cidos a polvo; pero la acción de aquella mujer permanece para siempre. La mano del Maestro le­vantó para ella un monumento imperecedero. ¡Que nos sea conce­dida la gracia de imitar a aquella mujer y, en los tiempos actuales en que tantos esfuerzos se hacen con fines filantrópicos, que nues­tra obra sea la de corazones apre­ciando a su Señor ausente que fue rechazado y crucificado!

Nada pone tan completamente el corazón a prueba como la cruz; el camino seguido por Je­sús de Nazaret rechazado y cru­cificado. No se trata de religión, la religión no es Cristo. Conside­remos por un momento el párrafo anterior al que hemos meditado en el capítulo 26 de Mateo. En el pa­lacio del sumo sacerdote, vemos a los ancianos del pueblo reunidos con los jefes de los sacerdotes en torno a Caifás. Ciertamente tene­mos aquí la religión y bajo la forma más imponente. Recordemo­s que estos sacerdotes y ancia­nos eran considerados por el pue­blo como custodios de la enseñan­za sagrada y como única autori­dad en materia religiosa, habien­do recibido su cargo de Dios en el sistema establecido en los días de Moisés. La asamblea reunida en el palacio de Caifás no estaba integrada por sacerdotes o augurios de Grecia y de Roma, sino por conductores de la nación judía. Y, ¿qué hacían en tan solemne cónclave?, «celebraron consejo para apresar a Jesús con engaño y matarlo» (Mat. 26:4).

Lector, ¡medítelo! Eran hom­bres religiosos, cultos, influyentes entre el pueblo y, sin embargo, odiaban a Jesús y consultaron en­tre sí para decretar su muerte; para prenderle con engaño y ha­cerle morir. Estos mismos hombres hubieran podido hablar de Dios y de su culto, de Moisés y de su ley, del sábado y de todos los solemnes ritos de la religión judaica. Pero odiaban a Cristo. Recuerde de este solemne hecho. Los hombres pueden ser muy re­ligiosos, ser guías y conductores para otros y, sin embargo, odiar el Cristo de Dios. Esta es la gran lección que sacamos en el pala­cio de Caifás, el sumo sacerdote. La religión no es Cristo, por el contrario, los hombres más religiosos han sido a menudo los más vehementes enemigos de nuestro amado Señor.

Pero nos dirán tal vez: “Los tiempos han cambiado. La reli­gión está ahora tan íntimamente vinculada al nombre de Jesús que un hombre religioso debe necesariamente amar a Jesús”. ¿Es verdaderamente así? Tan solo pode­mos notar que el nombre de Jesús es odiado en la cristiandad del mismo modo que lo era en el pa­lacio de Caifás, y que los que in­tentan seguir a Jesús son odiados como él. No es difícil probar que Jesús es todavía rechazado por este mundo. ¿Dónde se oye pronunciar su nombre?, ¿dónde es bienvenido? Si habla de él por doquier, en un salón, en el ferroca­rril, en un barco, en un restaurante, en fin, en cualquier sitio público, le dirán –casi siempre – que se­mejante tema está desplazado. Puede usted hablar de cualquier otra cosa: política, dinero, negocios, placeres, cosas frívolas; estos te­mas tienen siempre cabida, y en todas partes; Jesús por ninguna parte. El público se parará en las calles para oír a un cantor calle­jero o para mirar a un titiritero; pero si alguien empieza a hablar de Jesús será insultado y le man­darán irse a otra parte. En una palabra, el diablo tendrá sitio por doquier en este mundo, mas no así el Cristo de Dios.

Pero, ¡gracias a Dios!, si en de­rredor nuestro vemos muchas co­sas que nos recuerdan el palacio del Sumo Sacerdote, vemos tam­bién, acá y allá, lo que corres­ponde a la casa de Simón el le­proso. Hay  –alabado sea Dios– almas que aman el nombre de Jesús y lo juzgan digno de la ofren­da del frasco de alabastro; no se avergüenzan de su preciosa cruz; su principal gozo y su mayor ho­nor es de afanarse en el servicio del Señor, de cualquier forma que sea. Para ellos no se trata de una obra religiosa o de correr de acá para allá para hacer esto o aquello; sino de estar cerca de él, de estar ocupados con él y, sentados a sus pies, derra­mar sobre él el precioso perfume de la adoración de un piadoso co­razón.

Amado lector, esté persuadido que este es el verdadero secreto del poder en el servicio y en el testimonio. Un verdadero aprecio de un Cristo crucificado es la fuente de todo lo que es acepta­ble para Dios. Un verdadero afecto y dedicación a Cristo debe ca­racterizarnos personalmente, y en asamblea. No hay nada capaz de dar tan gran poder moral, como una intensa entrega a la persona de Cristo, sea en nuestra marcha individual como colectiva. No con­siste solamente en ser un hombre de mucha fe, un hombre de ora­ción, en ser dotado en la doctrina de la Palabra, en ser un elocuente predicador, un poderoso escritor; no, es amar a Cristo.

Y, en lo que se refiere a la Asamblea, ¿cuál es el verdadero secreto del poder? ¿Acaso son los dones, la elocuencia, la her­mosa música, un imponente cere­monial? Nada de eso, es el go­zo producido por la presencia de Cristo. Allí donde él está, todo es luz, vida y poder. Allí donde él no esté, todo es oscuridad, muer­te y desolación. Una asamblea donde Jesús no está es un sepul­cro, aunque haya un atractivo de elocuentes discursos, de la her­mosa música y la influencia de un impresionante ritual [1]. A pesar de la perfección de todas estas cosas, aquel que ama al Se­ñor podrá exclamar: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Juan 20:13). Por otra parte, allí donde se realiza la presencia del Señor, donde se oye su voz y se siente su obra en el cora­zón, hay poder y bendición, in­cluso si a la vista humana tan solo se pueda ver una completa debilidad.

[1] Debe recordarse que la Asamblea, sea en su aspecto universal o local –según las Escrituras– no debe caracterizarse por la ostentación, pues estos párrafos presentan más la cosa como ha llegado a ser en la mano del hombre, que como la aceptación o sanción de inconveniencias juzgadas del todo por la Palabra de Dios.

Que los creyentes mediten es­tas cosas y vean si realizan la presencia del Señor. Si no pue­den decir, con toda confianza, que el Señor está allí cuando se reúnen, que se humillen por ello y averigüen las causas. Él ha di­cho: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Pero no olvidemos que, para alcanzar este resultado bendito, debe lle­varse a cabo esta divina condi­ción.

Revista «Vida cristiana», año 1957, N° 29


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