Cartas a un amigo sobre la situación de la Iglesia de Dios

Estos documentos fueron escritos entre 1860 y 1870


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 81


«Things New and Old» Vols. 17-18, 1874 and 1875.

1 - El estado moral del hombre

Se me ha ocurrido que tal vez no sea inútil seguir los artículos sobre “La oración y la reunión de oración” con algunos apuntes sobre la condición actual de las cosas en la profesa Iglesia de Dios. No es, de ninguna manera, un tema agradable; y, con toda seguridad, no será un tema popular; y esta es quizás una de las razones por las que adopto este método para tratarlo, en lugar de escribir un tratado formal. La correspondencia tiene un encanto especial, ya que uno puede desahogar su corazón con tanta libertad ante un amigo en el que confía, y casi se olvida de que cualquier otro ojo que no sea el de su corresponsal está escudriñando las líneas que su pluma está trazando.

Es posible, sin embargo, que proteste por haber sido llamado a leer una sola carta sobre un tema tan deprimente. Me parece oírle, desde el principio, exclamar contra la mera idea de que yo ocupe su tiempo o el mío con todo el mal y el error, la confusión y los escombros que implica el propio título de mi carta: “La condición actual de las cosas”.

Tal vez te sientas dispuesto a decirme: “Ay, amigo mío, ya sé demasiado sobre ese tema. No veo que sea bueno detenerse en el mal y en el error, en el fracaso y en la insensatez. No encuentro tales cosas en el precioso catálogo escrito por el apóstol inspirado, en Filipenses 4:8. Prefiero ampliamente los santos temas allí indicados a cualquier cosa relacionada con el tema que usted propone: “La condición actual de las cosas”. Es infinitamente mejor y más fortalecedor detenerse en la fidelidad de Dios, las glorias morales de Cristo y las profundidades vivas de las Sagradas Escrituras, que en nuestro pobre estado o en la baja condición de las cosas en la Iglesia de Dios. Nunca obtendremos ni consuelo ni poder mirando la ruina y el fracaso”.

Bien, admito libremente todo esto –muy completa y cordialmente; y por lo tanto, si quisiera complacerme a mí mismo, o incluso complacer mis propios sentimientos espirituales, no debería escribir otra línea sobre el tema de mi carta. Pero, como ya sabéis, recientemente he sido apartado por una grave enfermedad que casi me incapacita para el mero esfuerzo de pensar, por no hablar de escribir o predicar. Pues bien, cuando me encontraba en el punto más bajo de la postración física, una voz pareció decir, en lo más profundo de mi corazón: “Levántate y escribe un artículo sobre la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios”. Y entonces, mientras esperaba que Dios me guiara en cuanto al modo de hacerlo, se me sugirió que escribiera una serie de cartas a mi viejo amigo y compañero de yugo. Esto en cuanto al origen del asunto que ahora nos ocupa, que parece, por así decirlo, una carga impuesta sobre mí que no me atrevo –ni deseo– a eludir. Que Dios me conceda la gracia de hacer su voluntad.

Estoy plenamente consciente de que a la gente no le gusta que le llamen la atención sobre su conducta. El auto juicio no es una tarea muy agradable. La revisión solemne de nosotros mismos o de nuestro entorno es algo que a ninguno de nosotros nos gusta mucho. Pero podemos estar seguros de que, a veces, es muy necesario, muy saludable. De hecho, en todo momento, es seguro y bueno juzgarnos a nosotros mismos, revisar nuestro camino, conocer los tiempos, entender la condición real de las cosas dentro y alrededor, y ser divinamente instruidos en cuanto a cómo debemos conducirnos en medio del estado actual de la iglesia profesa. Una cosa es cierta, es el colmo de la insensatez tratar de cerrar los ojos a la actual condición espantosa de la cristiandad en todas sus ramificaciones. Volteemos hacia donde queramos, y nos encontraremos con las evidencias más inequívocas del curso descendente de la profesión cristiana.

Sin duda, mi querido amigo, esto puede sonar muy moroso y severo. Algunos pueden declararme un sombrío charlatán. Se me puede acusar de una gran unilateralidad y exageración, de cerrar deliberadamente los ojos a mil rasgos esperanzadores de la escena, y de pasar por alto deliberadamente muchas promesas alentadoras de días mejores y más brillantes por venir. Se me puede decir que abra los ojos y mire el progreso de la educación, que observe los rápidos avances de la ciencia, la marcha hacia adelante de la civilización, que contraste la Inglaterra de hoy con la de hace más de 200 años; y frente a todo este brillante conjunto de rasgos redentores, se me puede desafiar triunfalmente a que presente mis “evidencias del curso descendente de la profesión cristiana”. Se me puede llamar la atención sobre las estadísticas de las sociedades bíblicas y misioneras, de las diversas asociaciones filantrópicas y científicas de esta época tan favorecida, que conmueven el alma.

Pues bien, solo puedo decir que me regocijo, de todo corazón, por cada átomo de bien que se hace, y por cada rasgo alentador en el que puede posarse la mirada. Bendigo a Dios por todo lo que él, mediante su Espíritu y su Palabra, ha obrado en nuestro medio durante los últimos años. Y, además, me deleito al pensar en los miles de personas amadas por Dios que están dispersas de arriba abajo en medio de las diversas organizaciones religiosas del día –piedras vivas en medio de los escombros– carbones ardientes en medio de las cenizas humeantes. Confío en que usted y yo apreciamos plenamente todas estas cosas. Dios quiera que no dejemos de hacerlo.

Pero frente a todo lo que puede presentarse de naturaleza esperanzadora, dejando un margen tan amplio como el espíritu más optimista pueda exigir para insertar todos los rasgos y elementos alentadores que se pueden rastrear a nuestro alrededor, vuelvo, con serena decisión, a mi afirmación de que: “En todas partes nos encontramos con las más inequívocas evidencias del curso descendente de la profesión cristiana”.

¿Y por qué insistir en esto? ¿Es un mero deseo morboso de insistir en el lado oscuro de las cosas? ¿Es que no nos alegraríamos de corazón como los demás al ver el progreso de lo que es verdadero y bueno, si este fuera realmente visible? De ninguna manera. Podemos, en nuestra pequeña medida, decir con el apóstol: «Y ojalá reinaseis, para que también nosotros reinemos con vosotros» (1 Cor. 4:8). Ciertamente, si lo verdadero y lo bueno estuvieran realmente en ascenso, tendríamos nuestra parte al igual que los demás.

Pero no; mi amado hermano, creo que la Sagrada Escritura y los hechos reales coinciden en demostrar mi afirmación sobre el curso descendente de las cosas. Si Dios me permite escribir esta serie de cartas, aportaré un conjunto de pruebas procedentes de las páginas de la inspiración, y de hechos innegables, patentes para todos los que solo abran los ojos para ver, para demostrar que la cristiandad, como tal, está viajando, con una velocidad tremenda, por un plano inclinado hacia la negrura y la oscuridad de una noche eterna; que en ella no hay la menor sombra de autoridad bíblica en la que basar una esperanza de mejora; y, finalmente, que no hay un solo hecho en la historia de la cristiandad, ni una sola característica en el estado actual de la cristiandad que no coincida perfectamente con las predicciones de nuestro Señor Cristo y sus santos apóstoles, en cuanto a lo que debemos esperar. Es perfectamente inútil que los hombres traten de cerrar los ojos a estas cosas, o de alguna manera dejarlas de lado. La Palabra de Dios y los hechos del caso están en su contra. Hay un juicio –un juicio terrible– inminente sobre la escena. Antes de que los rayos de la gloria milenaria puedan brillar sobre el mundo, la azada de la destrucción y la espada del juicio deben hacer su espantosa obra (Is. 14:23).

Hablo solo de la gran masa de la profesión cristiana. Dios tiene a los suyos en todas partes, ¡bendito sea su nombre! En medio de todas las tinieblas, la maldad burda y la superstición pueril del papismo, y en cada sección de la profesión protestante, hay miembros amados del Cuerpo de Cristo. Todos ellos se levantarán para encontrarse con su Señor, cuando venga a reunir a los suyos. Ni uno solo quedará atrás. Cada grano de trigo genuino será recogido en el granero celestial. Y esto puede ocurrir esta misma noche. ¿Y entonces qué? Sí, podemos preguntar, ¿qué pasará después? Me resisto a escribir la respuesta, pero hay que decirla. Fuerte engaño y perdición eterna para la cristiandad y todo profesor sin Cristo en ella (2 Tes. 2:11-12).



2 - Adán, Noé y Aarón

Desde que le escribí mi última carta, mi mente ha estado pensando mucho en tres grandes hechos que se nos presentan a lo largo del volumen inspirado –hechos con los que, no dudo, su mente está muy familiarizada, pero que, estoy completamente persuadido de que debe ser asido por una fe vigorosa, si queremos contemplar con una mente bien equilibrada la condición actual de las cosas en toda la iglesia profesa.

En primer lugar, aprendemos de las Escrituras que, en todos los casos en que el hombre ha sido puesto en un lugar de responsabilidad hacia Dios, ha fracasado completamente. El fracaso total ha marcado la historia del hombre, desde el Paraíso hasta Pentecostés. No hay ni una sola excepción a la oscura y melancólica regla. Que el hombre sea puesto a prueba en las circunstancias más favorables posibles, y es seguro que fracasará. No se puede negar este hecho, no se puede superar. Corre como una línea oscura y ancha a lo largo de la página de la historia humana, desde el primero hasta el último.

Remitámonos a nuestras pruebas, una tarea melancólica pero necesaria. Cuando el hombre fue colocado por primera vez en el jardín del Edén, rodeado de todo lo que la mano de un Creador Todopoderoso y Benefactor podía hacer para hacerlo feliz, creyó la mentira de la serpiente y le dio la espalda a Dios. Demostró, de una manera perfectamente inequívoca, que tenía más confianza en la serpiente que en Jehová Elohim, más respeto por la palabra del diablo que por la del bendito Creador. Confió más en Satanás que en Dios, bendito sea por los siglos de los siglos.

Esta, queridísimo amigo, es nuestra primera prueba. A algunos les parecerá que se ha expresado con mucha dureza. Puede parecer tosca, severa, vehemente y ultra. Pero no; no sería posible que la pluma humana retratara, o la voz humana enunciara, esta terrible prueba con rasgos demasiado exagerados, o con un lenguaje demasiado severo. El primer hombre, el gran vástago de la familia humana, la cabeza de toda la raza humana, fue culpable del terrible acto del que hablamos. Prefirió al diablo antes que a Dios.

Así es el asunto en su forma más simple y verdadera. Los hombres pueden hablar para moldearlo, y suavizarlo, como quieran; pero ningún molde o suavización puede alterar, en el más mínimo grado, las características esenciales de este tremendo hecho. Allí está registrado en la página eterna de la inspiración; ni todas las teorías de la filosofía, falsamente llamadas así, ni todos los razonamientos plausibles de la infidelidad, pueden alterar jamás su verdadera naturaleza, su carácter o su alcance.

Puede decirse, tal vez, que Adán no sabía que estaba escuchando al diablo. Pero, ¿cómo afecta eso a los verdaderos méritos del caso? Ciertamente, el enemigo no se presentaba abierta y audazmente para decir: “Yo soy el diablo, y vengo a calumniar a Jehová Elohim y a hacer que le des la espalda”. Sin embargo, esto fue precisamente lo que hizo, sin importar cómo lo hizo. Llevó al hombre a renunciar a la verdad de Dios y a aceptar la mentira de la serpiente. Así se presenta el hecho ante nosotros, si hemos de guiarnos por el testimonio imperecedero de la Sagrada Escritura.

No pretendo de ninguna manera exagerar los diversos eslabones de la cadena de pruebas; pero este primer eslabón es de una importancia moral tan grave, que no puedo –ni usted, estoy seguro, desearía que lo hiciera– pasarlo rápidamente. Considero que es un hecho de la naturaleza más abrumadora, que el jefe de la familia humana –el gran progenitor– rechazó, de hecho, la verdad de Dios, y aceptó y actuó según la mentira de la serpiente. Esto lo hizo frente a una serie de pruebas de la bondad, la sabiduría y el poder de Dios, que deberían haber proporcionado una respuesta más triunfante a la asquerosa mentira del archienemigo.

Creo que estarás de acuerdo conmigo, amado hermano, en pensar que este hecho exige nuestra más grave consideración. Aunque no sigamos con nuestra serie de pruebas, nos preparará para la contemplación de la condición actual de las cosas, en la que encontraremos que la superstición y la infidelidad juegan un papel tan espantoso. Si es cierto, ¿y quién se atreve a negarlo?, que el primer hombre, el jefe de la raza, el vástago progenitor, creyó en el diablo en lugar de en Dios, escuchó a la criatura en lugar del Creador, ¿tenemos que asombrarnos de las turbias nubes de superstición que envuelven a su familia caída, o de los audaces vuelos de infidelidad en los que se complacen tantos de sus infelices hijos? El corazón del hombre –de todo hombre no renovado bajo el dosel del cielo de Dios– está formado por la mentira de la serpiente; sí, no solo formado, sino lleno y gobernado por ella. Un pensamiento solemne. La naturaleza humana caída está basada y caracterizada por una mentira en cuanto a Dios; y por lo tanto debe ser falsa en cuanto a todo lo divino y celestial. El ser moral del hombre es totalmente falso, falso en su centro mismo, está corrompido en el núcleo de su corazón. Por lo tanto, está dispuesto a escuchar todo lo que es falso, impuro e impío, todo lo que está en contra de Dios. Siempre encontrarás el corazón humano en el lado equivocado de cualquier cuestión relacionada con Dios y su verdad. No es de extrañar, por tanto, que la superstición y la infidelidad estén ganando terreno rápidamente en la cristiandad.

Pero debo proseguir con mis pruebas, y no anticiparme a lo que vendrá en una carta futura, si Dios lo permite.

Pasando a lo largo de la página de la historia del hombre después de la caída, lo vemos progresar, con pasos terribles, hasta que finalmente su iniquidad llega a un punto crítico, y Dios envía el diluvio. Noé es llevado a salvo a través del juicio, y colocado a la cabeza de la tierra restaurada, con la espada del gobierno en su mano.

Esta era realmente una posición elevada, un lugar de inmenso poder, privilegio y responsabilidad. ¿Cómo se comporta Noé allí? Se embriaga y se degrada en presencia de sus hijos. Tal es el hecho claro y palpable. Los hombres pueden razonar como quieran. Pueden tratar de suavizar, ablandar y reducir, como es su costumbre cada vez que se afirma una gran verdad que atenta contra el orgullo humano y la autocomplacencia. Pero no pueden dejar de lado el hecho humillante de que la cabeza de la tierra restaurada se embriagó. Sí, el mismo hombre sobre el que su padre Lamec profetizó que «Este nos aliviará de nuestras obras y del trabajo de nuestras manos, a causa de la tierra que Jehová maldijo» (Gén. 5:29). Este hombre «plantó una viña; y bebió del vino, y se embriagó; y estaba descubierto en medio de su tienda» (Gén. 9:20-21).

No me detengo en esto, sino que me apresuro a pasar a otro eslabón de nuestra cadena de pruebas. Cuando Israel fue redimido de Egipto, se comprometió deliberadamente, y se comprometió solemnemente, a hacer todo lo que Jehová había dicho. ¿Cuál fue el resultado? Antes de que recibieran las tablas de la ley, bajo la dirección de nada menos que el propio Aarón, hicieron un becerro de oro y dijeron: «Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto» (Éx. 32:4, 8).

Qué terrible, qué profundamente humillante, qué asombroso, pensar que toda una congregación de hombres, encabezada por un hombre como Aarón, aceptara un becerro de oro en lugar de Jehová. ¡Qué prueba de nuestra tesis hay aquí, amado amigo! ¡Jehová desplazado por un becerro! ¿Quién lo hubiera creído posible? Pero el corazón se remonta a Adán aceptando a la serpiente en lugar de Jehová Elohim, y esto nos prepara para cualquier cosa. No nos sorprendemos cuando contemplamos a Noé embriagado en su tienda, o a Israel inclinado ante un becerro de oro. El hombre falla siempre y en todas partes. Adán ha sido expulsado del jardín; Noé despreciado por su hijo; e Israel ve las tablas del testimonio hechas añicos al pie del monte palpable.

Pero Jehová instituye el sacerdocio. El mismo hombre que hizo todo el terrible daño es investido con el alto y santo oficio. ¿Cuál es el resultado? Un fuego extraño; ¡y Aarón no aparece en la presencia de Dios con sus vestiduras de gloria y belleza!

Una prueba más, y cierro esta carta. Un rey está en proceso de ser establecido. ¿Qué sigue? Esposas extrañas, idolatría flagrante, y la nación partida en dos.

Todo esto, mi amado amigo, son hechos claros e innegables, que no pueden ser dejados de lado, y prueban, hasta donde llegan, la verdad de mi afirmación, de que el fracaso está estampado, en caracteres profundos y amplios, en la historia del hombre desde el principio hasta el fin.



3 - La progresión del mal

No debe sorprendernos que el cristianismo no constituya una excepción a la melancólica regla que hemos seguido a través de las páginas de las Escrituras del Antiguo Testamento. Al comienzo de los Hechos de los Apóstoles tenemos un cuadro encantador de la condición y la práctica de la Iglesia primitiva. El registro mismo es refrescante de leer. ¿Cuáles deben haber sido los hechos vividos? Estoy seguro de que no se opondrán a que escriba algunas líneas a modo de ilustración.

«Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y fueron añadidas en aquel día como tres mil almas. Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. El temor se apoderó de todos; y muchos prodigios y señales se hacían por medio de los apóstoles. Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. Vendían sus posesiones y sus propiedades, y las repartían entre todos según la necesidad de cada cual. Con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo» (Hec. 2:41-47).

Aquí tenemos una hermosa muestra del verdadero cristianismo –algunos ricos racimos del fruto del Espíritu– el glorioso triunfo de la gracia sobre todo el estrecho egoísmo de la naturaleza –la exquisita fusión de todos los intereses y consideraciones personales en el bien común. «Era un corazón y un alma» y «tenían todas las cosas en común». «La multitud de los creyentes era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo cosa alguna de lo que poseía; sino que tenían todas las cosas en común. Los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y todos ellos gozaban de una abundante gracia. Porque no había ningún necesitado entre ellos; pues todos los poseedores de campos o de casas los vendían y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se distribuía según la necesidad que tuviera cada uno» (Hec. 4:32-35).

Es imposible concebir nada más hermoso en esta tierra. Es una muestra de las glorias morales del cielo, una ilustración justa y conmovedora de lo que será, en el futuro, cuando nuestro Dios tenga las cosas a su manera, y cuando abra los hermosos campos de la nueva creación a la vista de todas las inteligencias creadas, cuando los cielos de arriba y la tierra de abajo exhiban la influencia benigna del reino del Salvador, y reflejen los rayos de su gloria moral.

Pero, ¡ay!, ¡ay!, este hermoso cuadro estaba estropeado. Bajo la superficie de esta hermosa escena actuaban elementos impuros que no tardaron en aparecer. La codicia, el egoísmo, la hipocresía y el engaño irrumpieron en medio de toda esta belleza moral, demostrando que el hombre es el mismo, siempre y en todas partes. En el Edén, en la tierra restaurada, en Canaán, y en la misma presencia de los dones y gracias pentecostales del Espíritu Santo, el hombre se quiebra por completo. La infidelidad, el fracaso, el pecado y la ruina están estampados en todas las páginas de la historia del hombre, desde la primera hasta la última. Es perfectamente inútil que alguien niegue esto. Las pruebas son demasiado fuertes. Cada sección de la melancólica historia, cada página, cada párrafo, no es más que una corriente tributaria para engrosar la marea de evidencia en prueba del hecho de que el hombre no es de fiar. En los jardines del Edén; en medio de las impresionantes escenas del mundo restaurado; rodeado de todo el esplendor del reino de Salomón; sí, en presencia de los dones y poderes pentecostales del Espíritu Santo, el pecado y la locura humanos han mostrado sus horribles formas. No hay ni una sola excepción a la funesta y humillante regla.

Puede ser, sin embargo, que algunos objeten el uso que estoy haciendo de la codicia y el engaño de Ananías y Safira, y la murmuración de los griegos contra los hebreos. Puede considerarse injustificado argumentar el fracaso de toda la dispensación cristiana a partir de unas pocas manchas de peste que aparecen al comienzo de su historia.

Pues bien, querido amigo, la misma objeción puede hacerse en referencia a toda nuestra serie de pruebas. ¿Qué expulsó a Adán del Edén? Comer un poco de fruta. ¿Qué degradó al jefe de la tierra restaurada? Beber demasiado vino. ¿Qué despojó a Aarón de sus vestiduras de gloria y belleza? El fuego extraño. Así, en cada caso, no se trata de la magnitud de la cosa hecha, sino de la gravedad del principio involucrado. Es de suma importancia ver esto, en todos los casos. Lo que aparece en la superficie puede, según nuestro pobre y superficial juicio, parecer muy trivial; pero los principios subyacentes pueden implicar las más graves consecuencias.

Sin embargo, no se debe suponer que basamos nuestro juicio sobre el fracaso total del cristianismo, como testigo de Cristo en esta tierra, en los hechos registrados en la primera página de la historia de la Iglesia. Lejos, muy lejos, de ello. Las enseñanzas proféticas de nuestro Señor, pronunciadas antes de que se pusieran los cimientos del sistema cristiano, proporcionan las advertencias más completas y claras sobre el destino futuro de ese sistema. ¿Qué significa la parábola de la cizaña, de la levadura o del árbol de mostaza? «Mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue» (Mat. 13:25). ¿Qué debemos aprender de esto? Seguramente no el progreso ininterrumpido de lo bueno –lo puro– lo verdadero; sino la corrupción de estos últimos por la mano maliciosa del adversario; el empañamiento de la hermosa obra de Dios, la obstaculización del testimonio divino por influencias adversas.

Similar es el testimonio de las parábolas de la levadura y del grano de mostaza. Ambas nos llevan a esperar el fracaso irremediable del sistema cristiano, por la infidelidad del hombre y la astuta vigilancia del archienemigo. Es cierto que muchos consideran que la levadura es típica del progreso gradual del evangelio hasta que todas las naciones queden bajo su poderosa influencia. Y de la misma manera, el árbol de mostaza es visto como una ilustración del maravilloso progreso del sistema cristiano.

Pero no es posible que las parábolas de la levadura y del grano de mostaza puedan contradecir, en su enseñanza, la parábola de la cizaña; y con toda seguridad esta última no enseña el progreso del bien, sino la triste mezcla del mal. Y, además, ¿cómo es posible que el estudiante cuidadoso de las Escrituras admita que la levadura se use alguna vez como tipo de algo bueno? Creo, amado amigo, que estará de acuerdo con su corresponsal en la opinión de que la levadura solo se usa para presentar lo que es malo. Y en cuanto al árbol de mostaza, el hecho de que ofrezca cobijo, en sus amplias ramas, a «las aves del cielo» (Mat. 13:32), marca su carácter; porque, podemos preguntar, ¿dónde se usan esas «aves» como figura de lo que es santo o bueno?

Pero todo el Nuevo Testamento está repleto de evidencias que prueban nuestra tesis. Cada voz profética que cae en el oído, así como cada declaración histórica va a establecer, más allá de toda duda, la desesperada ruina de la iglesia como testigo responsable de Cristo en la tierra.

No estoy tratando ahora de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. En este aspecto, gracias a Dios, no puede haber fracaso, ni ruina, ni juicio. Cristo mantendrá infaliblemente su Iglesia según la integridad divina de su propia obra. Presentará a su Iglesia dentro de poco tiempo sin mancha ni arruga ni nada parecido. Ha declarado expresamente que las puertas del Hades no prevalecerán contra su Asamblea.

Pero, por otra parte, si se la considera como un testigo responsable de Cristo, como un mayordomo, un portador de luz, en este mundo, la Iglesia, como cualquier otro mayordomo o testigo, ha fracasado miserablemente; y está madurando rápidamente para el juicio. Si no distinguimos estos dos aspectos de la Iglesia o del cristianismo, nos veremos envueltos en una profunda confusión.

Pero debo continuar con mi cadena de pruebas.

Volvamos por un momento a esa conmovedora escena de Hechos 20, en la que el bendito apóstol se despide de los ancianos de la iglesia en Éfeso. Escuchemos las siguientes palabras de profunda solemnidad: «Cuidad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores, para pastorear la iglesia de Dios, la que adquirió con su propia sangre. Yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos voraces, que no perdonarán el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres hablando cosas perversas, con el fin de arrastrar a los discípulos tras de sí» (Hec. 20:28-30).

Ahora me siento seguro, amado amigo, de que usted admite que tenemos algo más en el pasaje anterior que el mero hecho de un siervo de Cristo que se despide de la esfera de sus labores, y de sus compañeros de trabajo. Creo que tenemos aquí esa época solemne en la historia de la Iglesia, en la que iba a ser privada de la presencia personal de los apóstoles. ¿Y qué, permítame preguntar, se le enseña a esperar? ¿Es el progreso espiritual? ¿Es la propagación gradual del evangelio por todo el mundo? ¿Es la introducción, por medio de agencias morales y espirituales, del milenio? ¿Es una sucesión de hombres piadosos, devotos y sinceros que deberían continuar la bendita obra iniciada por los apóstoles? Nada de eso, nada que se le parezca. Por el contrario, se le enseña a buscar «lobos voraces», «hombres hablando cosas perversas», pervertidores de la verdad de Dios y de las almas de los hombres.

Tal es la sombría perspectiva que se presenta a la vista de la Iglesia en este patético discurso de despedida del siervo más devoto que jamás haya estado en la viña de Cristo. Es vano, completamente vano, tratar de cerrar los ojos ante este hecho solemne. Sé que a la gente no le gusta escuchar tales enseñanzas. Las cosas suaves son mucho más agradables y populares. Pero debemos decir la verdad. No nos atrevemos a intentar profetizar cosas suaves, a gritar paz, paz, cuando no hay paz, sino ruina palpable y juicio inminente. ¿De qué sirve embadurnar los miserables muros de la cristiandad con la argamasa destemplada de los pensamientos y opiniones humanas? “Utilidad”, ¿he dicho? Es una verdadera crueldad, porque tan seguro como que Dios está en el cielo, esos muros serán, dentro de poco, demolidos y barridos por la tempestuosa ráfaga del juicio divino. No hay nada ante la cristiandad –la falsa iglesia profesa– raíz, tronco y ramas, sino la ira sin paliativos de Dios Todopoderoso. ¿Es esta una mera opinión humana? No, es la voz de las Sagradas Escrituras.

Escuchemos otro testimonio.

Volvamos a la Epístola de Pablo a Timoteo. «Pero el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos se apartarán de la fe, prestando atención a espíritus engañosos y a enseñanzas de demonios, mintiendo con hipocresía y teniendo cauterizada su misma conciencia; prohibirán casarse, mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para ser recibidos con acciones de gracias por los creyentes y los que conocen la verdad» (1 Tim. 4:1-3).

Tal vez el lector protestante insista en que en el pasaje que acabamos de citar tenemos una fotografía del papismo. Es cierto. Los rasgos son demasiado salientes –demasiado llamativos– para que el observador más superficial no pueda trazar la imagen del papismo, con sus absurdos monásticos y ascéticos.

Pero extraigamos para el protestantismo un pasaje de la Segunda Epístola.

«Pero debes saber que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán egoístas, avaros, jactanciosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, incontinentes, crueles, aborrecedores del bien, traidores, impetuosos, presuntuosos, amigos de placeres más bien que amigos de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella; de estos apártate» (2 Tim. 3:1-5).

Aquí tenemos, no la superstición de la edad media, sino la infidelidad de los últimos días de la cristiandad, con todos sus espantosos aditamentos tan flagrantemente exhibidos, por todos lados, en este nuestro propio día. Así, en 1 Timoteo 4, tenemos el papismo; y en 2 Timoteo 3, la infidelidad claramente delineada por la pluma de la inspiración. En ninguno de los dos casos se nos enseña a buscar el progreso de la verdad, sino en ambos el progreso del error y del mal, y el consiguiente juicio de Dios.



4 - Pruebas sobre la ruina moral de la Iglesia

Precisamente similar es la enseñanza del apóstol Pedro, quien nos dice que «Pero también hubo falsos profetas entre el pueblo, como también entre vosotros habrá falsos maestros, los cuales introducirán furtivamente herejías destructoras, negando al Señor que los compró, atrayendo para sí mismos rápida destrucción. Y muchos seguirán su libertinaje, y por causa de ellos el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia abusarán de vosotros con palabras engañosas. Hace tiempo que el juicio de los cuales no se tarda, y su destrucción no se duerme» (2 Pe. 2:1-3).

Así también el apóstol Judas nos da un cuadro sumamente espantoso de la corrupción, la ruina y la condenación final de la cristiandad. Nada puede ser más terrible que sus delineaciones. «¡Ay de ellos! Porque anduvieron en el camino de Caín, se lanzaron en el error de Balaam por una recompensa, y perecieron en la rebelión de Coré. Estos son escollos en vuestros ágapes, festejan y se apacientan a sí mismos sin temor; nubes sin agua, empujadas por los vientos; árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; impetuosas olas del mar, que arrojan la espuma de sus infamias; estrellas errantes, a las que han sido reservadas la oscuridad de las tinieblas para siempre» (v. 11-13).

Finalmente, cuando nos dirigimos a los discursos a las siete iglesias, el mismo testimonio solemne se transmite al corazón. La Iglesia está bajo juicio. Ha dejado su primer amor. Balaam, Jezabel y los nicolaítas están actuando. Este testigo responsable de Cristo –el último de la serie– no resulta mejor que todos los demás. La ruina es irremediable; y a la iglesia profesa no le queda más que ser escupida como una abominación nauseabunda e insufrible.

Aquí me detengo, querido amigo, por el momento. La cadena de pruebas es completa. Es imposible para cualquiera que se incline ante las Escrituras resistirse o refutarlas. Mi primer punto está establecido de manera incontestable, a saber, que dondequiera que el hombre ha sido puesto en un lugar de responsabilidad, ha fracasado miserablemente. La ruina y el juicio sin esperanza cubren todas las páginas de la historia humana, desde Adán en el jardín del Edén hasta la era cristiana. No hay ni una sola excepción a esta regla sombría y humillante.

Pero debo cerrar esta larga carta. En la próxima, si Dios lo permite, echaré un vistazo a otros grandes principios fundamentales a los que me he referido. Mientras tanto, ¡que nuestras almas se mantengan por encima de la turbia atmósfera que envuelve a la iglesia profesa, tomando el sol del amor de nuestro Padre, y realizando la comunión permanente con Aquel que es el Mismo ayer, hoy y siempre!



5 - Dios nunca restaura a un testigo caído

Ahora tengo que atraer su atención a otro gran principio que he encontrado muy útil para preparar la mente para la contemplación de la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios, a saber, que Dios nunca restaura a un testigo caído. Cuando el hombre falla en su responsabilidad –lo cual, como hemos demostrado antes, siempre hace– Dios no lo restaura. Él trae algo mejor, como fruto de su propia gracia soberana; pero nunca pone una pieza nueva en una prenda vieja.

Así, cuando Adán fracasó en el jardín, fue expulsado, y nunca reinstalado. «Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre. Y lo sacó Jehová del huerto del Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gén. 3:22-24).

Había dos árboles: el árbol de la responsabilidad y el árbol de la vida; y habiendo fracasado el hombre en el primero, no se le podía permitir comer del segundo. Su derecho al árbol de la vida se había perdido irremediablemente. Había perdido su inocencia, para no recuperarla jamás; y debía abandonar el jardín, para no ser restituido jamás. Es cierto –benditamente, gloriosamente cierto– que Dios podía darle la justicia en lugar de la inocencia; el cielo en lugar del Edén, algo mucho mejor y un lugar mucho mejor; pero lo expulsó del Edén; y no solo lo expulsó, sino que puso una barrera insuperable en el camino de su regreso: «una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida».

Ahora bien, este es un principio de gran peso, y se extiende a lo largo de la Palabra de Dios, junto con lo que he tratado en mis dos últimas cartas. El primer hombre fracasa en todo, como ya hemos demostrado sin lugar a dudas. Todo lo que toca se arruina bajo su mano. Es expulsado de toda administración por su manifiesta infidelidad, y nunca puede ser restituido. Dios nunca reconstruye una economía caída. Introduce una cosa nueva sobre una base nueva, y conduce, por medio de la gracia, al creyente al disfrute de la misma; pero el primer hombre es completamente apartado, y su historia se cierra para siempre. La cruz es el final de la carrera del primer hombre; y el segundo Hombre, resucitado de entre los muertos, es la base y el centro de la nueva creación de Dios. Está investido con todas las dignidades y todas las glorias. Todo lo que el primer hombre perdió, el segundo lo ha recuperado. Lo ha recuperado todo y mucho más. Ha glorificado a Dios en todas las posiciones en las que el primer hombre lo había deshonrado. Ha cumplido fielmente toda responsabilidad y ejecutado toda mayordomía; y ha puesto el fundamento de todos los consejos eternos de Dios mediante su expiación consumada, de modo que puede asociar a los creyentes consigo mismo en la nueva creación de la que es la gloriosa Cabeza y Centro.

Pero, mi amado amigo, puede ser que algunos se sientan dispuestos en este punto a preguntar: ¿Qué puede tener todo esto que ver con “la condición actual de las cosas en la iglesia de Dios?” Mucho en todo sentido. ¿Ha fallado la Iglesia en su responsabilidad? ¿Se ha roto completamente el sistema cristiano? ¿Ha fracasado irremediablemente el cristianismo como testigo, como administrador, como portador de luz para Cristo en este mundo? Estoy seguro de que usted, mi querido hermano, no tiene ninguna duda al respecto. Pero muchos de los que lean esta carta pueden dudar seriamente de si la Iglesia ha fracasado significativamente. Hay millones de personas a lo largo y ancho de la cristiandad que me considerarían como un mero malhechor en todo lo que he avanzado sobre este tema.

Ven a la cristiandad como un éxito espléndido. Consideran que el Evangelio, como el jinete del caballo blanco, ha salido a conquistar y a vencer; que ha logrado los más gloriosos triunfos. Consideran que el comienzo del siglo 4, cuando cesó la persecución, y cuando Constantino extendió su ala protectora sobre la Iglesia de Dios, fue una época gloriosa en la historia del cristianismo, el comienzo de una era que ha ido creciendo en brillo desde ese día hasta ahora.

Podemos estar seguros de que tal es la opinión que abrigan con cariño 99 de cada 100 cristianos profesos en el momento actual. Pero estoy plenamente convencido de que las Escrituras y los hechos están totalmente en contra de ellos. Usted y yo creemos plenamente que la Escritura es suficiente para establecer cualquier posición; y creo que hemos tenido ante nosotros un conjunto de pruebas extraídas de la Escritura que son suficientes para llevar la convicción a cualquier mente que solo se incline ante la autoridad de la Palabra. He citado registros históricos y anuncios proféticos que tienden a demostrar que la Iglesia, como testigo responsable de Cristo en esta tierra, ha fracasado por completo, al igual que todos los demás testigos, administradores y titulares de cargos. Las parábolas de la levadura, la cizaña, el árbol de mostaza y las diez vírgenes se combinan para establecer nuestra tesis. El discurso de despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso; su Primera y Segunda Epístola a Timoteo, por no hablar del final de su propio ministerio y su desastroso viaje a Roma, todo ello demuestra la ruina total de la Iglesia en su servicio y testimonio terrenal. Así también el apóstol Pedro, en su Segunda Epístola; y Judas en su espantoso cuadro, exponen la misma solemne verdad.

Y en cuanto a Juan, nunca nombra a la Iglesia en sus epístolas, salvo una vez, y es para hablar de ella como gobernada por el espíritu de Diótrefes, excomulgando a los hermanos, y rechazando de hecho al propio apóstol. Finalmente, en la sección final del canon inspirado, el libro del Apocalipsis, la Iglesia está presentada como bajo juicio. Apenas fue establecida, antes de dejar su primer amor; y su progreso es solo hacia abajo, hasta que es escupida de la boca del Señor como una abominación nauseabunda e insufrible; y finalmente es arrojada, como una gran piedra de molino, al lago de fuego.*

*Hablo solo del cuerpo profeso. Los verdaderos santos de Dios, los miembros del Cuerpo de Cristo, serán todos llevados al cielo.



Tal vez algunos pongan en duda mi derecho a aducir las siete iglesias como evidencia, ya que se dirigieron a ellas como asambleas locales distintas que desaparecieron como otras numerosas iglesias. Pero creo que la mayoría de los que han estudiado el libro de Apocalipsis admitirán que esos siete discursos tienen un doble carácter. Son, a la vez, históricos y proféticos –históricos de lo que ha existido– proféticos de lo que debería existir. Es cierto que esas siete iglesias locales existían realmente, y en las condiciones espirituales exactas indicadas por estos discursos. ¿Pero por qué fueron seleccionadas esas siete? Sencillamente porque su condición respectiva sirvió para ilustrar las diversas fases de la historia de la Iglesia desde el momento en que se manifestó el primer síntoma de decadencia hasta el que debía ser finalmente apartada como testigo de Cristo en la tierra.

Sin embargo, en cuanto a este último eslabón de nuestra cadena de pruebas, solo tengo que decir: «Como a sensatos os hablo, juzgad lo que digo» (1 Cor. 10:15). Mi tesis está establecida de manera incontestable incluso sin la prueba extraída de las siete iglesias de Asia. La Escritura establece, más allá de toda duda, el hecho de la ruina total de la Iglesia como portadora de la luz de Cristo en la tierra; y en cuanto a los hechos, no tenemos más que decir al lector: Levantad los ojos y mirad a la cristiandad, y decid si podéis encontrar un solo rasgo de semejanza con la Iglesia tal como se presenta en el Nuevo Testamento.

¿Dónde está el Cuerpo único? Supongamos una carta dirigida “A la iglesia de Dios en Londres”; ¿a quién debería entregarse? ¿Quién podría reclamarla? El administrador de correos y el cartero estarían muy perplejos para saber qué hacer con ella; y sin duda, al final encontraría su lugar en la oficina de cartas muertas. ¿Podría reclamarla la Iglesia de Roma? No, porque hay cientos de miles de personas de Dios fuera de su ámbito. ¿Podría reclamarla el establishment* nacional (inglés)? De ninguna manera, por la misma razón. Y lo mismo ocurre con todas las organizaciones actuales, las sectas y los partidos en los que se divide la profesión cristiana. Ni una sola podría atreverse a llamar a la oficina de correos y exigir la carta, por la razón más simple de todas, que ninguna de ellas es la Iglesia de Dios, y ninguna de ellas está siquiera en el terreno de la Iglesia de Dios.

*Conjunto de personas, instituciones y entidades influyentes en la sociedad o en un campo determinado, que procuran mantener y controlar el orden establecido.



No, no, mi queridísimo amigo, debemos admitir que la cristiandad, lejos de ser un éxito espléndido, ha resultado un fracaso de lo más deplorable y humillante. La cristiandad no ha continuado en la bondad de Dios. ¿Qué es, pues, lo que ocurre? «Tú también serás desgajado» (Rom. 11:22). ¿No hay restauración? Como bien podría haber pensado Adán en volver a la inocencia y al Edén. También podría Aarón, o sus hijos después de él, haber intentado tomar y ponerse las vestiduras de gloria y belleza.

No puede ser. El intento de reconstruir la Iglesia es tan inútil como el intento de construir la torre de Babel, y debe resultar en la misma confusión. Los hombres pueden decir: «Los ladrillos cayeron, pero edificaremos de cantería» (Is. 9:10). Todo es vanidad. La mera idea de que los hombres, ya sean eclesiásticos o disidentes, intenten formar o reformar, construir o reconstruir la Iglesia, es la labor más inútil posible. Los mismos cuerpos que llevamos con nosotros podrían contarnos una historia si tan solo agacháramos nuestros oídos para escuchar. ¿Pueden ser restaurados? Nunca. Deben morir o ser cambiados; nunca reconstruidos. Dios dará un cuerpo de gloria; pero nunca remendará un cuerpo de pecado y muerte.

Y en cuanto a la supuesta Iglesia, su historia en la tierra es una historia de fracaso y ruina, de pecado y juicio, y todos los esfuerzos humanos por reparar o remodelar deben resultar totalmente vanos. Cristo, bendito sea su nombre, se presentará a sí mismo la verdadera Iglesia, muy pronto, sin mancha ni arruga ni nada parecido. Ese Cuerpo glorioso todavía se verá descender del cielo, como una novia adornada para su esposo, brillando en todo el resplandor de la gloria de Dios y del Cordero. Pero en cuanto a la falsa, la infiel, la iglesia corrupta –esa vasta masa de profesión bautizada que se llama a sí misma con el nombre de cristiandad–, no le queda nada más que el lagar de la ira de Dios Todopoderoso –el lago de fuego– la negrura de las tinieblas para siempre.

Oh, mi amado hermano, ¿no anhela ver al pueblo del Señor correctamente instruido en cuanto a todo esto? ¿No es deplorable verlos tratando de formar iglesias y organizar cuerpos, como dicen, sobre el modelo apostólico? ¿Dónde está su garantía? ¿Dónde está el poder? En ninguna parte. Están tratando de hacer lo que Dios nunca hace. La Palabra de Dios está en contra de ellos. ¿Dónde tenemos una línea de instrucción en el Nuevo Testamento en cuanto a formar una iglesia? ¿Dónde se insinúa tal cosa de la manera más remota? Lo que Dios estableció al principio ha fracasado por completo en manos del hombre. Fue establecido con poder y belleza; pero el hombre lo arruinó. ¿Y ahora qué vemos? Eclesiásticos y disidentes que presumen de modelar y rediseñar las iglesias según el modelo apostólico. Ay, ay, pronto aprenderán su triste error.

Pero, ¿qué hay que hacer? Esa es otra pregunta, y una pregunta que se responde abundantemente, cuando la planteamos en el terreno correcto y con un espíritu correcto. Pero, en primer lugar, ¿hemos aprendido que la Iglesia es una ruina, y que no es el propósito de Dios restaurarla? Si realmente hemos aprendido esto, estaremos en condiciones morales de recibir una respuesta a la pregunta que a menudo se hace: ¿Qué se debe hacer? Si solo tomamos nuestro verdadero terreno, en referencia a este asunto; si vemos y admitimos la ruina; si confesamos nuestra parte individual en esa ruina; si hacemos nuestro el pecado de la Iglesia –como toda persona verdaderamente espiritual lo hará con toda seguridad– si estamos verdaderamente quebrantados y arrepentidos ante nuestro Dios; entonces, en verdad, alejaremos de nosotros todas las pretensiones orgullosas y los esfuerzos fútiles por establecer una iglesia de nuestra propia invención y hechura. Aprenderemos algo muy diferente de esto. Veremos que nos corresponde postrarnos con humildad y mansedumbre a los pies de nuestro Señor, confesando nuestro pecado y vergüenza comunes, ocupando nuestro lugar en medio de la ruina a la que nosotros mismos hemos contribuido en gran medida, y en lugar de preguntar afanosamente: ¿Qué hay que hacer? aprenderemos a confiar en la rica misericordia y en la soberana bondad de nuestro Dios, y en los ilimitados recursos atesorados en Cristo, nuestra gloriosa Cabeza y Señor, quien, aunque nunca reconstruirá una iglesia caída en la tierra, puede, sin embargo, sostener y confortar, alimentar y nutrir, fortalecer y alentar a todos aquellos que, con verdadera devoción de corazón y humildad de mente, se confíen a su fidelidad y amor.



6 - El creyente individual

El principio que tengo que poner en su conocimiento en esta carta, es uno lleno del más rico consuelo para el corazón de todo siervo fiel de Cristo. Es este: En todas las épocas y bajo todas las dispensaciones de Dios, cualquiera que haya sido la condición del pueblo de Dios como un todo, el creyente individual tenía el privilegio de recorrer un camino tan elevado y disfrutar de una comunión tan elevada como la que se conoció en los días más brillantes y pálidos de la dispensación.

Tal es mi tesis actual, que espero poder probar a partir de la Palabra de Dios. En cartas anteriores he tratado de demostrar que, en todos los casos en que el hombre ha sido colocado en una posición de responsabilidad, ha fracasado por completo. Y, además, que Dios nunca restaura a un testigo caído. Confío en haber establecido plenamente estos dos puntos. Mi tarea actual es mucho más placentera, ya que implica la exposición de la gran verdad de que, en los días más oscuros, la fe siempre ha encontrado su fuente en el mismo Dios vivo, y, por lo tanto, cuanto más profunda es la oscuridad moral que nos rodea, más brillantes son los destellos de la fe individual. El oscuro trasfondo de la condición corporativa ha arrojado la fe individual a un relieve brillante y hermoso.

Ahora confieso, mi querido amigo, que esta línea de verdad tiene encantos peculiares para mi corazón. Durante muchos años he encontrado en ella consuelo y estímulo; y no dudo de que hemos reflexionado a menudo sobre ella, tanto en nuestro trato personal como en nuestro ministerio público. No creo que sea posible exagerar su valor e importancia, y estoy agradecido por esta oportunidad de sacarlo a la luz y darle forma permanente.

Hay una fuerte y constante tendencia en la mente del pueblo de Dios a bajar el nivel de devoción al nivel de la condición general de las cosas. Hay que protegerse cuidadosamente contra esto. Es destructiva de todo servicio y testimonio. «El sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19).

Este pasaje de peso encarna en su breve compás todo el tema que deseo desarrollar en esta carta. Dios es fiel. Su norma es siempre la misma. Su fundamento nunca puede ser movido; y es la competencia y el privilegio del creyente individual descansar en ese fundamento y atenerse a esa norma, pase lo que pase. La fe puede contar con Dios, y recurrir a sus recursos inagotables, aunque la condición pública de las cosas se caracterice por una ruina irremediable. Si no fuera así, ¿qué habría sido de los fieles en todas las épocas? ¿Cómo habrían podido los Barak, los Gedeón, los Jefté, los Sansón, mantenerse firmes y blandir la espada contra los incircuncisos, si se hubieran dejado influir por la condición general del pueblo de Dios? Si alguno de estos ilustres siervos se hubiera cruzado de brazos y se hubiera abandonado al poder paralizador de la incredulidad, a causa del estado de la nación, ¿cuál habría sido el resultado? Seguramente nunca habrían logrado esas espléndidas victorias que el Espíritu Santo ha registrado graciosamente para nuestro estímulo, y que podemos estudiar con tanto deleite y beneficio espiritual.

Pero creo que debo tratar de probar e ilustrar mi tesis trayendo ante usted de manera ordenada algunos casos prominentes en los que su verdad es especialmente ejemplificada. Conociendo como conozco su profundo interés en la Palabra de Dios, no intentaré ofrecer ninguna disculpa por las copiosas referencias a las Escrituras; o, si es necesario, por las elaboradas citas de las mismas. Me parece que le oigo decir: “Por supuesto, deme las Escrituras. No hay nada como la Palabra. Debe ser nuestra única norma de apelación, nuestra única gran autoridad que resuelve todas las cuestiones, resuelve todas las dificultades, cierra todas las discusiones. Deme la Escritura”. Sé que esto es lo que usted piensa, y gracias a Dios, también es lo que piensa su corresponsal.

Por lo tanto, nos dirigiremos a las Escrituras, dependiendo de la guía y la enseñanza de Aquel por quien fueron redactadas.



La primera prueba, mi querido amigo, que le ofreceré se encuentra en Éxodo 33. Permítame preguntarle cuál era en ese momento la condición de la nación de Israel. Dejemos que Éxodo 32 proporcione la triste y humillante respuesta. El hombre más elevado y privilegiado de toda la congregación había hecho un becerro de oro. Sí, aquí está el terrible registro: «Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido» (v. 1).

¡Qué imagen hay aquí, querido amigo, de la locura degradante y absurda del corazón humano! Piense en toda una congregación de personas que expresan un absurdo tan grosero y palpable: «Haznos dioses»*. “Escuchamos con asombro tales acentos, que emanan de los labios de quienes poco antes habían elevado sus voces al cielo en un himno triunfal de alabanza. ¿Quién hubiera pensado que los adoradores de la orilla del mar Rojo iban a pronunciar palabras como «Haznos dioses que vayan delante de nosotros»? Habían dicho en su magnífico cántico: «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» (Éx. 15:11). ¿Habían encontrado ahora a alguien como Él? Eso parece. ¿Y quién? ¡Un becerro de oro! ¡Qué horror! Y, sin embargo, este es el hombre. Sí; el hombre, en todas las épocas. Si reflexionamos debidamente sobre la escena del becerro de oro, si captamos a fondo su moraleja, si comprendemos plenamente su enseñanza, nos preparará en gran medida para algunos de los rasgos más groseros de la condición actual de las cosas. «Estas cosas les acontecieron como ejemplos, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11).

* ¿No nos recuerdan estas palabras de Israel al pie del monte Sinaí, el absurdo blasfemo del papado tal como se muestra en el sacrificio de la misa? ¿No se compromete el sacerdote en esa ordenanza a hacer a Dios? ¿Y no se postran millones de personas a lo largo y ancho de la cristiandad en adorable homenaje ante un dios de obleas que un ratón puede llevarse y devorar? Y esta es una parte integral de la condición actual de las cosas en la iglesia profesa de Dios –esta es una característica prominente en la escena de adoración por la que estamos pasando. ¿Es un trozo de pan un objeto más elevado que una pieza de oro? ¡Oh, cristiandad! Piensa en tu condición actual, piensa en tu destino, reflexiona sobre tu destino.



Pero prosigamos con nuestro tema.

«Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, éstos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto. Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Jehová. Y al día siguiente madrugaron, y ofrecieron holocaustos, y presentaron ofrendas de paz; y se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a regocijarse» (Éx. 32:2-6).

¡Qué imagen! Toda una asamblea –la nación entera de Israel hundida, en un momento, en una idolatría absurda y degradante– todos, con un solo consentimiento, se inclinaron ante un dios hecho de los pendientes que poco antes habían colgado de las orejas de sus esposas e hijas. Y esto, además, frente a todo lo que habían presenciado de los poderosos actos de Jehová. Habían visto temblar la tierra de Egipto bajo los sucesivos golpes de su vara judicial. Habían visto el mar Rojo abierto ante ellos, y un camino formado para ellos por su brazo omnipotente a través de estas mismas aguas, que resultó ser una tumba para los ejércitos de Egipto. Había hecho descender maná del cielo, y había hecho brotar agua de una roca de pedernal, para satisfacer su necesidad. Todo esto lo habían presenciado; y, sin embargo, en un momento por así decirlo, podían olvidar esta maravillosa serie de pruebas, y confundir un pedazo de oro con el Dios de Abraham, Isaac e Israel. Terrible exhibición de lo que hay en el hombre, y de lo que debemos esperar de él si se le deja solo.

No debemos olvidar nunca, mi querido amigo, quién fue el que condujo al pueblo a este curso de acción tan desastroso. Fue nada menos que Aarón, el hermano mayor del propio legislador. Puede considerarse una digresión referirse a esto; pero es una digresión provechosa, porque tiende a ilustrar la excesiva insensatez de apoyarse o mirar al más alto y mejor de los hombres.

En la primera parte del libro del Éxodo encontramos a Moisés rehuyendo la legación divina. Dudó en ir a Egipto por orden de Dios, aunque se le aseguró una y otra vez que Jehová estaría con él, que sería una boca y sabiduría para él, sin embargo, se encogió y quiso retirarse de la responsabilidad. Pero en el mismo momento en que oyó que Aarón lo acompañaría, estuvo dispuesto a ir. Y, sin embargo, este mismo hombre fue la fuente de la más profunda pena que Moisés probó jamás. Este era el hombre que había hecho el becerro de oro.

¡Qué admonitorio es todo esto! ¡Qué triste error es apoyarse en un brazo de carne! Y, sin embargo, ¡cuán propensos somos todos a hacerlo de una manera u otra! Nos apoyamos en nuestro compañero mortal en lugar de apoyarnos en el Dios vivo, y a continuación descubrimos que hemos confiado en una caña rota. «Como diente roto y pie descoyuntado es la confianza en el prevaricador en tiempo de angustia» (Prov. 25:19). «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?» (Is. 2:22).

Pero debemos volver a nuestro tema, y considerar el camino del hombre de Dios, frente a la condición de las cosas con las que estaba rodeado –una condición, por decir lo menos, bastante sombría.

El corazón de Moisés bien podría hundirse y encogerse al contemplar a toda la congregación de Israel, con su hermano Aarón a la cabeza, hundida en una abominable idolatría. Todo parecía perdido, sin remedio. Pero «el sólido fundamento de Dios está firme». Esta es una verdad grandiosa e inmutable en todas las épocas. Nada puede tocar la verdad de Dios. Brilla aún más en medio de las sombras más profundas y oscuras en las que el hombre es capaz de hundirse. No podemos hacernos una idea de lo que el corazón de Moisés, ese amado y honrado siervo de Dios, pasó cuando vio a su Señor desplazado por un becerro de oro. Pero podía contar con Dios. Sí, y también podía actuar por Dios. Las dos cosas van siempre juntas. El hombre de fe no puede permitirse el lujo de gastar su tiempo en lamentaciones inútiles sobre el estado de las cosas. Tiene su trabajo que hacer, y su camino que recorrer, y ese trabajo y ese camino nunca están más marcados que en medio del error abundante y la confusión desesperada. «El sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19).

Vean cuán benditamente este fino principio práctico fue llevado a cabo por Moisés, el hombre de Dios –un principio tan verdadero en el día del becerro de oro, como en medio de las espantosas ruinas de la cristiandad. «Y Moisés tomó el tabernáculo, y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó el Tabernáculo de Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento» (Éx. 33:7).

Aquí tenemos lo que podemos llamar una pieza audaz y magnífica de actuación. Moisés pensó que Jehová y un becerro de oro no podían estar juntos y, por lo tanto, si un becerro estaba en el campamento, Jehová debía estar fuera. Tal era el simple razonamiento de la fe; la fe siempre razona correctamente. Cuando el cuerpo público está todo equivocado, el camino de la fe individual está fuera. «Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor». Nunca puede ser correcto, y, gracias a Dios, nunca es necesario, seguir con la iniquidad. No, no, «apartaos» es la consigna para el alma fiel, cuando la iniquidad se establece en aquello que pretende ser el testigo de Dios en la tierra. Cueste lo que cueste, debemos apartarnos. Puede parecer que somos exclusivos, y que nos hacemos pasar por más santos, mejores y más sabios que nuestros vecinos. Pero no importa lo que parezca, o lo que la gente pueda llamar, debemos «apartarnos de la iniquidad». «Cualquiera que buscaba a Jehová» tenía que salir del lugar contaminado para encontrarlo y, sin embargo, ese mismo lugar no era otro que el campamento de Israel donde Jehová había tomado su morada.

Así vemos que Moisés, en esta ocasión, fue preeminentemente un hombre para la crisis. Actuó en nombre de Dios, y fue el honrado instrumento que abrió un camino para el pueblo de Dios, por el cual podía escapar de una escena de contaminación desesperada, y disfrutar del rico y raro privilegio de la comunión con Dios en un día malo. Y en cuanto a él mismo, aprendemos lo que ganó con esta maravillosa transacción en el siguiente registro: «Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero» (Éx. 33:11).

¿Me equivoco, queridísimo amigo, al aducir a Moisés como prueba de mi tesis?: “Que no importa cuál sea la condición real del pueblo de Dios en su conjunto, es el privilegio del creyente individual hollar un camino tan elevado y disfrutar de una comunión tan alta como jamás se conoció en los días más brillantes y pálidos”. Creo que usted dirá: No.



7 - La unidad del pueblo de Dios

Cuando comencé esta serie de cartas para usted, no tenía idea de que se extendiera hasta el nuevo año; pero de alguna manera, cuando se escribe a un amigo, los pensamientos se acumulan, y la pluma corre. Le dije, al final de mi última carta, que volvería a tener noticias mías, si no me lo prohibía; y como no he oído nada de un veto, me siento en libertad de continuar. Y me alegro de hacerlo, ya que la línea especial de cosas a la que me referí en mi carta de diciembre es una que se adapta de manera significativa para que contemplemos y lidiemos con la condición actual de las cosas en la iglesia profesa.

Me parece que estamos en peligro inminente de ceder a la corriente, y dejarnos llevar por la corriente, porque parece tan inútil pensar en hacer una posición firme por Cristo y su causa. Contra esto, mi amado amigo, debemos vigilar celosamente y luchar vigorosamente. Nada puede justificar que el creyente individual baje el listón, relaje su agarre, o ceda la anchura de un cabello, en la gran lucha a la que está llamado. El hecho mismo de la ruina total del cuerpo corporativo, es la razón urgente para la devoción personal. Cuanto más escalofriante y marchita sea la atmósfera circundante, mayor será la demanda de energía personal. Aunque no podamos contar con el apoyo de un solo individuo, es nuestro deber y privilegio plantar el pie de la fe firmemente en la tierra divina, y allí estar firmes e inconmovibles, siempre abundando en la obra del Señor. Un regimiento puede ser reducido a un hombre; pero si ese hombre es capaz de agarrar y defender los colores, la dignidad del regimiento se mantiene. Así también, si un solo individuo es capaz de sostener el estandarte del Nombre y la Palabra de Jesús, puede contar con la bendición presente y una brillante recompensa futura. «Al que venciere le daré…» (Apoc. 2 y 3).

Pero debo proseguir con mi serie de ilustraciones vivas extraídas de las páginas inspiradas del volumen de Dios, esa revelación sin par, inestimable y eterna, de la que podemos decir, en verdad, que rebosa de evidencias que prueban mi tesis de que “cualquiera que sea la condición del cuerpo público, es el feliz privilegio del hombre de Dios disfrutar de la más alta comunión y ocupar el más alto terreno”. Este, como recordarán, es mi tema actual; y es un tema del más profundo interés para mí, un tema en el que el corazón encuentra un consuelo, una fuerza y un estímulo peculiares.

En mi última comunicación, fuimos llevados a contemplar la magnífica conducta de Moisés, al pie del monte Sinaí. Ahora debo pedirles que observen la conducta de Elías, en la cima del monte Carmelo. Estos dos honrados siervos de Dios están estrechamente vinculados en la página de la inspiración.

En el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, tenemos una de las escenas más brillantes de la vida de Elías el tisbita. No voy a ofrecer a mi querido amigo nada parecido a una elaborada exposición de este capítulo. Me limito a seleccionar un hecho para mi propósito actual, y es el que se registra en 1 Reyes 18: «Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre, edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová» (v. 31-32).

Aquí, pues, tenemos a la fe tomando su posición en el propio terreno de Dios, actuando de acuerdo con la integridad de la revelación divina, y confesando la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel; y esto, además, en presencia de Acab y Jezabel y de 800 falsos profetas; y no solo eso, sino en presencia de una nación dividida. La unidad visible de Israel había desaparecido. Las diez tribus estaban separadas de las dos. Toda la condición de las cosas era sumamente deprimente.

Pero Elías, en la cima del Carmelo, pudo mirar más allá del estado práctico de Israel y fijar su mirada creyente en la verdad inmutable de Dios. Digo que en la cima del Carmelo fue así con este ilustre testigo. En otros lugares, por desgracia, fue diferente. Bajo el enebro y en el monte Horeb no vemos la misma altura, porque «Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17), y como tal, a veces caía muy por debajo de la elevación moral de la vida de fe.

Sin embargo, es con Elías en el monte Carmelo que tenemos que hacer ahora, y con el altar de 12 piedras que él fue capaz, por la fe, de erigir allí frente a toda la ruina y la corrupción a su alrededor. Si hubiera mirado las cosas que se veían –si se hubiera regido por la condición moral de Israel–, si hubiera moldeado su camino y regulado su conducta por el estado de las cosas que lo rodeaban, no se habría atrevido a construir un altar de 12 piedras. La naturaleza incrédula podría razonar así: “Este no es el momento para un altar de doce piedras. Ya pasó el día para eso. Todo estaba muy bien y era muy adecuado en los días de Josué hijo de Nun, y en los brillantes días de Salomón. Pero pensar en ello ahora, es el colmo de la locura y la presunción. Deberías avergonzarte de referirte a algo así ahora, ya que solo reprende la condición de tu pueblo. Cuánto mejor –cuánto más apropiado– cuánto más moralmente adecuado es rebajar la norma de acuerdo con su verdadera condición. ¿Por qué asumir un terreno tan elevado en vista de vuestra baja condición? ¿Por qué tratar de mantener principios tan elevados frente a una práctica tan humillante?”

Pero, permítanme preguntar, ¿cuál es la respuesta de la fe a todo este inútil razonamiento? Simplemente esto: “La norma de Dios o nada”. Si la verdad de Dios ha de ser acomodada a la condición del pueblo de Dios, hay un fin para todo testimonio verdadero y servicio aceptable. Es muy cierto que un determinado curso de acción puede ser correcto, en un momento, y no serlo en absoluto en otro. Esto lo podemos entender perfectamente; pero la verdad de Dios nunca cambia. «Para siempre, oh Jehová, Permanece tu palabra en los cielos» (Sal. 119:89). Debemos mantener la estabilidad eterna de la verdad de Dios, aunque esa verdad ponga de manifiesto nuestra condición caída.

Creo que admitirá, querido amigo, que hay algo extraordinariamente bueno en los actos de nuestro profeta en el monte Carmelo. Hace bien al corazón, en este día de miserable laxitud, en este día en que se juega a la ligera con la verdad de Dios, ver a un hombre que despliega el estandarte divino frente a 800 falsos profetas, con Acab y Jezabel a sus espaldas.

Si hay una característica del momento actual más deplorable que otra, es la forma suelta en que se sostiene la verdad de Dios. Vemos, por todas partes, una fuerte tendencia a rebajar la norma de obediencia. Se considera una estrechez de miras el defender la autoridad suprema de las Sagradas Escrituras. La Palabra de Dios está perdiendo rápidamente su lugar en los corazones y las mentes de los cristianos profesos. El conocido lema. “La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes”, si alguna vez fue cierto –lo que dudo mucho–, ciertamente no lo es ahora. Hay un esfuerzo muy determinado, a lo largo y ancho de la cristiandad para eliminar –para deshacerse por completo de la Palabra de Dios como una autoridad infalible suprema.

Esto puede parecer una declaración fuerte, dura y ultra. Puede que se me considere un intolerante de mente estrecha por escribir tales palabras. No puedo evitarlo, amigo mío. Estoy plenamente convencido de la verdad de lo que digo. Creo que, si examina de cerca los procedimientos de las diversas secciones de la iglesia profesa, si examina las predicaciones y enseñanzas públicas del día, si presta atención a lo que emana de la prensa, el púlpito y la plataforma, a lo largo y ancho de la cristiandad, encontrará que tengo una base demasiado fuerte y amplia para mi declaración.

Gracias a Dios, hay aquí y allá algunas brillantes excepciones. De vez en cuando se oye una voz que defiende la verdad de Dios, la inspiración plenaria y la autoridad absoluta de la Sagrada Escritura. Pero ¡ay! ¡ay! Las voces son pocas, débiles y distantes entre sí. Visto como un todo, la iglesia profesa se desliza rápidamente por el plano inclinado. El progreso de la infidelidad es verdaderamente espantoso. Recuerdo en los días de mi infancia, cómo se despertaba un sentimiento de horror en el corazón por la sola mención de un infiel, o de cualquiera que se atreviera a hablar en contra de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo, o a negar la inspiración de la Palabra de Dios en cada línea y cada frase.

¡Ay! ¡Qué cambiado está el aspecto de las cosas en nuestros días! No puedo permitirme entrar en detalles a modo de evidencia; pero estoy completamente persuadido de este hecho de que la iglesia profesa se está apresurando hacia un momento temible en su historia, en el cual rechazará completamente la Palabra, el Cristo y el Espíritu de Dios. Mirad donde queráis, y debéis quedaros con el hecho de que la ignorancia de la superstición y la impudicia de la infidelidad están ganando rápidamente el dominio de las mentes de millones de personas.

En cuanto a la superstición, ¿qué ha presenciado esta época ilustrada nuestra? ¿Cuáles son los frutos que este árbol pernicioso ha producido desde el siglo 19 al 21? En primer lugar, millones de nuestros semejantes han profesado su creencia en una mujer inmaculada; y, en segundo lugar, su creencia en un hombre infalible. Piense en esto. Piense en que alguien en su sano juicio dé su asentimiento y consentimiento a dos absurdos tan monstruosos. ¿No se parece mucho a esa «energía de error» (2 Tes. 2:11) que Dios enviará, dentro de poco, a la cristiandad, el creer en semejante mentira?

Y en cuanto a la infidelidad, en su audaz manipulación de la Palabra de Dios, su puesta en duda de la integridad divina del volumen sagrado, su despreciativo rechazo de la inspiración plenaria de la Sagrada Escritura, sus blasfemos asaltos a la Persona del Hijo de Dios que está por encima de todo, Dios bendito por siempre –solo tiene que mirar a su alrededor, por todos lados, para ver las corrientes tributarias que se precipitan con terrible vehemencia, para engrosar la marea de evidencia en prueba del melancólico hecho de que la infidelidad está levantando su cabeza, con orgullosa audacia, a lo largo y ancho de la iglesia profesa.

Es la persuasión profunda y firme de esto lo que hace que uno valore aún más la fe y la fidelidad de aquellos dignos de la antigüedad que se levantaron, frente a un mundo hostil, y mantuvieron audazmente la verdad de Dios, a pesar de la ruina y el fracaso palpables del pueblo de Dios. Es perfectamente delicioso contemplar al profeta Elías el tisbita, de pie junto a su altar de 12 piedras, y ofreciendo en él su sacrificio al Dios vivo y verdadero, a Jehová de Israel. Simplemente estaba de pie en la misma plataforma que Moisés, en Éxodo 33. Es la bendita plataforma de la fe en la que cada verdadero creyente puede tomar su posición, en calma y santa confianza, y permanecer allí con Dios.

La norma de Dios nunca debe ser rebajada ni un pelo. Es, como él mismo, inmutable. Era tanto el deber y el privilegio de Elías actuar bajo esa norma, como lo fue de Salomón, David, Josué o Moisés. Israel puede cambiar, pero Jehová o su Palabra nunca pueden hacerlo; y es con él y su Palabra eterna que la fe tiene que hacer, en todas las épocas. Pase lo que pase, mi muy amado amigo, usted y yo debemos caminar con Dios, apoyarnos en él, aferrarnos a él, sacar de él, encontrar todas nuestras fuentes en él –fuentes de paz y poder– el poder de la comunión personal, de la adoración, del servicio y del testimonio. Él nunca falla a un corazón confiado –nunca lo ha hecho– nunca lo hará –nunca podrá– no, nunca; ¡bendito sea su santo nombre por todos los siglos! Por lo tanto, permanezcamos en él y mantengamos firme su Palabra, a pesar de todo. Aunque veamos y sintamos y poseamos la condición real de las cosas que nos rodean, no olvidemos nunca que tenemos que ver individualmente con Dios y con la Palabra de su gracia.



8 - La suficiencia divina y absoluta de las Escrituras

No puedo intentar aducir toda la evidencia que la Escritura del Antiguo Testamento ofrece como prueba de mi presente tesis; pero hay dos o tres casos sobre los que debo llamar su atención, además de los que ya he presentado ante usted.

Me gustaría mucho detenerme con usted en la historia intensamente interesante de Ezequías, tan llena de consuelo y aliento, y que ofrece una ilustración tan poderosa de mi tema; pero pasaré a una sección posterior de la historia inspirada, y retomaré el caso de Josías, que subió al trono de sus padres en un momento en que la nación había llegado casi a su punto más bajo, y el horizonte moral parecía cubierto con muchas nubes oscuras y pesadas.

No necesito decir, mi querido amigo, que no voy a entrar en nada parecido a una exposición elaborada de la historia del profundamente interesante reinado de Josías. Esto exigiría un volumen en lugar de una carta. Me limito a referirme a ella ahora con el propósito de probar mi tesis, la cual, como usted recordará, es que “no importa cuál sea la condición del aparente pueblo de Dios, en un momento dado, el creyente individual tiene el privilegio de recorrer un camino tan elevado y disfrutar de una comunión tan elevada como jamás se conoció en los días más altos y pálidos de la dispensación”.

¿Cuál era, entonces, la condición de las cosas cuando Josías –un niño de ocho años– llegó al trono? Tan sombría y deprimente como podía ser. Podemos decir que estaba rodeado de la basura acumulada durante siglos. Tuvo que lidiar con errores y males introducidos nada menos que por el propio Salomón, el más sabio de los hombres.

Si alguien desea tener una idea correcta del estado práctico de las cosas en los días de Josías, que reflexione sobre 2 Reyes 23. El registro es perfectamente espantoso. Había recipientes hechos para Baal en el templo del Señor. Había sacerdotes idólatras que quemaban incienso en los lugares altos, en las ciudades de Judá y en Jerusalén: incienso a Baal, al sol, a la luna, a los planetas y a todas las huestes del cielo. Había sodomitas. Había quienes hacían pasar a sus hijos y a sus hijas por el fuego a Moloc. Había caballos que los reyes de Judá habían regalado al sol. Había lugares altos que Salomón había construido para Astoret, la abominación de los sidonios, y para Quemos, la abominación de los moabitas, y para Milcom, la abominación de los hijos de Amón.

Solo concibe, mi amado amigo, al hombre que fue usado por el Espíritu Santo para escribir el libro de Proverbios, Eclesiastés y Cantar de los Cantares, construyendo altares a todos estos dioses falsos. Y estas abominaciones se les había permitido permanecer en medio de los movimientos reformadores de hombres como Ezequías y Josafat, y descender, con la edad, hasta los días del joven Josías. En efecto, difícilmente podemos imaginar algo más terriblemente deprimente que la condición de las cosas que rodeaban a este amado y joven monarca. Parecía perfectamente desesperado. Su espíritu bien podría hundirse dentro de él, al contemplar tan enorme montón de basura, el lamentable y humillante fruto de muchos años de flagrante infidelidad y alejamiento de la verdad de Dios. ¿Cómo podría ser eliminado? ¿Cómo podría él, un simple joven, enfrentarse a males tan formidables?

Entonces, de nuevo, su corazón podría sugerir la pregunta: “¿Soy el hombre para tal obra? ¿Es propio de mí, tan joven, tan inexperto, tan poco versado en los hombres y las cosas, enfrentarme a un hombre como Salomón? ¿Por qué debería pretender más sabiduría que mi padre? Todas estas instituciones han sobrevivido a los tiempos de hombres mucho más devotos y santos que yo. Seguramente las cosas que Ezequías y Josafat han dejado en pie, no tengo derecho a abolirlas. Además, el caso no tiene remedio. El juicio es inevitable. El decreto ha salido. Jehová ha firmado la sentencia de muerte de la nación culpable. Ya oigo el ruido de los truenos. No es posible para una pobre y débil criatura como yo detener la marea de la corrupción, o evitar la terrible avalancha del juicio divino. No hay esperanza. Las cosas deben seguir su curso. Yo no soy el hombre, ni este es el momento para la acción reformadora. Solo puedo ceder al destino inevitable, inclinar la cabeza y dejar que el carro gubernamental de Jehová siga su camino”.

¿No puede, mi querido amigo, imaginar fácilmente a Josías adoptando tal línea de razonamiento con su propio corazón? Yo sé que sí. Me temo que es la misma línea que yo adoptaría si estuviera en su lugar. Pero, gracias a Dios, su amado siervo fue preservado graciosamente de toda esa acobardada y despreciable incredulidad. Se le permitió tomar su posición sobre la verdad inmutable de Dios, y probar por esa piedra de toque perfecta todos los errores y males que encontró a su alrededor, y rechazarlos por completo. Josías sintió –y tenía razón divina en ese sentimiento– que no había necesidad de continuar, ni por una sola hora, con algo que fuera contrario a la mente de Jehová. No le importaba el peso de una pluma –ni debería importarle a nadie– quién hubiera sido el iniciador del error o del mal. Le bastaba con que fuera un error y un mal. Su único asunto era rechazarlo todo con una decisión santa y un propósito inquebrantable de corazón. Podría parecer presuntuoso en él, un hombre tan joven, poner una mano perturbadora sobre instituciones que habían sido puestas en marcha por Salomón; pero con esto no tenía nada que hacer. No era una cuestión de Josías contra Salomón, sino de la verdad contra el error.

Este es un gran punto, mi amado amigo, para nuestros días. Oímos hablar mucho de los Padres, y de doctores eruditos, y de hombres buenos, aquí y allá y en todas partes. Y, además, algunos hablan a gritos de la necesidad de cultivar la grandeza de corazón, la amplitud de mente, la liberalidad de espíritu, y cosas por el estilo. Todo esto suena muy plausible; y, con una gran clase de personas, tiene gran peso. Pero toda la cuestión depende de esto: ¿Tenemos la verdad de Dios, o no la tenemos? ¿Nos ha revelado Dios su mente para que podamos conocerla con toda la certeza posible? ¿Estamos abandonados a la opinión humana? ¿No tenemos nada en que basarnos o descansar sino en el “así ha dicho” de algún pobre mortal errante como nosotros? ¿Es una cuestión de autoridad humana? ¿Son la erudición y la antigüedad garantía suficiente de la verdad infalible? ¿Podemos confiar la salvación de nuestras almas, o la guía de nuestra conciencia, o el ordenamiento de nuestro servicio a una iglesia, a un consejo o a cualquier cuerpo de hombres bajo el sol?

Creo que puedo anticipar su respuesta a estas preguntas. Estoy plenamente persuadido, queridísimo amigo, de que usted considera las opiniones y los dogmas de los hombres como el pequeño polvo de la balanza, cuando se trata de una cuestión de autoridad positiva. Todos los escritos humanos, antiguos, medievales o modernos, son interesantes como referencias; perfectamente inútiles como autoridades. No hay más que una autoridad suprema y absoluta, que es la Sagrada Escritura, esa revelación inigualable e inapreciable que nuestro Dios ha puesto en nuestras manos con su infinita gracia, que todos pueden poseer si quieren, y que al poseerla se vuelven benditamente independientes de toda autoridad humana, pasada o presente.

Y esto me lleva de inmediato al punto especial de la historia de Josías que considero tan peculiarmente aplicable a la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios. Me refiero al descubrimiento del libro de la Ley. «Ve al sumo sacerdote Hilcías, y dile que recoja el dinero que han traído a la casa de Jehová… Entonces dijo el sumo sacerdote Hilcías al escriba Safán: He hallado el libro de la ley en la casa de Jehová. E Hilcías dio el libro a Safán, y lo leyó… El escriba Safán declaró al rey, diciendo: El sacerdote Hilcías me ha dado un libro. Y lo leyó Safán delante del rey… Y cuando el rey hubo oído las palabras del libro de la ley, rasgó sus vestidos» (2 Reyes 22:4-11).

Aquí, pues, tenemos lo que puede considerarse como el gran hecho en la vida de este hombre tan interesante, a saber, el descubrimiento o la recuperación del libro de la Ley, la entrada de toda la luz de la revelación divina, primero sobre la conciencia de Josías y, en segundo lugar, sobre toda la condición de las cosas que le rodeaban. Es algo muy serio para cualquier persona –hombre, mujer o niño– estar bajo la luz escrutadora de la Palabra de Dios. Esa Palabra lo juzga todo. No hace ningún acuerdo con la carne o el mundo. Corta de raíz todo lo que está dentro y alrededor de nosotros que no está de acuerdo con Dios. Todo esto es un trabajo serio, y conduce a resultados serios. Así lo encontró Josías en su día, y así deben encontrarlo todos. Una cosa es juzgar nuestro entorno por la Palabra, y otra muy distinta es juzgarnos a nosotros mismos. Ahora bien, Josías comenzó consigo mismo. Antes de llamar a otros para que escucharan las palabras de peso de la Ley, se rasgó las vestiduras, en un verdadero auto juicio bajo su poder escrutador.

Ahora, mi amado amigo, no puedo dejar de sentir, y eso profundamente, que esto es precisamente lo que tanto se necesita, en el momento presente, en lo que se llama la Iglesia de Dios. Queremos darnos cuenta del poder de búsqueda y poseer la autoridad de mando de la Palabra de Dios –su poder de búsqueda en el corazón y la conciencia– su autoridad de mando en toda nuestra carrera práctica. Las dos cosas siempre irán juntas. Cuanto más profundamente sienta la acción de la Palabra de Dios en mi propio corazón, más sentiré y exhibiré su influencia formativa en todo mi curso, carácter y conducta. La Palabra de Dios es intensamente real y práctica. Se dirige con fuerza viva al alma y deja entrar en el ser moral la luz misma de Dios. Se aplica, con energía divina, a todos los detalles de la vida y de la conducta: nuestros hábitos, nuestras asociaciones, nuestras preocupaciones cotidianas; y nos lleva a juzgarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno a la luz escrutadora del trono de Dios.

Todo esto, amigo mío, es un trabajo serio; y debemos pasar por él, si hemos de ser usados como instrumentos de Dios para actuar sobre otros. Así lo sintió Josías y lo demostró en su día. En primer lugar, no se apresuró a atacar los errores de otros. No, primero rasgó sus propias vestiduras, como alguien completamente humillado y juzgado por sí mismo; y luego convocó a sus hermanos, para que ellos también escucharan el mismo testimonio poderoso, y tomaran el mismo terreno de auto juicio y quebrantamiento; porque esto, según él, era el único camino verdadero hacia la bendición.

Tal vez se objetará que no hay analogía entre nuestro tiempo y el del rey Josías, ya que la Iglesia ha tenido el libro de la Ley en su poder durante siglos, mientras que para Josías era algo completamente nuevo. Esta objeción no tiene ningún valor. Lo que nos interesa es ver la manera poderosa en que la Palabra de Dios actuó en el corazón de Josías y sus hermanos. Es cierto que la Iglesia ha tenido las Escrituras en su poder durante siglos; pero ¿se rige por ellas? Esta es la cuestión. ¿De qué sirve que nos jactemos de tener la Biblia, si, en lo que respecta a toda nuestra vida práctica, esa Biblia no es más que letra muerta? ¿Y dónde, permítanme preguntar, en toda la cristiandad, se posee el poder de gobierno de la Palabra? ¿Existe un solo sistema religioso bajo el sol que pueda resistir la prueba de las Sagradas Escrituras durante una hora? Tome cualquier grupo religioso que desee, griego, latino, anglicano u otro, y vea si puede encontrar en el Nuevo Testamento el fundamento de su política eclesiástica, sus órdenes clericales o su credo teológico.

Estas pueden parecer preguntas atrevidas; pero debemos hablar con valentía. Pido a cualquier mente recta que examine las instituciones religiosas de la cristiandad a la luz de las Escrituras y vea si pueden soportar la prueba. ¿Es esto pedir demasiado? ¿Deben las Escrituras ser nuestra guía o no? ¿Es una guía suficiente? ¿Proporciona a fondo todas las buenas obras? El apóstol inspirado dice: “Sí” (2 Tim. 3:16). ¿Qué decimos nosotros? ¿Somos libres de pensar por nosotros mismos? ¿Cuál es el significado de esa frase popular: “El derecho al juicio privado”? ¿Existe realmente tal derecho?

¿Podemos hablar de que tenemos algún derecho, salvo el derecho a las llamas de una Gehena eterna? Es el colmo de la locura que el hombre hable de derechos. Dios tiene derecho a gobernar. Nosotros debemos obedecer. Sin duda Salomón y muchos de sus sucesores ejercieron el derecho de juicio privado cuando establecieron las variadas abominaciones sobre las que he llamado su atención. ¿Ejerció Josías su derecho al abolirlas? No, actuó con la autoridad de la Palabra de Dios. Este fue el secreto de su poder. No era en absoluto una cuestión de juicio humano; si así fuera, un hombre, por supuesto, habría tenido tanto derecho como otro. Pero era la autoridad suprema de la Palabra de Dios. Esto es lo que deseo establecer seriamente. Es precisamente aquí, creo, donde radica la gran deficiencia del día en que está echada nuestra suerte. La suficiencia divina y la autoridad absoluta de las Escrituras son virtualmente negadas, aunque nominalmente poseídas. Tenemos la Biblia en nuestras manos, pero ¡qué poco sabemos de su enseñanza! Seguimos, de semana en semana, y de año en año, con cosas que no tienen ningún fundamento en sus páginas, sí, con cosas totalmente opuestas a su enseñanza; y, todo el tiempo, nos jactamos de tener las Escrituras, igual que los judíos de antaño, que se jactaban de tener los oráculos de Dios, mientras esos mismos oráculos los condenaban a sí mismos y a sus caminos, y los dejaban sin un solo argumento.

Pero debo hacer una pausa. Si no se opone, volveré a hablar de Josías en mi próximo artículo, y señalaré el glorioso resultado de su fidelidad al actuar simple y enteramente sobre la autoridad suprema del libro de la Ley.



9 - La autoridad de la Palabra de Dios

Cuanto más reflexiono sobre la historia tan interesante de Josías, rey de Judá, más convencido estoy de que tiene una voz especial, y una lección moral especial para la iglesia de Dios, en este nuestro día. Me refiero particularmente a la hermosa manera en que se inclinó ante la autoridad de la Palabra de Dios. Estoy seguro de que Josías no habría tenido ni un átomo de simpatía con el espíritu y los principios tan extendidos en el momento actual, o con las enseñanzas de aquellos cuyo objetivo y finalidad parecen ser robarnos ese tesoro inestimable que poseemos en las Sagradas Escrituras. Él sintió y se apropió del poder de la Palabra de Dios, su poder sobre todo su curso y conducta. No cuestionó, por un lado, si Dios había hablado o no; ni tampoco, por otro, si Dios podía hacerle entender lo que decía.

Ahora bien, estas, como bien sabe, querido amigo, son las dos grandes cuestiones del día. La infidelidad, con un frente audaz e impío, se presenta ante nosotros y plantea la pregunta: “¿Ha hablado Dios? –¿Nos ha dado una revelación de su mente?”. La superstición, con un aire de piedad, –pero es la piedad de la profunda ignorancia–, admite que Dios ha hablado, pero plantea la pregunta: “¿Podemos entender lo que dice? ¿Podemos saber que es la Palabra de Dios, sin autoridad humana?”.

Estas preguntas, aunque aparentemente difieren tanto en el tono, el espíritu y el carácter, se encuentran en un punto; de hecho, son esencialmente una en su efecto en cuanto a la Palabra de Dios, en la medida en que ambas roban completamente al alma su poder y autoridad.

El infiel niega por completo una revelación divina. Se atreve a decirnos que Dios no pudo darnos una revelación completa y perfecta de su mente como la que tenemos en las Sagradas Escrituras. Los infieles, al parecer, pueden decirnos, y ciertamente nos dicen muy claramente, lo que hay en sus mentes; pero Dios no puede decirnos lo que hay en la suya. No tenemos tal cosa como un libro-revelación de la mente de Dios. Tenemos muchos libros-revelación de la mente de los infieles; pero Dios no puede darnos nada de eso.

Tal es el terreno monstruoso, descarado y audaz que toman los infieles, los escépticos y los racionalistas. Perdona mi lenguaje fuerte, querido amigo, pero me resulta imposible hablar en términos mesurados de lo que debo llamar la impudicia de la infidelidad que presume de decirnos que nuestro Dios no puede hablarnos –no puede comunicarnos lo que hay en su corazón–, no puede hacer lo que cualquier simple padre terrenal puede hacer con sus hijos, o cualquier amo terrenal con sus siervos –no puede expresar su voluntad.

¿Y por qué no? Podemos preguntar legítimamente. Porque los infieles nos lo dicen. Y debemos creer lo que nos dicen los infieles, aunque no podamos creer lo que dice Dios. Debemos confiar en los Luciano de Samósata, en los Payne, en los Voltaire, y en los miles de otros de la misma miserable escuela; pero no debemos, no podemos, confiar en Dios. ¿Y qué garantía tenemos para confiar en ellos? ¿Qué seguridad ofrecen de la verdad de sus afirmaciones? ¿Qué ganamos rechazando la Palabra de Dios y aceptando las especulaciones de la infidelidad? ¿Tenemos una base más sólida en la que apoyarnos?

Ah, amigo mío, el único gran objetivo de la infidelidad en todas sus fases, en todas sus etapas, en todos sus variados matices de pensamiento y argumento, es cerrar al alma humana la bendita luz de la revelación divina. Y creo que estará de acuerdo con su corresponsal al decir que, una vez que esa luz está excluida, no hay ningún terreno consistente que se mantenga fuera del panteísmo que declara que todo es Dios, o el ateísmo que declara que no hay Dios en absoluto.

Confieso, mi querido amigo, que estoy profundamente impresionado por la terrible solemnidad de todo esto. La gente no está consciente de lo que implica el primer y más tenue matiz de escepticismo. No ven que admitir en sus corazones una duda en cuanto a la autenticidad divina de la Biblia, es subirse al borde de un plano inclinado que conduce directamente a la negrura y oscuridad del ateísmo total. El único conocimiento real que podemos tener de Dios está contenido en las Escrituras; y, por lo tanto, si estamos privados de ellas, estamos privados de Dios.

El infiel puede decirnos que Dios debe ser conocido en la creación. ¿Alguien lo ha encontrado alguna vez ahí? Sin duda, la creación demuestra la existencia de un Creador, como leemos en el primer capítulo de la Epístola a los Romanos: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y divinidad, desde la creación del mundo se hacen claramente visibles en las cosas creadas, y así no tienen excusa» (1:20). La creación da un testimonio que los paganos estaban obligados a recibir, y, si lo hubieran recibido, una luz más alta habría brillado ciertamente sobre ellos. Pero no lo recibieron, es más, en realidad adoraron las cosas que fueron hechas, en lugar de Aquel que las hizo. Los filósofos hablan de elevarse desde la naturaleza hasta el Dios de la naturaleza. Pero la naturaleza se ha convertido en una ruina, y el hombre mismo una ruina en medio de la ruina; y en lugar de elevarse al Dios de la naturaleza, hace un dios de la naturaleza, y se degrada a sí mismo por debajo del nivel de una bestia (véase Rom. 1:21-32).

El hecho evidente es que no podemos prescindir de una revelación divina; y esa revelación la tenemos en las Santas Escrituras. Dios nos ha dado un Libro, ¡alabado sea Su Nombre! –que habla a nuestros corazones con poder y claridad divinos. No hay que equivocarse, lleva consigo sus propias credenciales. Nos juzga a fondo, abre cada cámara del corazón, revela las fuentes morales más profundas de nuestro ser, pone al descubierto cada motivo, cada pensamiento, cada sentimiento, cada deseo e imaginación. Es, como nos dice el apóstol inspirado: «Viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebr. 4:12).

Pero no solo nos ha dado un Libro; sino que él puede hacernos entender lo que dice. Y aquí, mi amado amigo, usted y yo nos unimos al tema, triunfante y agradecidamente unimos el problema con la ignorancia de la superstición. Confrontamos la fría insolencia de la infidelidad, con la tranquila y firme afirmación de que nuestro Dios ha hablado. Enfrentamos la ciega ignorancia de la superstición con la declaración clara y decidida de que nuestro Dios puede hacernos entender lo que dice.

Creo que esta es la verdadera manera de hacer frente tanto a una como a otra de estas agencias malignas del diablo en nuestros días, las cuales, como he dicho, roban por igual al alma la inestimable bendición de las Sagradas Escrituras. Es bueno que nuestros jóvenes, especialmente, se convenzan de que están tan privados de la Palabra de Dios por la superstición como por la infidelidad. Si tengo que buscar al hombre para que me asegure que la Escritura es la Palabra de Dios o para que interprete su significado para mi corazón, entonces sostengo que no es la Palabra de Dios en absoluto, y mi fe no se apoya en el poder de Dios, sino en la sabiduría del hombre. Si la Palabra de Dios necesita la garantía o la interpretación del hombre, deja de ser una revelación divina para mi alma.

No se trata, querido amigo, de que usted o yo infravaloremos las llamadas evidencias externas en prueba de la autenticidad divina de la Biblia; ni tampoco de que no apreciemos el ministerio humano en la exposición de la Escritura. Nada de eso. Creo que estimamos muy bien tanto lo uno como lo otro. Pero lo que me parece importante, en este momento, es que la Palabra de Dios sea recibida en su propia suficiencia, autoridad y supremacía divinas. No necesita credenciales del hombre. Es perfecta en sí misma, porque viene de Dios. No podría añadir ni una sola jota o tilde al poder, el valor y la autoridad de la Sagrada Escritura, decir que todos los concilios que se han convocado, todos los doctores que han enseñado, todos los padres que han escrito, en una palabra, la voz de la Iglesia universal, durante los últimos 18 siglos*, han dado testimonio de la autenticidad de las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y, por otra parte, no podría, en el más mínimo grado, tocar la integridad de esos escritos sin par, aunque todas estas autoridades que he nombrado pusieran en duda su inspiración divina. Si las Escrituras no se reciben con su propia autoridad, si necesitan el testimonio humano para asegurarnos su divinidad, o si necesitan la ayuda humana para permitirnos entenderlas, entonces no son la Palabra de Dios. Pero, siendo la Palabra de Dios, son divinamente perfectas, no solo para la salvación y guía del alma individual, sino también para todas las exigencias de la Iglesia de Dios durante toda su historia en este mundo.

*Podemos decir «los últimos 20 siglos» – NdT.



Este, mi querido y apreciado amigo, es el sólido terreno sobre el que nos apoyamos –¡todas las alabanzas y agradecimientos a nuestro Dios por habernos dado tal terreno! Creemos firme y reverentemente en la autoridad divina, en la suficiencia total y en la supremacía absoluta de la Sagrada Escritura. Las especulaciones, los razonamientos, los argumentos eruditos y las teorías finas de todos los infieles, escépticos y racionalistas que alguna vez vivieron o viven ahora en esta tierra, no tienen más peso para nosotros que el golpeteo de la lluvia sobre la ventana. ¿Y por qué? Porque sabemos que tenemos una revelación divina. ¿Cómo lo sabemos? Pregunta a un hombre al lado de una montaña cómo sabe que el sol está brillando. Dígale que muchos hombres muy doctos han descubierto por su aprendizaje que no hay sol en absoluto; mientras que otros declaran que, aunque el sol brilla, él no puede disfrutar de sus rayos sin su ayuda. ¿No podemos imaginar su respuesta? Creo que diría: “No sé nada ni me importan los sabios, pero sé que el sol brilla, porque he sentido el poder de sus rayos”.

Ahora bien, estoy seguro de que los infieles eruditos se burlarían de ese modo de resolver la cuestión. Pero estoy muy dispuesto a pensar que es el mejor modo después de todo. No veo que se gane mucho discutiendo con infieles. Está muy bien ayudar a las almas afligidas por dudas honestas, o perturbadas por las sugerencias de la mente infiel. Pero intentar discutir con los infieles sobre la inspiración divina de la Biblia es una tarea tan inútil como discutir el cálculo diferencial con un niño ignorante. El poder de la Palabra debe sentirse en las profundidades del alma. Cuando esto es así, no se necesita ningún argumento. Donde no lo es, ningún argumento servirá. «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿Será acaso este el Cristo?» (Juan 4:29). Este fue un razonamiento sólido. Sí, y es igualmente sólido para ti y para mí decir: “Ven, lee un Libro que me dijo todas las cosas que hice: ¿no es este el Verbo de Dios?”.

Sí, mi amado amigo, creo que las evidencias internas de la Palabra de Dios son, a la vez, las más preciosas y poderosas de todas las que se pueden producir. Si es cierto, como uno de nuestros propios poetas nos ha dicho, que “Dios es su propio intérprete” en la providencia, no es menos, sino mucho más cierto que Él es su propio intérprete en la Escritura. Si Dios no puede hacerme entender lo que dice, ningún hombre puede; si lo hace, no necesita a ningún hombre. Cuando este terreno sólido se ve claramente y se ocupa con firmeza, estamos, por gracia, preparados para enfrentar la insolencia de la infidelidad, la ignorancia de la superstición y la debilidad de muchas de nuestras modernas apologías de la Palabra de Dios escrita. Y, además, estamos en condiciones de estimar en su justo valor todas las evidencias externas que pueden presentarse como prueba de la divinidad de nuestra preciosa Biblia. Tales pruebas son del más profundo interés. ¿Quién, salvo el más irreflexivo, puede dejar de sentirse atraído por la propia historia del Libro? Tomemos el hecho de que haya estado, durante más de 1.000 años, bajo la custodia de una iglesia corrupta y apóstata que, de buena gana, la habría aplastado hasta la aniquilación. Allí yacía el incomparable volumen, enterrado en los oscuros claustros de Roma, encadenado, como un prisionero odiado, en las sombrías bóvedas de sus monasterios. ¿Quién lo vigilaba allí? ¿Quién lo preservó? ¿Quién evitó la mano destructora? ¿Quién sino Aquel cuyo espíritu escribió cada línea? ¿Quién puede dejar de ver la mano de Dios en la conservación del Libro, tan claramente como reconocemos su Espíritu en su inspiración?

Con seguridad, podemos decir: “No es que valoremos menos las evidencias externas, sino que valoramos más las evidencias internas”. Un hombre puede estar intelectualmente convencido, por la maravillosa serie de hechos de la historia de la Biblia, de que esta es, de hecho, la Palabra de Dios, y sin embargo nunca haber sentido su poder vivo, vivificante y salvador en su propia alma. Mientras que el hombre que ha sentido esto último, al mismo tiempo que aprecia lo primero, es totalmente independiente de ellos.

Pero hay otro hecho, queridísimo amigo, sobre el que debo llamar su atención, antes de cerrar esta carta, y es el marcado honor y dignidad que nuestro Señor Jesucristo mismo le dio a las Sagradas Escrituras. En su conflicto con Satanás, en el desierto, su única respuesta fue: «Escrito está». En su conflicto con los hombres malvados y astutos, su única norma de apelación fueron las Sagradas Escrituras. Al equipar a sus siervos para su obra, él abre su entendimiento para que puedan entender las Escrituras (Lucas 24:25-27). Y luego, justo cuando está a punto de ascender a los cielos, los arroja simplemente sobre la misma autoridad divina y eterna, la santa Escritura: «Escrito está».

¡Qué respuesta hay aquí, tanto a la infidelidad como a la superstición! Él nos da las Sagradas Escrituras, y nos permite entenderlas. ¡Qué misericordia! ¡Qué privilegio indecible! ¡Qué gran realidad! Poseemos, cada uno por sí mismo, ese precioso Libro del que nuestro bendito Señor se alimentó siempre, por el que vivió, como hombre, en este mundo, por el que forjó su camino, por el que silenció a todo adversario, que utilizó siempre en su ministerio público y en su vida privada: la bendita Palabra de Dios que él mismo ha puesto en nuestras manos, para que encontremos que es lo que nuestro adorable Señor y Maestro encontró siempre en el conjunto de su maravillosa vida y servicio.

¿Pensará, mi querido amigo, que me he alejado mucho de mi tesis? Espero que no. Creo que usted sentirá conmigo que la línea que he seguido en esta carta tiene que ver, de manera muy precisa, con “la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios”. Podemos echar otro vistazo a Josías y, mientras tanto, me suscribiré, como siempre,



10 - Josías, rey de Judá

Debo pedirles que se detengan un poco conmigo en los conmovedores tiempos de Josías, rey de Judá; pero es solo con el propósito de observar particularmente un gran efecto de su hermosa sujeción a la autoridad de las Sagradas Escrituras. Me refiero a la celebración de la Pascua, esa gran fiesta fundacional de la economía judía. Si no me equivoco, encontraremos en este acontecimiento no solo una ilustración muy llamativa de nuestra tesis, sino también algunas instrucciones muy valiosas y de peso que se refieren concretamente a “la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios”.

«Josías celebró la pascua a Jehová en Jerusalén, y sacrificaron la pascua a los catorce días del mes primero» (2 Crón. 35:1). Esto fue actuar de acuerdo con los más altos principios de la institución. Ezequías celebró la pascua en el segundo mes, aprovechando así la provisión que la gracia había hecho para una condición de cosas contaminada (véase Núm. 9:3; comp. con los v. 10-11). Pero Josías tomó el terreno más elevado, como lo hace siempre la fe sencilla. La gracia de Dios puede salir a nuestro encuentro en la condición más baja en que nos encontremos; pero él es siempre glorificado y gratificado cuando la fe pone su pie en el terreno más elevado, tal como lo presenta la revelación divina. Nada deleita tanto el corazón de Dios como la mayor apropiación de una fe sin artificios. Bendito sea por siempre su santo nombre.

«Puso también a los sacerdotes en sus oficios, y los confirmó en el ministerio de la casa de Jehová. Y dijo a los levitas que enseñaban a todo Israel, y que estaban dedicados a Jehová: Poned el arca santa en la casa que edificó Salomón hijo de David, rey de Israel, para que no la carguéis más sobre los hombros. Ahora servid a Jehová vuestro Dios, y a su pueblo Israel. Preparaos según las familias de vuestros padres, por vuestros turnos, como lo ordenaron David rey de Israel y Salomón su hijo. Estad en el santuario según la distribución de las familias de vuestros hermanos los hijos del pueblo, y según la distribución de la familia de los levitas. Sacrificad luego la pascua; y después de santificaros, preparad a vuestros hermanos para que hagan conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés» (2 Crón. 35:2-6).

Aquí, entonces, mi queridísimo amigo, tenemos una ilustración extraordinariamente fina de la primera parte de nuestra tesis, a saber, que “cualquiera que sea la condición del cuerpo público, es privilegio del creyente individual ocupar el terreno más elevado posible”. Encontramos a Josías, en el pasaje anterior, volviendo a la norma divina en referencia a la gran fiesta central de Israel. Todo debe hacerse «conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés». Nada menos, nada más bajo, que esto serviría. La incredulidad podría sugerir mil dificultades. El corazón podría hacer mil razonamientos. Podría parecer presuntuoso, frente a la condición general de las cosas, pensar en apuntar a un estándar tan elevado. Podría parecer totalmente vano pensar en actuar de acuerdo con la Palabra de Jehová por medio de Moisés. Pero Josías fue capaz de plantar su pie en el terreno más alto, y de tomar el más amplio rango posible. Se apoyó en la autoridad de la Palabra de Dios por medio de Moisés; y, en cuanto a su rango de visión, abarcó nada menos que a todo el Israel de Dios.

Y Josías tenía razón. Usted y yo, mi querido y apreciado amigo, estamos plenamente convencidos de ello. Estamos seguros de que ninguna otra línea de acción habría estado de acuerdo con la integridad de la fe, o con la gloria de Dios. Es cierto que la condición de Israel había cambiado tristemente, pero no había cambiado «la palabra de Jehová dada por medio de Moisés». La verdad de Dios es siempre la misma, y es por medio de esa verdad, y nada más, que la fe siempre se forjará su camino. Dios no había variado sus instrucciones para la celebración de la pascua. No había un camino para Moisés y otro para Josías, sino el camino de Dios para ambos. Josías sintió esto, y actuó en consecuencia.

Y observe el glorioso resultado: «Así fue preparado todo el servicio de Jehová en aquel día, para celebrar la pascua y para sacrificar los holocaustos sobre el altar de Jehová, conforme al mandamiento del rey Josías. Y los hijos de Israel que estaban allí celebraron la pascua en aquel tiempo, y la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días. Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías, con los sacerdotes y levitas, y todo Judá e Israel, los que se hallaron allí, juntamente con los moradores de Jerusalén. Esta pascua fue celebrada en el año 18 del rey Josías» (2 Crón. 35:16-19).

Ciertamente, mi querido amigo, esto es algo que vale la pena reflexionar. Tenemos aquí una prueba sorprendente de nuestra afirmación, de que “en los días más oscuros es privilegio de la fe gozar de una comunión tan elevada como jamás se conoció en los momentos más altos y pálidos de la dispensación”. ¿No es perfectamente magnífico contemplar en los días de Josías, cuando todo el sistema político judío estaba en vísperas de la disolución, la celebración de una pascua que excedía en su bendición a cualquier otra que se hubiera celebrado desde los días del profeta Samuel? ¿No demuestra esto a nuestros pobres y estrechos corazones incrédulos que no hay límite para la gracia de Dios, ni para el alcance de la fe?

Ciertamente que sí. Dios nunca puede defraudar las expectativas de la fe. No lo hizo, no lo haría, no podía decirle a su siervo Josías que había cometido un error al tomar un terreno tan elevado, que había calculado totalmente mal, que debería haber bajado su nivel de acción al nivel de la condición moral de la nación. Ah, no, querido amigo, eso no habría sido en absoluto propio de nuestro Dios. Tal no es su manera, ¡bendito y alabado sea su glorioso nombre por siempre!

¿Acaso Josías no sintió y asumió la condición general de las cosas como también su propio fracaso personal? Que sus lágrimas penitenciales y sus rotos vestidos respondan. «Mas al rey de Judá que os ha enviado para que preguntaseis a Jehová, diréis así: Así ha dicho Jehová el Dios de Israel: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se enterneció, y te humillaste delante de Jehová, cuando oíste lo que yo he pronunciado contra este lugar y contra sus moradores, que vendrán a ser asolados y malditos, y rasgaste tus vestidos, y lloraste en mi presencia, también yo te he oído, dice Jehová» (2 Reyes 22:18-19).

Seguramente Josías sintió la ruina, y lloró por ella. Pero no podía renunciar a la verdad de Dios.

Podía rasgarse las vestiduras, pero no podía, ni quería, bajar el listón de Dios. Si todo estaba en ruinas a su alrededor, esa era la razón por la que debía mantenerse cerca, muy cerca, de la Palabra de Dios. ¿A qué otra cosa podía aferrarse? ¿Dónde había un solo rayo de luz, dónde un átomo de autoridad, dónde un solo espacio de tierra firme, sino en la imperecedera revelación de Dios? ¿Y no era esa Palabra para él tan claramente como lo había sido para Moisés, Josué, Samuel, David y Salomón? ¿No debía escuchar su voz e inclinarse ante su santa autoridad? ¿No eran sus inestimables lecciones tan claras para él como para todos los que le habían precedido?

Usted y yo, amigo mío, no tenemos ninguna dificultad en cuanto a la verdadera respuesta a todas estas preguntas. Pero cuántos son los que en este momento se empeñan en persuadirnos de que la Biblia no es una guía suficiente para nosotros en esta etapa de la historia del mundo. Han ocurrido tales cambios, se han hecho tales descubrimientos en los diversos campos de la investigación científica, que es pueril sostener la suficiencia total de las Escrituras en este avanzado período de la historia del mundo. De hecho, nos harían creer que la mente del hombre se ha adelantado a la mente de Dios, pues este es el verdadero monto del argumento. Esto es lo que significa, si es que significa algo. Dios ha escrito un libro para guiar al hombre, pero ese libro se ha descubierto que es insuficiente. El sagaz y poderoso intelecto del hombre ha descubierto una falla en la revelación de Dios.

¿Y qué debemos hacer entonces? ¿Hacia dónde debemos dirigirnos? ¿Es posible que Dios haya dejado a su pueblo a la deriva en un desierto salvaje y acuático, sin brújula, ni timón, ni carta de navegación? ¿Ha dejado nuestro Señor Cristo a su Iglesia o a sus siervos sin ninguna autoridad competente o guía infalible? Ah, no, ¡bendito sea su nombre sin par! Él nos ha dado su propia revelación perfecta, su propia Palabra más preciosa, que contiene dentro de sus cubiertas todo lo que podemos querer saber, no solo para nuestra salvación y guía individual, sino también para todos los detalles más minuciosos de la historia de su Iglesia, desde el momento en que fue establecida en esta tierra hasta ese anhelado momento en que la llevará al cielo.

Pero no debo continuar con esta línea por ahora, a pesar de que siento profundamente su inmensa importancia. Me he referido a ella en una carta anterior, y ahora trataré de señalar lo que considero una gran lección para este día nuestro, una lección enseñada de manera sorprendente en la pascua de Josías.

Invariablemente encontramos que el corazón de todo judío piadoso –todo aquel que se inclinaba ante la autoridad de la ley de Dios– se volvía con un interés profundo, afectuoso e intenso hacia esa gran fiesta central y fundacional de la pascua, en la que, entre otras cosas, se ensombrecían de manera sorprendente las grandes verdades de la redención y la unidad de Israel. Todo verdadero israelita, todo aquel que amaba a Dios y a su Palabra, se deleitaba en la celebración de esa preciosísima institución. Era el impresionante memorial de la redención de Israel, la significativa expresión de la unidad de Israel. Su estricta observancia, de acuerdo con todos sus ritos y ordenanzas divinamente designados, era una obligación que obligaba a toda la congregación de Israel. El que lo descuidara intencionadamente debía ser excluido de la congregación. No se debía descuidar, por un lado, ni manipular por otro. No podemos concebir que un israelita fiel altere una sola jota o tilde del orden prescrito para la fiesta. Ni, en cuanto al tiempo ni al modo de su celebración, se dejaba el más mínimo margen para la inserción de pensamientos humanos sobre el tema. La Palabra del Señor lo establecía todo. La idea de que alguien se comprometiera a alterar el tiempo o la manera de celebrar la importantísima fiesta nunca, podemos afirmar con seguridad, entraría en la mente de ningún miembro piadoso y temeroso de Dios en la congregación. Si pudiéramos concebir a alguien que tuviera la audacia de decir que era lo mismo si la pascua se celebraba una vez al año, o una vez cada tres años; y, además, que era lo mismo si el cordero pascual estaba cocido o asado, si había pan sin levadura o no; en resumen, que, siempre que la gente fuera sincera, no importaba cómo se hiciera. ¿Cómo se habría tratado a alguien así? Números 9 proporciona la respuesta –¡una respuesta breve, pero solemne! –«Será cortado de entre su pueblo» (v. 13).

Ahora, mi querido y apreciado amigo, doy por sentado que usted está de acuerdo con su corresponsal en pensar que lo que la fiesta de la pascua era para un israelita fiel, la fiesta de la cena del Señor es para un verdadero cristiano. Aquella era el tipo, esta, el memorial de la muerte de Cristo. Esto, supongo, no será cuestionado por ningún estudiante devoto de las Escrituras.

No voy a ocupar ahora su tiempo con una exposición elaborada de los principios de la Cena del Señor. Me limito a llamar su atención sobre los hechos de peso relacionados con ella, a saber, que de ninguna otra manera que comiendo la Cena del Señor exponemos la gran verdad de la unidad del Cuerpo, de ninguna otra manera exponemos la muerte de nuestro Señor. Podemos hablar de estas cosas, oírlas, escribir sobre ellas, leerlas, cantarlas, profesar que son verdaderas; pero solo comiendo la Cena del Señor según la Palabra de Dios les damos expresión.

En cuanto al primero de estos hechos de mayor peso, 1 Corintios 10 es concluyente. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (v. 16-17).

Esto es muy instructivo. Nos enseña con toda la claridad posible que la Cena del Señor es preeminentemente una fiesta de comunión. Corta de raíz la noción de que alguien reciba la Cena del Señor como un mero individuo. No solo no tiene ningún significado ni valor, sino que es positivamente falsa y maliciosa, porque es antagónica a la Sagrada Escritura. «El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» Hacerlo una cosa individual –dejar de lado el pensamiento del Cuerpo– es estropear la integridad de la institución divina, y romper los huesos del cordero pascual. Es absolutamente esencial para la verdadera celebración de la Cena del Señor que la unidad del Cuerpo esté expuesta en el único pan, del que todos participamos. Si esto se deja de lado o se altera, no celebramos la fiesta según la mente de Cristo. El único pan en la mesa de nuestro Señor representa el único Cuerpo, y nosotros, al participar de ese único pan, damos expresión a nuestra santa comunión en la unidad de ese Cuerpo.

Ahora, mi amado amigo, me parece que este es un aspecto profundamente importante de la mesa del Señor, y uno que no es suficientemente entendido o llevado a cabo en la iglesia profesa. No hablo ahora del craso error que supone hablar de la Cena del Señor como un sacrificio por los pecados de los vivos y los muertos, o como un sacramento o un pacto entre el alma y Dios. Todo esto sería rechazado sin vacilar por la gran mayoría de los verdaderos cristianos.

Pero ¿no os parece que todos somos lamentablemente deficientes en la aprehensión y expresión de la preciosa verdad de la unidad del Cuerpo en la celebración de la Cena del Señor? ¿No hay una fuerte tendencia en nuestras mentes a hacer de esa preciosa fiesta algo meramente individual entre nuestras propias almas y el Señor? Pensamos en nuestra propia bendición, en nuestro propio consuelo, en nuestro propio refrigerio; o puede ser que muchos vayan a la mesa como un medio para acercarse un poco más a Cristo, colocándola así sobre una base totalmente falsa, y rodeándola de una atmósfera legal.

Todo esto exige nuestra más seria consideración. Corresponde a todos los cristianos mirar bien sus fundamentos en cuanto a este asunto. Queremos venir con toda la humildad de mente y la enseñanza de espíritu a la Palabra de Dios, y prestar nuestra atención a su enseñanza, en esta importante cuestión. Si es cierto que participar de la Cena, en la forma señalada por el Señor, es el único acto en el que expresamos la unidad del Cuerpo, ¿no deberíamos examinar si estamos, en este asunto, actuando de acuerdo con la mente de Cristo? ¿No es muy grave que los cristianos descuiden la Mesa del Señor? ¿No debe afligir el corazón de Cristo encontrar a alguno de sus amados miembros satisfecho de pasar de semana en semana, y de mes en mes, sin celebrar nunca la fiesta? ¿Es posible que un cristiano, que se ausenta habitualmente de esta comida que establece una verdad tan preciosa para Cristo, a saber, la unidad de su Cuerpo, pueda estar en un estado de ánimo correcto? O ¿puede algún verdadero amante del Señor Jesús estar satisfecho de pasar semanas y meses sin participar nunca de aquello que llama a su Señor crucificado a la memoria? El Nuevo Testamento nos enseña que «el primer día de la semana» el pueblo del Señor «como estábamos reunidos para partir el pan» (Hec. 20:7). «La cena del Señor» y «el día del Señor» están benditamente unidos por la enseñanza del Espíritu Santo. ¿Tenemos, entonces, autoridad para alterar este orden divino? ¿Estamos autorizados a alterar el tiempo o el modo de celebrar la fiesta? ¿Tenemos derecho a hacerla una vez al mes, o una vez al trimestre, o una vez cada seis meses?

Estas son preguntas claras para el corazón y la conciencia de cada cristiano. Las dejaré para que actúen.



11 - La Cena del Señor

Parece que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me dirigí a usted. Ha sido un tiempo muy notable para mí, como puede juzgar, cuando le digo que durante 8 semanas fui totalmente incapaz de tomar una pluma o un libro en mis manos. Pero, por infinita misericordia, aunque no podía escribir o leer, podía pensar; y entre varios temas, uno especialmente ha atraído mi atención, a saber, la cuestión de la Cena del Señor, vista como el índice del estado de la Iglesia –el estado de los corazones de los cristianos profesos con referencia a nuestro bendito Señor Jesucristo.

Esto me ha interesado mucho. Me referí a ello brevemente al final de mi última carta, pero, si me lo permite, voy a profundizar un poco más en ello.

Creo que admitirá que estamos perfectamente justificados al considerar la historia de la Cena del Señor como un indicador moral muy notable de la verdadera condición práctica de la Iglesia, del estado real de los corazones de los cristianos hacia nuestro Señor Cristo. Creo que deberíamos estar justificados al concluir que, si la Iglesia hubiera permanecido fiel en su corazón a Cristo, la Cena del Señor –ese inexpresablemente precioso memorial de él mismo en su muerte– siempre habría mantenido su propio lugar divinamente elegido, exhibido sus propios elementos divinamente designados y expuesto sus propias grandes e importantes verdades. Instituida, como lo fue, por nuestro bendito Señor, «la noche que fue entregado» (1 Cor. 11:23), –designada por él expresamente para ser el memorial afectivo de él mismo en su muerte– para recordarlo, en esa maravillosa escena en la que él entregó su vida por nosotros, podríamos seguramente esperar que todos los que realmente lo amaron, todos los que han sido enseñados a valorar su muerte como el único, necesario y eterno fundamento de toda su bendición –todos los que verdaderamente amaron y reverenciaron sus preciosos mandamientos– serían muy celosos en su mantenimiento afectuoso de todas las características, hechos y elementos de la cena del Señor. Él mismo ha dicho: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». Y también: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama» (Juan 14:15, 21).

Ahora bien, sabemos que justo en la víspera de su partida de este mundo, cuando las oscuras sombras de Getsemaní, y las aún más profundas y oscuras sombras del Calvario, caían sobre su espíritu, designó expresamente la Cena como una prenda de su amor por los suyos, y como un memorial de sí mismo para ser observado por sus discípulos durante su ausencia.

Creo que no se opondrá a que le haga notar toda la estructura de evidencia de las Escrituras sobre esta cuestión tan interesante. Solo teniendo esto claramente ante nuestras mentes y en nuestros corazones, podremos ver cuán pronto, cuán tristemente y cuán completamente la Iglesia se apartó de la verdad en cuanto a la cena del Señor; y, además, cuán forzosamente ese alejamiento prueba el estado deplorable del corazón de la Iglesia en cuanto a Cristo. Si su propia institución ha sido descuidada, no es más que la expresión de la terrible negligencia con la que él mismo ha sido tratado. Si su Cena ha sido estropeada, mutilada y desechada, solo indica la distancia moral a la que la Iglesia se ha alejado de él. Su mandamiento, en este asunto tan importante, no ha sido, ni es, guardado; ¿y qué prueba esto? ¡Sino que él no es amado! Podemos hablar de amarlo, pero si no guardamos sus mandamientos, el hablar es una mentira y una farsa, una burla sin corazón y sin vergüenza.

Pero me dirijo al testimonio de las Sagradas Escrituras. En Mateo leemos: «Mientras ellos comían, Jesús tomó un pan, y lo bendijo, y lo partió, y dándolo a los discípulos, dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Tomando la copa, dio gracias, y se la dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre, la del pacto, la cual es derramada por muchos, para remisión de pecados» (26:26-28).

En Marcos leemos: «Estando ellos comiendo, Jesús tomó un pan y lo bendijo, lo partió, les dio y dijo: Tomad, esto es mi cuerpo. Tomando una copa, después de dar gracias, se la dio a ellos; y bebieron de ella todos. Y les dijo: Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos» (14:22-24).

El relato de Lucas es profundamente conmovedor; tan tierno, tan conmovedoramente personal. «Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los doce apóstoles con él. Y les dijo: Mucho he deseado comer con vosotros esta Pascua, antes de que yo padezca; porque os digo que nunca más la comeré, hasta que sea cumplida en el reino de Dios. Tomó una copa y tras dar gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros. Porque os digo que no beberé en adelante del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios. Tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado. Haced esto en memoria de mí. Tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros es derramada» (22:14-20).

Ahora bien, puede decirse que en todos los pasajes citados no tenemos ninguna justificación para extender la santa obligación y el privilegio de la Cena del Señor más allá de las personas que se sentaron alrededor de nuestro bendito Señor en esa última ocasión solemne. Puede objetarse que no hay ni una sola cláusula que admita que otros participen del precioso beneficio. Por lo tanto, si no tuviéramos más instrucción que la proporcionada por los tres evangelios sinópticos, la celebración de la Cena del Señor no sería obligatoria para los creyentes ahora; o más bien –para un privilegio tan delicioso y precioso– los creyentes ahora podrían considerarse excluidos de lo que toda mente espiritual debe considerar como la institución más bendita en la que el cristiano puede participar.

Además, puede decirse –lo ha dicho una gran clase de cristianos profesos– que es un descenso de esa espiritualidad superior a la que estamos llamados, y un retorno a «los débiles y pobres elementos» (Gál. 4:9), insistir en la ordenanza de la Cena del Señor. Por lo tanto, como usted sabe, la institución es totalmente dejada de lado por ese cuerpo al que me refiero.

Felizmente para nosotros, mi amado amigo, estas dos objeciones, si tuvieran algún peso –que estoy seguro, para usted y para mí, no lo tienen– no, ni el peso de una pluma, son completamente barridas cuando seguimos la historia posterior de la cena del Señor, como se desarrolla en los Hechos y las epístolas.

Es interesante notar que, así como en los evangelios tenemos la Cena instituida, en los Hechos la tenemos celebrada; y en las epístolas la tenemos expuesta. Y podemos afirmar, con toda la confianza posible, que la celebración y la exposición derriban completamente la objeción fundada en la institución; y no solo eso, sino que marchitan el absurdo de clasificar la preciosa Cena de nuestro Señor bajo el título de «pobres elementos», y prueban el error fatal de dejarla de lado por completo.

Porque, permítame preguntar, ¿qué encontramos en la apertura de los Hechos de los Apóstoles? ¿Hubo alguna dificultad que sintieran los muchos miles de creyentes en la ciudad de Jerusalén en cuanto a su dulce privilegio de sentarse a la Mesa de su Señor? O, más aún, permítame preguntar, ¿acaso los 12 apóstoles y esos felices miles, llenos, enseñados y animados por el Espíritu Santo, que acababan de bajar de la Cabeza resucitada y glorificada en los cielos, consideraron un descenso de una espiritualidad superior, o un regreso a los «los débiles y pobres elementos», para recordar a su amado Señor en el Partimiento del pan, según su propia y graciosa designación? Leamos la respuesta, en las brillantes palabras del historiador inspirado: «Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y fueron añadidas en aquel día como tres mil almas. Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones… partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo» (2:41-47).

Ahora bien, no deducimos de este pasaje que el partimiento del pan se limitara exclusivamente al día del Señor, o al primer día de la semana; pero vemos muy claramente que estos primeros cristianos, en el florecimiento y la frescura de su primer amor, tenían el hábito constante de partir el pan, en afectuoso recuerdo de su Señor. Estaban tan llenos del Espíritu Santo, que Cristo estaba siempre ante sus corazones, y se deleitaban en celebrar esa preciosa fiesta que era, según su propia palabra expresa, el memorial afectivo de sí mismo en su muerte. Si alguien les hubiera hablado de que era un descenso de una espiritualidad superior, o un regreso a las ordenanzas carnales, para partir el pan en amorosa memoria de su Señor; o si alguien hubiera sugerido la idea de tener la Cena del Señor una vez al mes, una vez al trimestre, una vez cada seis meses, o de dejarla de lado por completo como un elemento débil y pobre –estaríamos maravillosamente encantados de escuchar qué tipo de respuesta emanaría de 8.000 corazones amorosos llenos del Espíritu Santo, llenos de amor ardiente hacia el precioso Salvador, que, aunque había atravesado los cielos y tomado asiento a la derecha de la Majestad, en las alturas, había dejado, sin embargo, como su última petición, que su pueblo lo recordara en ese acto especial de partir el pan. Creo que podemos tener poca dificultad en concebir cuál sería esa respuesta. Podemos estar seguros de que aquellos primeros cristianos, con los 12 apóstoles a la cabeza, habrían rechazado todas esas nociones con una santa indignación acorde con su profundo afecto personal por su Señor.

Pero sigamos adelante.

En Hechos 20 encontramos al apóstol Pablo y su compañía en Troas, donde se quedó 7 días, posiblemente para pasar el primer día de la semana con los hermanos de allí, para que pudieran partir el pan juntos. Si esto fuera así, nos llevaría a la conclusión de que el primer día de la semana, o el día del Señor, era sobre todo el día reservado para la celebración de la Cena del Señor. Una cosa es evidente, incluso en esta Escritura, que los apóstoles y los primeros discípulos tenían la costumbre de reunirse el primer día de la semana con el propósito expreso de partir el pan, no para predicar, aunque Pablo sí predicaba, sino especialmente para recordar al Señor en su propia forma. «Nosotros zarpamos de Filipos después de los días de los ázimos; y pasados cinco días nos reunimos con ellos en Troas, donde permanecimos siete días. El primer día de la semana, como estábamos reunidos para partir el pan», etc. (v. 6-7).

Ahora bien, aquí encontramos al apóstol Pablo demostrando con su presencia en la Cena del Señor su aprecio por el sagrado privilegio y que, al menos, no consideraba un descenso de una espiritualidad superior, o un retorno a elementos débiles y pobres, el participar de ese precioso festín. En una palabra, aprendemos de nuestras dos citas de los Hechos, que, en los días del primer amor de la Iglesia, cuando todo estaba en un hermoso frescor y florecimiento, en el pleno poder del Espíritu Santo, en la plenitud del don y la gracia apostólica, toda la Iglesia, junto con los 12 apóstoles, y el propio apóstol Pablo –el más grande maestro que la Iglesia haya tenido jamás– el ministro especial de la verdad de la Iglesia, tenían la costumbre de reunirse el primer día de la semana, el día del Señor, el día de la resurrección, para partir el pan.

Y, mi amado amigo, antes de seguir adelante, me gustaría preguntarte si no considera que esto es un hecho que merece la atención de los cristianos en nuestros días. Tal vez sea un poco prematuro al plantear esta pregunta práctica en este momento, ya que mi objetivo es desplegar, en primer lugar, la verdad de las Escrituras sobre el tema de la Cena del Señor, y luego llevar esa verdad a la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios.

Pero entonces me permitirá que insista en esta cuestión. ¿No es más que interesante –no es prácticamente importante notar el hecho de la celebración frecuente de la Cena del Señor por los apóstoles y la Iglesia primitiva? Siempre en el primer día de la semana, a menudo con más frecuencia en el primero; nada de una celebración mensual, trimestral o semestral de la fiesta; ningún indicio de tal cosa. De hecho, estoy convencido –aunque no quiero dogmatizar sobre ello– de que aquellos queridos primeros cristianos no pensaban, entendían o toleraban tal cosa. Amaban demasiado a su Señor como para admitir que descuidaran ese precioso y conmovedor memorial de su amor que él había designado en la misma noche en que fue traicionado. Y si alguien hubiera insinuado tal cosa como dejarla de lado por completo como una mera ordenanza carnal, inadecuada para ese rango superior de vida espiritual al que estamos llamados, apenas podemos concebir en qué términos redactarían su respuesta.

Ah, no, amigo mío, no podemos sino ver que, justo en la medida en la que ellos amaban a Cristo, amaban su Palabra, estaban llenos del Espíritu Santo, se deleitaban en acudir a su Mesa, para recordarle y mostrar, en feliz y santa comunión, su muerte hasta que viniera. Y si esto es así –¿y quién lo negará? –¿no se justifica que concluyamos que, cuando los cristianos que profesan serlo pueden pasar semanas y meses, y algunos incluso sin celebrar la bendita fiesta, sus corazones deben estar fríos en cuanto a Cristo? Si amo a un amigo, a un querido amigo ausente, me deleitaré en contemplar cualquier recuerdo especial que me haya dejado. Ahora bien, nuestro amoroso Señor, al designar el pan y la copa para exponer su cuerpo y su sangre, separando el uno del otro, es decir, su muerte, como un hecho consumado, hizo uso de estas palabras tan conmovedoras: «Haced esto en memoria de mí». ¿No se deleitaría, entonces, todo verdadero amante de Cristo en recordarlo así? ¿Podría estar satisfecho de pasar semanas o meses sin recordarlo de esta manera especial?

Y obsérvese cuidadosamente que solo al participar de la Cena del Señor recordamos a Cristo, mostramos su muerte y damos expresión a la gran verdad de la unidad del Cuerpo. Me pregunto si los cristianos en general ven esto con claridad. Es de temer que la Mesa del Señor haya perdido su verdadero lugar, su verdadero significado, su solemne interés en los corazones de los cristianos. La Mesa del Señor, en muchos casos, ha sido arrojada a la sombra del púlpito –la Cena ha sido desplazada por el sermón. Y cuando llegamos a ver todo esto como el índice del estado de nuestros corazones hacia Cristo, está calculado para despertar las más solemnes reflexiones. No hablo de ello ahora como una desviación de la autoridad de las Escrituras –que seguramente lo es– sino como la triste y dolorosa evidencia de la grave negligencia con la que nuestro amado Señor y Salvador Jesucristo es tratado por aquellos que profesan su Nombre.

Cuando llegamos a la exposición de la Cena del Señor tal como se da en la Primera Epístola a los Corintios, encontramos mucha luz adicional vertida sobre ella por el apóstol inspirado. Si nos limitáramos al registro de la institución, tal como se da en los Evangelios, o de la celebración, tal como se da en los Hechos, tendríamos una comprensión muy imperfecta de su profundo y maravilloso significado.

Es cierto que –y esto es lo más valioso para el corazón– si solo tuviéramos los relatos evangélicos, tendríamos lo que es de infinito valor para todo verdadero amante de Cristo. En esos invaluables registros, tenemos a él mismo y su precioso sacrificio ante nuestros corazones, de la manera más vívida y conmovedora. Oímos a nuestro adorable Señor y Salvador decirnos, mientras nos entrega el pan: «Esto es mi cuerpo, que es por vosotros». Y de nuevo, al entregarnos la copa: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, siempre que la bebáis, en memoria de mí». Y, además, tenemos esas palabras tan conmovedoras y que conmueven el alma: «Haced esto… en memoria de mí».

Todo esto es del más profundo interés posible para el verdadero cristiano. Una persona puede ser ignorante de la verdad comunicada por el Cristo resucitado y glorificado a su siervo Pablo, y desplegada por este, en el poder del Espíritu Santo, para la guía de la Iglesia en todas las épocas; pero no obstante esto, puede saborear la dulzura divina de esa fiesta que trae a su Señor ante él, en toda la profundidad, ternura y realidad de su amor –un amor que fue más fuerte que la muerte, que muchas aguas no pudieron apagar– un amor que lo llevó hasta el polvo de la muerte por nosotros. Bendito sea Dios, no es una cuestión de inteligencia, sino de verdadero afecto por la Persona de Cristo. Y no dudo que miles de almas preciosas, a lo ancho de la cristiandad, reciben la Cena del Señor en conexión con una gran cantidad de error y oscuridad; pero no están ocupados con el error; puede ser que nunca hayan pensado en ello –nunca han buscado en las Escrituras en referencia al tema. Solo tienen un pensamiento ante sus mentes; recuerdan a su Señor, y se alimentan del precioso misterio de su muerte.

Confieso, querido amigo, que es un inmenso alivio para el corazón pensar en tales, cuando uno mira el presente estado oscuro y confuso de la iglesia profesa. El Señor tiene a sus amados ocultos en todas partes; y siempre que haya un corazón que palpite fiel a Cristo, ese corazón disfrutará de la Cena del Señor, aunque esté rodeado de una cantidad de cosas que no tienen ningún fundamento en las Sagradas Escrituras.

Pero entonces, mientras admitimos plenamente todo esto –y usted y yo lo admitimos alegremente y lo recordamos siempre–, debemos, sin embargo, procurar seria y amorosamente instruir a los amados corderos y ovejas del rebaño de nuestro Señor, y conducirlos al conocimiento de su verdadero lugar y porción en Cristo. Y me parece, queridísimo amigo, que la laxitud, el error, la confusión, la oscuridad y la indiferencia tan dolorosamente manifiestas, por todos lados, en referencia a la Cena del Señor, ofrece una triste pero poderosa demostración de la manera en que tanto la Persona como la Palabra de Cristo son desechadas; porque no puedo dejar de creer que, si su bendita Persona fuera más el objeto ante los corazones de su pueblo, y si su Palabra tuviera su debida autoridad sobre sus conciencias, su Mesa tendría su lugar correcto en sus pensamientos y en su práctica.

Sin embargo, debo pedirles que vuelvan conmigo a la Primera Epístola a los Corintios, en la que tenemos la exposición de la Mesa y la Cena de nuestro Señor. Seguramente habrán observado, en su estudio del capítulo 10, que la copa se menciona antes que el pan. Esto puede deberse a la condición moral de la asamblea en Corinto, que era tal que el apóstol sintió la necesidad de apartarse del orden habitual de la fiesta, a fin de destacar especialmente ante el corazón la copa que expone la preciosa sangre de Cristo –la base divina y eterna de nuestra paz y bendición–, la más poderosa palanca moral que podría aplicarse a la condición espiritual de la Iglesia. Los corintios necesitaban una palabra de advertencia para huir «de la idolatría» (10:14); y cómo podría aplicarse tal palabra más poderosamente que presentando ante sus corazones el poderoso misterio moral del derramamiento de la sangre de Cristo, por el cual solo fueron llevados, como adoradores purificados, a la presencia del único Dios vivo y verdadero. Podemos ver, a primera vista, que el hecho de presentar la copa fuera de su orden habitual le da un énfasis especial; y la razón de tal énfasis se encuentra en el estado espiritual del pueblo al que se dirige.

Ahora citaré el pasaje en detalle.

«La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:16-17).

Esto, mi muy querido amigo, lo sentirá como un pasaje muy poderoso. Da, como percibirá, una prominencia peculiar a la verdad del Cuerpo único. Yo, por supuesto, doy por sentado que usted está de acuerdo con su corresponsal en juzgar que la palabra «Cuerpo» en el capítulo 10, se refiere al Cuerpo de Cristo, la Iglesia; así como la palabra «cuerpo» en el capítulo 11, se refiere al cuerpo de nuestro Señor –su propio cuerpo literal dado por nosotros, y magullado en la cruz como una ofrenda y una expiación por nuestras almas. El «un solo pan» puesto sobre la Mesa simboliza la unidad de la Iglesia. El «pan» partido y comido en la Cena simboliza el cuerpo de nuestro Señor en el que llevó nuestros pecados (no hasta, sino) en la cruz.

Ahora, algunos pueden sentirse llevados a preguntar, «¿Cómo es que no tenemos nada en los Evangelios, o en los Hechos, en referencia a esta verdad del Cuerpo único?» Simplemente porque no había llegado el momento y las cosas no estaban maduras para el desarrollo de este gran misterio. En lo que se ha llamado los tres Evangelios sinópticos, así como en los Hechos, se mantiene el testimonio de Israel. Se ve a Dios demorándose, con una misericordia muy sufrida, sobre la nación cegada, si acaso se arrepiente y se vuelve a él. En los Evangelios tenemos el testimonio del Bautista y de nuestro Señor mismo: la justicia y la gracia. En los Hechos, tenemos el testimonio del Espíritu Santo; y luego la misión especial del apóstol Pablo que concluye, en cuanto a Israel, en el último capítulo, donde encierra a la nación bajo la sentencia judicial pronunciada, siglos antes, por el profeta Isaías.

Así, tenemos una maravillosa cadena de testimonios para Israel –Juan el Bautista, el Mesías, el Espíritu Santo, los doce apóstoles, el apóstol Pablo– todos rechazados, y la nación, como consecuencia, entregada, por el momento –no se olvide, solo por una temporada, solo en parte– a la ceguera judicial.

Todo esto, mi querido amigo, le es perfectamente familiar. Hemos repasado juntos muchas veces el terreno. Pero me refiero a ello ahora simplemente para mostrar que, a la espera del testimonio a la nación de Israel, no era posible que se desplegara la verdad sobre el Cuerpo único. Pero en el ministerio del apóstol Pablo, tenemos no solo un testimonio a Israel, sino también el despliegue del glorioso misterio de la Iglesia, compuesta por judíos y gentiles, bautizados por un solo Espíritu en un solo Cuerpo, asociado con la Cabeza glorificada a la derecha de Dios. Este es el misterio que estaba «escondido desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas» – «que en otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, – misterio escondido desde los siglos en Dios» (Efe. 3:5, 9).

No se sabía absolutamente nada de la verdad de la Iglesia hasta que fue revelada al apóstol Pablo, y por él revelada en sus epístolas. No puede ser de ninguna utilidad para nadie negar esto, o sostener que la verdad del Cuerpo siempre fue conocida por el pueblo de Dios; y que los santos de los tiempos del Antiguo Testamento y los del Nuevo están todos en un terreno común. La Palabra de Dios está en contra de ellos. Los pasajes que acabo de citar de Romanos 16 y Efesios 3 prueban, más allá de toda duda, que la verdad del Cuerpo único, compuesto por judíos y gentiles, estaba «escondida en Dios», no escondida en las Escrituras del Antiguo Testamento, sino escondida en Dios, porque con toda seguridad, lo que está contenido en las Escrituras ya no está escondido sino revelado.

Pero no continuaré con esta línea, ya que me alejaría de mi objetivo más inmediato, justo ahora. Simplemente añado que, en lo que respecta a la fuerte oposición mostrada, en ciertos sectores, al lugar y la porción especial de la Iglesia de Dios –el Cuerpo de Cristo–, he encontrado que es, en muchos casos, el triste resultado de la mundanidad, el prejuicio, la falsa teología y la falta de sujeción infantil a la autoridad de la Sagrada Escritura. Cualquiera que simplemente se incline ante la Palabra de Dios debe ver que la gran doctrina de la Iglesia –su lugar especial, su porción y su perspectiva– nunca fue conocida por ningún mortal hasta los días del apóstol Pablo. Y me parece, querido amigo, que es tiempo y trabajo perdido discutir sobre el tema con cualquiera que no someta todo su ser moral a la autoridad divina de las Escrituras. Un hombre que no se somete a las declaraciones claras de la Palabra de Dios, no es probable que se convierta por los argumentos de un hombre.

Sin embargo, gracias y alabanza a nuestro bondadoso Señor, ahora conocemos y creemos la preciosa verdad del Cuerpo único; y, según la enseñanza de 1 Corintios 10, nunca podemos sentarnos a la Mesa de nuestro Señor sin pensar en cada miembro de ese Cuerpo. No podemos contemplar el «un solo pan» sin que nuestros corazones se dirijan a la bendita Cabeza de arriba y a todos y cada uno de los amados miembros en la tierra.

Repito las palabras «la tierra» e invito a prestarles especial atención. No es que imagine, por un momento, que tengan alguna dificultad o pregunta en referencia a ellas; pero uno encuentra una buena cantidad de confusión en las mentes de los cristianos en cuanto a si el Cuerpo se presenta solo en la tierra, o en parte en la tierra, y en parte en el cielo. La Escritura enseña claramente que el lugar del Cuerpo está en la tierra, porque allí está el Espíritu Santo y allí están los dones. Desde el día de Pentecostés hasta el momento del arrebato, el lugar del Cuerpo está en la tierra. Los que han dormido no cuentan, por el momento, con el Cuerpo. Algunos están pasando, y otros se están incorporando; pero el Cuerpo está en la tierra. Al igual que un regimiento de soldados; por ejemplo, conocí al 17º de Lanceros, hace 40 años, y todavía lo conozco; pero puede que no haya un solo hombre en el regimiento ahora que estuviera en él hace 40 años; todavía el regimiento existe, tiene los mismos colores, la misma disciplina, está sujeto al mismo código de reglas, las mismas regulaciones militares, es, en resumen, el mismo regimiento, aunque sus partes componentes hayan cambiado muchas veces.

Últimamente me llamó mucho la atención esa expresión de 1 Corintios 12:27: «Vosotros sois cuerpo de Cristo». Un objetor podría decir: “¿Qué? ¿Puede decirse que una sola asamblea de creyentes es el cuerpo? ¿No hay santos en Filipos, Colosas, Éfeso y Tesalónica? ¿Cómo, entonces, se puede designar a los cristianos de Corinto con tal título?”.

La respuesta es benditamente sencilla. Cada asamblea, dondequiera que se reúna, es la expresión local de todo el Cuerpo; y por lo tanto, lo que es cierto del todo es cierto de cada expresión local. No existe tal cosa como la independencia en el Nuevo Testamento –no existe tal cosa como ser miembro de una iglesia– no existe tal cosa como unirse a una congregación. Como dijo una vez un pobre gitano cristiano a unos amigos suyos que decían que deseaban “unirse a los hermanos”, “¡Ah!” dijo él, “¿qué necesidad tenéis de uniros? Seguro que, si os convertís, toda la unión está hecha”.

¡Qué bendita verdad y qué poco se entiende! En el momento de nuestra conversión, Dios nos unió, por su Espíritu, al único Cuerpo, y cualquier otra unión después de eso, es claramente un paso en la dirección equivocada, que debe ser desviado, si queremos «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3).

¿Qué debe hacer, entonces, una persona convertida? ¿Buscar algún cuerpo, iglesia o congregación bíblica a la que unirse? Nada de eso. Realmente no hay tal cosa dentro de las cubiertas de la Biblia. Que los hombres se pongan a formar iglesias es una suposición tan poco bíblica como si se pusieran a diseñar un nuevo plan de salvación, o a crear un nuevo tipo de justicia. Y si es incorrecto que los hombres formen iglesias, debe ser incorrecto que cualquiera se una a ellas. De hecho, formar la Iglesia es la obra de Dios y solo de él. Y así como nadie más que Dios puede formar la Iglesia, nadie más que él puede unir a ella.

Pero vuelvo a decir: “¿Qué debe hacer el joven convertido?” Esperar en Dios con humildad de mente para que lo guíe. Escudriñe en oración las Escrituras, y pida al Señor que lo conduzca a Su propia Mesa donde pueda recordarlo, según su propia designación, mostrando su muerte, y dando expresión práctica a la verdad del Cuerpo único. De esta manera, está seguro de ser guiado correctamente. «Enseñará a los mansos su carrera». Y también: «Encaminará a los humildes por el juicio» (Sal. 25:9). Pero si estoy lleno de mí mismo, lleno de mis propias nociones, lleno de prejuicios y orgullo religioso, sin quebrantar, sin dominar, sin poder ser enseñado, seguramente seré abandonado a seguir mis propios designios. Se necesita una voluntad quebrada, un espíritu enseñable, un ojo ungido con el colirio celestial para discernir, en un día de confusión como el actual, la Mesa del Señor. Si estoy ocupado conmigo mismo, o mirando a la gente, comparando a los cristianos de aquí con los de allá, seguramente estaré perplejo y desconcertado, seré infeliz extranjero a la paz y al progreso. Pero, por otro lado, si miro a Dios para que me guíe, él me guiará tan seguramente como me ha salvado. Me hará encontrar mi lugar en su Asamblea y en su Mesa. Él me dará tal luz y autoridad de su propia Palabra, que no tendré más dudas en cuanto a que estoy en mi lugar correcto que las que tengo en cuanto a mi salvación eterna.

Es imposible, mi muy amado hermano, cerrar los ojos a las dificultades peculiares del día en que vivimos. A menudo siento profundamente pena por los jóvenes convertidos, y por todos los que realmente desean conocer el camino de la verdad, pero están tristemente perplejos por las opiniones conflictivas, las sectas y los partidos opuestos. Pero estoy cada vez más persuadido de este hecho que, si un alma solo espera en el Señor, con confianza en sí misma, y le pide que le señale el camino –su propio camino bendito, él seguramente lo hará, de acuerdo con su propia dulce promesa: «Y guiaré a los ciegos por camino que no sabían» (Is. 42:6). No es la inteligencia, ni la cabeza ancha, ni el poder intelectual, ni la habilidad lógica lo que servirá en la búsqueda de la verdad. Es más, todas estas cosas, si no son puestas bajo la sentencia de muerte, resultarán ser tantas barreras o tropiezos en nuestro camino. Un «niño pequeño» es el modelo en el que debemos ser formados para entrar en el reino; y podemos estar seguros de que, a menos que cultivemos el espíritu de un niño pequeño, nunca seremos capaces de enhebrar nuestro camino a través del intrincado laberinto de la cristiandad.

Bendito sea Dios, hay una «Senda que nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; Nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella» (Job 28:7-8), y en ese camino tenemos el feliz privilegio de encontrarnos. Puede, si se ve desde el punto de vista de la naturaleza, parecer áspero, estrecho y solitario, pero, oh, querido amigo, como sabe, es un camino en el que siempre brilla la luz del rostro aprobador de nuestro Padre, y en el que siempre se disfruta de la compañía de nuestro Señor Cristo. “¿Y no es esto suficiente?” Conozco su respuesta. Pero debo terminar.



12 - Las condiciones actuales en la Iglesia de Dios

Todavía debo invitarle a que se detenga conmigo en el tema demasiado interesante de la Cena del Señor, aunque pueda parecer una digresión –y muy larga– de la línea principal de las cosas propuestas en esta serie de cartas. Pero en realidad no es una digresión, ya que difícilmente sería posible escribir sobre “la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios” sin tocar el importante tema de la Mesa y la Cena del Señor.

Desde que le escribí mi última carta, me he detenido con mucho interés en la parte de 1 Corintios 11 que se refiere a la cuestión de la Cena del Señor. Me parece una prueba muy llamativa y conmovedora del valor y la importancia de esta preciosísima institución, encontrar que nuestro Señor Jesucristo no solo instruyó a los doce apóstoles en referencia a ella, sino que realmente se le apareció a su siervo Pablo, en la gloria celestial, y le dio una revelación especial diseñada para la Iglesia en todas las épocas. Este hecho de peso proporciona un argumento incontestable contra la noción de que la Cena del Señor tiene un carácter terrenal, o judío, o que implica de alguna manera un descenso de esa espiritualidad superior a la que estamos llamados como cristianos. Y no solo eso, sino que también habla con acentos de poder a todos aquellos que, voluntaria o indolentemente, se ausentan de la Cena de su Señor.

Digo “se ausentan voluntaria o indolentemente”, porque, por desgracia, encontramos las dos cosas operando en la Iglesia de Dios. Hay algunos que pueden asistir fácilmente a una predicación, a una conferencia o a una velada, pero que rara vez se presentan a la mesa. Otros, de nuevo, son tan indolentes en cuanto a las cosas espirituales, que no se preocupan mucho por ninguna reunión.

1 Corintios 11, se refiere tanto a los unos como a los otros. Inclinemos nuestros oídos y nuestros corazones a su importante instrucción. «Pero al anunciaros esto que sigue, no os alabo; porque os reunís no para lo mejor, sino para lo peor. Ante todo, oigo decir que al reuniros en asamblea hay divisiones entre vosotros; y en parte lo creo. Porque también es necesario que las haya entre vosotros, para que se manifiesten los que son aprobados entre vosotros. Cuando, pues, os reunís, esto no es comer la Cena del Señor; porque al comer, cada cual se adelanta a tomar su propia cena; uno tiene hambre, y otro está embriagado». (v. 17-21).*

*Me siento plenamente seguro, mi querido y apreciado amigo, de que usted no tiene ninguna simpatía con la cuestión tan agitada ahora en ciertos sectores, en cuanto a si la bebida en la Mesa del Señor debe ser fermentado (vino) o sin fermentar (mosto). No puedo concebir nada más pobre o más lamentable que plantear una pregunta tan tonta en relación con una ordenanza de tan profunda solemnidad, importancia y significado, una ordenanza diseñada para traer ante nuestras almas la muerte de Cristo y la unidad de su Cuerpo, la Iglesia, para recordarlo a nuestros corazones en el misterio de su cruz y pasión. ¿Qué diría el apóstol a una persona que llevara a la asamblea un tipo de vino especial para él? ¿No se parecería esto a «tomar su propia cena»? No intento dar aquí un juicio sobre la cuestión, aunque tengo uno muy decidido. Es el planteamiento de tal pregunta, en relación con tal tema, lo que considero tan deplorable. Que el Señor libere a los suyos de todas las cuestiones y disputas de palabras.



¡Cuán marcada es la distinción entre «la Cena del Señor» y «su propia cena»! ¿No te llama la atención, querido amigo, que en la primera tenemos la gran idea de todo el Cuerpo; mientras que en la segunda tenemos una miserable individualidad egoísta? No podemos participar con inteligencia espiritual de «la Cena del Señor», sin tener ante nuestro corazón la bendita verdad de todo el Cuerpo y de cada precioso miembro del mismo. No podemos, si participamos en comunión con el corazón y la mente de Cristo, olvidar a uno solo de los que le son tan queridos y están tan íntimamente asociados a él. En resumen, cuando comemos «la Cena del Señor», pensamos en Cristo y en sus miembros amados. Cuando comemos nuestra «propia cena», estamos ocupados con el yo y sus intereses. ¡Miserable ocupación! Bien podría exclamar el apóstol inspirado: «¿Acaso no tenéis casas para comer y beber? ¿O despreciáis a la iglesia de Dios, y avergonzáis a los que nada tienen? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo» (v. 24).

¿No tiene todo esto voz para nosotros? ¿Comprendemos bien el verdadero secreto de la apelación del apóstol? ¿Debemos pasar por alto este pasaje de la Escritura como una reprimenda administrada a una compañía desordenada de gente recién convertida de las groseras abominaciones de la idolatría pagana, y que aún no ha sido instruida en los refinamientos comunes del cristianismo? No lo creo. Creo que hay una santa lección en toda esta Escritura para la Iglesia profesa de nuestros días.

Es cierto que no vemos tal cosa como la embriaguez en lo que se llama la Cena del Señor, pero ¿no hay un “desprecio de la Asamblea de Dios”? ¿No hay herejías y cismas en medio de nosotros? ¿Y dónde están estos tan flagrantes y dolorosamente evidentes como en conexión inmediata con la Mesa y la Cena del Señor? Si hemos de estar enseñados exclusivamente por la Sagrada Escritura, no podemos dejar de ver que la Mesa del Señor, con su único pan, pone ante nosotros la verdad del «único Cuerpo», una verdad tan profundamente preciosa para el corazón de Cristo. ¿Dónde se mantiene esto en la cristiandad? ¿Dónde hay algo que se acerque a una expresión de esto en la celebración de la Cena del Señor?

No tengamos miedo, mi querido amigo, de mirar directamente a la cara esta pesada cuestión. Bendito sea Dios, usted y su corresponsal no tienen ningún objeto propio que buscar. No tenemos intereses personales que servir, ninguna causa partidista que promover. Ambos hemos estado durante muchos años fuera del campamento, en ese lugar grande y rico desde el que podemos mirar a nuestro alrededor todo lo que sucede, y comprobarlo todo con la infalible Palabra de Dios. Estamos fuera de todas las organizaciones religiosas del día; pero por esa misma razón estamos en posición de abrazar, como en los propios afectos del corazón de Cristo, a todos los miembros de su bendito Cuerpo, dondequiera que los encontremos.

Y me permito añadir que, justo en la medida en que reconozcamos ese Cuerpo y tratemos de abrazar a esos miembros, seremos dolorosamente conscientes del modo en que tanto el uno como el otro se pierden de vista en la celebración de lo que se llama la Cena del Señor. De hecho, la Asamblea de Dios es = está despreciada, y cada uno come su propia cena. Se ignora la comunión del Cuerpo único, y la preciosa fiesta que tiene por objeto establecer esa comunión se considera como un medio de gracia para el comensal individual.

Y esto no es todo. Además, tengo que preguntarles cómo es que los cristianos de diversas denominaciones, o bien no tienen la Cena del Señor durante semanas, o, si la tienen, no participan de ella en el terreno del Cuerpo, sino como miembros de una mera organización humana, llámenla como quieran. ¿Por qué no se reúnen todos los cristianos el primer día de la semana para partir el pan? ¿Cómo es que millones de cristianos profesos solo comulgan una vez al mes, y muchos más solo una vez cada seis meses? ¿Cómo es que muchos la dejan de lado por completo? ¿Cómo es que en un vasto sector de la iglesia profesa la Cena del Señor se llama “un sacrificio”; en otro “un sacramento”, y en otro “un pacto”? Supongamos que el apóstol Pablo llegara a Londres la próxima semana, ¿dónde podría ir a partir el pan? ¿Dónde podría celebrar la preciosa fiesta según el orden que había recibido de nuestro Señor Cristo, y que había impartido a la Iglesia? Podría ir a un lugar, y ver a un hombre, que se llama a sí mismo sacerdote, vestido con ropas, y ofreciendo lo que él llama “un sacrificio incruento por los pecados de los vivos y los muertos”. Puede ir a otro lugar, y encontrar a un hombre, más simplemente vestido, sin duda, pero un hombre en la capacidad de un sacerdote, dando el sacramento a un número de personas, sin ninguna pregunta sobre si están convertidos o no. Podría ir a otros lugares, y no encontrar ninguna mesa o cena; y si preguntara qué los reunía, se le diría que se reunían, no para partir el pan, sino para escuchar un sermón.

¿Qué haría el bendito apóstol? ¿Qué diría? ¿Podría sancionar tal estado de cosas? ¿Podría consentir una desviación tan palpable y grosera de las enseñanzas de su Señor? ¿Una ignorancia tal del «Cuerpo único»? ¿Un descuido tal de la Cabeza?

Sabe usted, mi querido amigo, que no escribo así para herir los sentimientos del cordero más débil de todo el rebaño de Cristo. A Dios pongo por testigo de que dejaría mi pluma para siempre antes que hacerlo. Pero debo tratar con los hechos, los hechos claros y palpables que se muestran en la condición actual de la iglesia profesa de Dios. No puedo ver ningún objeto en escribir, si voy a amortiguar la pura verdad; y si la declaración de la verdad hiere a alguien, no puedo evitarlo. Le pido al lector reflexivo que mire a su alrededor y vea dónde se celebra la Cena del Señor de acuerdo con la enseñanza de las Sagradas Escrituras. ¿Dónde encontrará al pueblo del Señor reunido en asamblea en el día del Señor, el primer día de la semana, para partir el pan, tal como se establece en el Nuevo Testamento? Yo le preguntaría a tal persona si él mismo tiene la costumbre de reunirse para este gran objetivo. No hay nada en toda la historia de la Iglesia de mayor importancia, nada de mayor interés para el corazón de Cristo, nada más precioso, nada más solemne y significativo, nada más vinculante para los corazones y las conciencias de todos los cristianos, que la Cena del Señor. Si esto es así –¿y quién puede negarlo? ¿No nos corresponde a todos vigilar que no sancionemos en modo alguno el descuido de la Cena del Señor, o cualquier infracción del principio divino establecido en su celebración según las Escrituras? Sostengo que todo verdadero amante de Cristo está obligado a protestar solemnemente contra cualquier desviación del debido orden de esta preciosísima institución. ¿Podemos suponer por un momento que el bendito apóstol Pablo se encontraría en algún lugar donde la Cena se dejara de lado o se interfiriera en lo más mínimo? ¿Estaría satisfecho de pasar varios días del Señor sin la fiesta en absoluto, o de verla, donde se celebre, estropeada, mutilada o manipulada de cualquier manera? No lo creo ni puedo creerlo. No puedo concebir que el escritor de 1 Corintios 10 y 11 dé la aprobación de su presencia a algo que no sea el debido orden de Dios en este asunto.

Alguien dirá: “No importa cómo celebremos la Cena del Señor, siempre que la tengamos y seamos sinceros en su observancia”. Pregunto, ¿la Mesa del Señor y la Cena del Señor deben ser observadas de acuerdo con la Palabra del Señor, o de acuerdo con nuestras propias nociones? ¿Es cierto que la Cena del Señor, tal como se presenta en su Palabra, está diseñada para exponer la unidad de su Cuerpo, para mostrar su muerte, y para recordarlo en la forma de su propia designación especial? Es más, ¿es cierto que la Cena del Señor es la única forma en que la Iglesia puede expresar verdaderamente estas grandes realidades? Confieso que no veo cómo se puede cuestionar esto. Entonces, ¿podemos impunemente descuidar o manipular la santa institución? Por qué, mi amado amigo, cuando se trataba simplemente de una cuestión de que una mujer tuviera la cabeza cubierta o descubierta, el apóstol inspirado es tan perentorio sobre el punto, que cierra toda la discusión con la declaración autorizada y fulminante: «Pero si alguno cree poder discutir, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios» (v. 16). ¿Qué diría él de cualquier interferencia con el tiempo o el modo de celebrar la santa Cena del Señor?

Pero debo concluir esta carta, y lo haré citando el resto de la enseñanza del Espíritu sobre el gran tema que ha estado atrayendo nuestra atención. De ella aprenderemos la elevada fuente de la que el inspirado apóstol obtuvo su conocimiento de la verdad respecto a la Cena de su Señor; y también podremos formarnos un juicio en cuanto al peso, la importancia, el interés, el significado y el valor que se atribuye a esa institución en la mente de Dios.

«Porque yo recibí del Señor lo que también os enseñé: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que es por vosotros. Haced esto en memoria de mí. Asimismo, tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, siempre que la bebáis, en memoria de mí. Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga. Así, cualquiera que coma del pan o beba de la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa; porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe juicio para sí mismo. Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen. Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Pero siendo juzgados, somos educados por el Señor, para no ser condenados con el mundo» (1 Cor. 11:23-32).

Ahora, mi muy querido amigo, ¿es mucho pedir a cualquier cristiano, después de presentar tal cuerpo de evidencia de las Escrituras sobre el tema de la Cena del Señor, si le rogamos que juzgue, a la luz de tal evidencia, la condición actual de las cosas en la Iglesia de Dios, en referencia a la celebración de la Cena del Señor? Creo que me anticipo a su respuesta. Por mi parte, al comparar las Escrituras con los hechos que me rodean, solo puedo exclamar, ¿qué ha hecho la iglesia profesa con la Mesa del Señor? ¿Qué ha hecho con la Palabra del Señor? ¿Qué ha hecho con el Cristo del Señor?



13 - La Asamblea, un solo Cuerpo

El año 1848 fue una época de prueba para todos los que profesaban ocupar el terreno de los Hermanos. En el verano de ese año, se planteó la cuestión de si estábamos realmente reunidos en el terreno de la unidad del Cuerpo, o simplemente como congregaciones independientes o fragmentarias, teniendo una medida de conocimiento y simpatía, pero sin un terreno común de responsabilidad en la comunión y el testimonio como aquellos que eran miembros unos de otros, unidos a la Cabeza viva en el cielo, y unos a otros, por el Espíritu Santo. Fue en Bristol donde se planteó esta cuestión profundamente interesante; y desde allí se extendió a todos los lugares de la faz de la tierra donde hubiera una asamblea de hermanos.

Como sin duda sabe, había una congregación de bautistas que se reunía para el culto en una capilla llamada «Bethesda», en Bristol. Había un cuerpo asociado que se reunía en la capilla de «Salem»; pero hablaré de ambos bajo el único nombre de Bethesda, y además lo haré tan brevemente como sea posible, ya que mi único objetivo es poner de manifiesto el gran principio que está en juego, y no, de ninguna manera, detenerme en personas o lugares que solo pueden poseer un interés efímero.

Pues bien, algunos años antes de la época mencionada, esta congregación bautista fue recibida en comunión con los hermanos, recibida como un Cuerpo. Toda la asamblea, profesaba y ostensiblemente, tomó el terreno ocupado por los Hermanos. No menciono nombres ni desciendo a detalles minuciosos; simplemente doy el gran hecho principal, porque ilustra un principio muy importante.

He estado convencido, durante muchos años, de que esta recepción de una congregación fue un error fatal por parte de los Hermanos. Aun admitiendo, como lo hago de todo corazón, que todos los miembros y ministros pueden haber sido personas muy excelentes individualmente; sin embargo, estoy persuadido de que es un error, en cualquier caso, recibir a todo un cuerpo como tal. No existe tal cosa como una conciencia corporativa. La conciencia es una cosa individual; y a menos que actuemos individualmente ante Dios, no habrá estabilidad en nuestro curso. Todo un cuerpo de personas, dirigido por sus maestros, puede profesar que toma ciertas bases y adopta ciertos principios; pero ¿qué seguridad hay de que cada miembro de ese cuerpo esté actuando con la energía de la fe personal, por el poder del Espíritu Santo y con la autoridad de la Palabra de Dios? Es de suma importancia que, en cada paso que demos, actuemos con fe simple, en comunión con Dios y con una conciencia ejercitada. De hecho, no puedo dejar de creer que una causa especial de debilidad en las diversas asambleas de hermanos es que han llegado al terreno muchos que no están en el poder de la verdad en sus propias almas, y actúan como un peso muerto y un obstáculo. Pero, más claramente, es un grave error recibir a todo un cuerpo de personas en comunión donde no hay oportunidad de probar el estado espiritual de los individuos que componen ese cuerpo.

Tuvimos un ejemplo muy llamativo de esto en Londres, en el año 1853. Una congregación de bautistas deseaba tomar el terreno ocupado por los hermanos; y así lo hicieron. Pero apenas habían dado el paso, cuando el hermano que había construido la capilla y reunido, mediante su predicación, a la congregación, percibió el error. Inmediatamente convocó a la asamblea, y les dijo que tanto él como ellos debían actuar bajo su responsabilidad individual ante el Señor. En cumplimiento de esta declaración, el siguiente día del Señor, la capilla fue cerrada con llave, y la gente se vio obligada a considerar individualmente su terreno y su curso de acción apropiado.

Ahora bien, algunos dirán que esto es un paso muy audaz, pero fue un paso noble, y las consecuencias demostraron que era un paso correcto, el único paso correcto. En el transcurso de unas pocas semanas –semanas, sin duda, de profundo ejercicio del alma y de doloroso escrutinio del corazón– toda esa congregación –con dos o tres excepciones, y creo que de carácter dudoso– no en conjunto, sino individualmente, solicitó la comunión, en las diversas asambleas de los hermanos, y cada caso fue considerado por sus propios méritos, y probado por la Palabra de Dios. Entonces, el hermano al que pertenecía la capilla la prestó amablemente como lugar de reunión conveniente para los Hermanos. Por supuesto, durante el tiempo en que el lugar estaba cerrado en la mañana del día del Señor, él había llevado a cabo su trabajo individual de predicación y enseñanza, como lo hace hasta el día de hoy; y, bendito sea Dios, desde ese momento, ese querido lugar se ha convertido en el lugar de nacimiento de cientos de almas, y un bendito lugar de alimentación para los corderos y ovejas del amado rebaño de Cristo. Que siga siendo así hasta que Él venga.

¡Qué diferente fue el caso de Bethesda! Llegó un tiempo de prueba. En Plymouth se enseñaba un error mortal, un error que afectaba a la posición y a las relaciones de nuestro Señor Jesucristo, un error que lo colocaba (me resisto a escribir las palabras) bajo la maldición y la ira de Dios durante todos sus días, y eso no vicariamente, sino en virtud de su asociación con Israel y la familia humana.

No puedo soportar profundizar en la terrible doctrina enseñada en Plymouth, ni trasladar a esta página las expresiones en las que se presentó esa doctrina. No deseo usar un lenguaje fuerte o severo en referencia a los individuos; pero debo decirte, mi amado amigo, que considero la doctrina tan mala como el propio socinianismo; al menos tanto la primera como la segunda nos deja sin el Cristo de Dios. Es inútil hablar de distinciones, pues si no tenemos al Cristo del Nuevo Testamento, no tenemos a Cristo, ni a ningún Salvador. Arrio o Socinus* pueden negar la deidad de nuestro adorable Señor y Salvador; Irving puede negar su humanidad pura y sin pecado; un maestro de Plymouth puede presentarla en una posición y en una relación que le haría necesitar un salvador para sí mismo –¡que Dios perdone al que escribe estas líneas! Que Él perdone al hombre que enseñó tan horrible doctrina. Todos ellos niegan al Cristo de Dios. Blasfeman su persona y su nombre. Sus doctrinas deben ser aborrecidas por todo verdadero amante de Jesús.

* Arrio, era un sacerdote que desarrolló una doctrina blasfematoria, en la que decía que el Padre era superior al Hijo y que este (el Hijo) había sido creado; era un ser extraordinario, pero una criatura. La doctrina de Faustus Socinus, se aparenta a la de Arrio, esta declara que no hay tres personas divinas, Cristo siendo una criatura; también dice que los incrédulos y pecadores no irán a la Gehena, sino que sus almas se extinguirán tras la muerte del cuerpo físico.



Pues bien, querido amigo, este error mortal se enseñó en Plymouth; y, además, los poseedores y maestros de este error fueron recibidos en Bethesda. Unos pocos miembros fieles protestaron, protestaron y suplicaron que tales doctrinas fueran juzgadas, y sus maestros fueron puestos fuera de la comunión. Todo fue en vano. Diez de los líderes escribieron una carta –la “Carta de los Diez”– bien conocida, quiero decir, por aquellos que fuimos llamados a vadear esas aguas profundas. En esta carta, que fue adoptada por la gran mayoría de la congregación de Bethesda, se negaron a juzgar la doctrina. Dijeron: “¿Qué tenemos que hacer en Bristol con las doctrinas enseñadas en Plymouth?”. En una palabra, se comprometieron, clara y palpablemente, con el terreno de la neutralidad y la indiferencia, en lo que respecta a nuestra bendita Cabeza; y la independencia, en lo que respecta a su amado Cuerpo.

Tal fue la base expuesta en la “Carta de los Diez”, un documento preparado por diez hombres inteligentes, adoptado por algunos cientos de cristianos, y que, creo, permanece hasta el día de hoy sin repetirse y sin arrepentirse. Es cierto que, después de que se hizo la triste travesura, y 50 o 60 del pueblo del Señor habían abandonado Bethesda en lugar de sancionar un principio o fundamento de comunión tan miserable, los líderes celebraron lo que llamaron siete reuniones de la iglesia con el propósito de examinar los tratados en los que se enseñaba el error, y uno de los líderes dijo que “según esa doctrina, Cristo necesitaría un salvador para sí mismo”. Pero la «Carta» nunca fue retirada –nunca se arrepintió; y por lo tanto permanece hasta el día de hoy como la declaración estudiada y deliberada del verdadero fundamento de la comunión de Bethesda, que es, a mi parecer, simplemente indiferencia, en cuanto a Cristo, e independencia, en cuanto a su Cuerpo la Iglesia.

Me abstengo a propósito de dar los nombres de las personas y de entrar en detalles sobre la conducta, la manera o el espíritu de los individuos. En cuanto a todas estas cosas, podemos creer que hubo faltas en todos los lados. Debo confesar que no me gusta insistir en esas cosas. Y, además, puedo asegurarle, amigo mío, que no tengo ni un átomo de sentimiento amargo hacia ningún individuo. Le escribo después de un intervalo de 27 años, y deseo limitarme al gran principio implicado en todo el caso de Plymouth y Bethesda. No he dependido de los rumores en este asunto. Todos sabemos cómo se pueden colorear y exagerar las cosas en el calor de la discusión. Pero no puede haber ninguna cuestión de coloración, exageración o discusión acalorada, al leer los tratados de Plymouth que contienen lo que debo designar como doctrina abominable o al leer la “Carta de los Diez” que establece los miserables principios de neutralidad, indiferencia e independencia.

El hecho es que Bethesda nunca debió haber sido reconocida como una asamblea reunida en terreno divino; y esto fue atestiguado por el hecho de que, cuando fue llamada a actuar sobre la verdad de la unidad del Cuerpo, se desmoronó completamente. Y no solo esto, sino que, si los miembros de la congregación hubieran estado más animados por la verdadera lealtad a Cristo, se habrían levantado como un solo hombre para expulsar de sus fronteras todo rastro de la doctrina que blasfemaba a su Señor. Estoy bastante preparado para creer que los miembros eran totalmente ignorantes de lo que estaban haciendo; que tenían buenas intenciones y no tenían una verdadera aprehensión de lo que estaba involucrado. Pero si un piloto ignorante está empujando el barco hacia las rocas, es un pobre consuelo para los que están a bordo que se les diga que es un hombre bien intencionado y sin culpa.

Tal es, pues, querido amigo, una exposición muy breve y condensada del verdadero fundamento de lo que se llama “La cuestión de Bethesda”. Por supuesto, los hermanos de todo el mundo tuvieron que enfrentarse a ella. No había forma de evitarlo. Había que mirarlo directamente a la cara. Para muchos fue un terrible obstáculo. Nunca pudieron ver su camino a través de él. Por mi parte, sentí que tenía que hacer una sola cosa, a saber, apartar completamente la vista de las personas y su influencia, y fijarla firmemente en Cristo. Entonces todo fue tan claro como un rayo de sol y tan sencillo como los propios elementos de la verdad. Nunca he tenido ni una sombra de duda o vacilación en cuanto al curso adoptado en general, o en cuanto a los grandes principios subyacentes; pero puedo entender y comprender las dificultades de las almas que acaban de empezar su curso, cuando se les pide que se enfrenten a la cuestión de Bethesda, particularmente cuando recuerdo lo difícil que es, hablando en general, obtener una visión completamente desapasionada y sin prejuicios de ella. Pero debo decir, como resultado de una buena cantidad de experiencia y observación, que he encontrado invariablemente que cuando una persona era capaz de mirar el asunto simplemente en referencia a Cristo y Su gloria, toda la dificultad se desvanecía. Pero, por otro lado, si se permite que operen los sentimientos personales, el afecto por los individuos, cualquier cosa meramente natural, la visión espiritual seguramente se nublará, y no se llegará a una conclusión divina.

Hay una cosa que parece actuar como una terrible pesadilla para muchos, y es el grito de “Exclusivismo” levantado contra aquellos que, como yo creo, buscan mantener la verdad de Dios a cualquier precio. Un momento de reflexión calmada, a la luz de las Escrituras, será suficiente para mostrar que debemos ir a fondo por el principio del exclusivismo, o admitir que, por ningún motivo, por ninguna razón, debemos excluir de la mesa del Señor a alguien que pueda ser realmente un miembro del Cuerpo de Cristo. Si alguien sostiene esto último, está claramente en desacuerdo con el apóstol en 1 Corintios 5. En ese capítulo, el apóstol inspirado enseñó claramente a la asamblea en Corinto a ser una asamblea “exclusiva”. Se les ordenó excluir de su medio y de la Mesa de su Señor a uno que, a pesar de su grave pecado, era miembro del Cuerpo de Cristo.

Ahora bien, ¿no es este el núcleo mismo del principio del exclusivismo? Indudablemente. Y, además, amigo mío, permítame preguntar, ¿no debe la Asamblea de Dios, por necesidad, ser exclusiva? ¿No es responsable, solemnemente responsable, de juzgar la doctrina y la moral de todos los que se presentan a la comunión? ¿No está solemnemente obligada a excomulgar a cualquiera que, en su doctrina o en su forma de caminar, deshonre al Señor y contamine la Asamblea? ¿Alguien va a cuestionar esto? Pues bien, esto es el “exclusivismo”, ¡esa terrible palabra!

El hecho es que muchos confunden dos cosas que son muy distintas en las Escrituras, la Casa de Dios y el Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, si a alguien se le niega un lugar en la Mesa, o se le aparta de ella, hablan de “desgarrar el Cuerpo de Cristo”, o de “cortar miembros de Cristo”. ¿Se rasgó el Cuerpo, o se cortó un miembro, cuando el pecador fue expulsado de la asamblea en Corinto? Claramente no. Tampoco lo es en ningún otro caso. Gracias a Dios, nadie puede romper el Cuerpo de Cristo o cortar su miembro más débil.

Dios se ha encargado de que “no haya cisma en el Cuerpo”. La más estricta disciplina de la Casa de Dios nunca podrá tocar, de la manera más remota, la unidad del Cuerpo de Cristo. Esa unidad es absolutamente indisoluble. Una clara comprensión de esto respondería a mil preguntas y resolvería mil dificultades.

Pero entonces se dice a menudo, cuando una persona está apartada o rechazada: “¿No lo consideráis hijo de Dios?” Yo respondo: No se plantea tal cuestión. «Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19). No se nos pide que nos pronunciemos en cuanto a las relaciones secretas de un hombre con Dios, sino simplemente en cuanto a su andar público ante los hombres. Si una asamblea niega su responsabilidad de juzgar la doctrina y la conducta de los que están «dentro», no es una asamblea de Dios en absoluto, y todos los que quieran ser fieles a Cristo deben abandonarla, de inmediato.

Por lo tanto, mi amado y valioso amigo, podemos ver que el “exclusivismo”, lejos de ser un temido bicho, es el deber obligado de toda asamblea reunida en el terreno de la Iglesia de Dios; y aquellos que lo niegan demuestran ser simplemente ignorantes del verdadero carácter de la Casa de Dios, y de la inmensamente importante distinción entre la disciplina de la Casa y la unidad del Cuerpo.

Y aquí me permitirá que responda a una pregunta que no se formula con poca frecuencia; es esta: “¿Se consideran los hermanos la Iglesia de Dios?”. No hacen nada de eso. No son la Iglesia de Dios. Hay miles de los amados miembros de Cristo esparcidos por las diversas denominaciones del día. Estoy preparado para reconocer, en la persona de un sacerdote católico romano, a un miembro del Cuerpo de Cristo, y a un vaso dotado del Espíritu Santo. Puedo maravillarme de cómo puede permanecer donde está, pues creo que el sistema romano es una apostasía oscura y terrible. Pero entonces no creo en ninguno de los sistemas religiosos de la cristiandad. Ninguno de ellos puede soportar la prueba de las Sagradas Escrituras. Ninguno de ellos es la Iglesia de Dios. No; ni uno de ellos está en el terreno de la Iglesia de Dios.

Y aquí, amigo mío, está la diferencia. No creo que los hermanos sean la Iglesia de Dios; pero están en el terreno de la Iglesia de Dios, si no, no estaría entre ellos ni una hora. Ocupan una posición que debería imponerse a todos los santos de Dios en la cristiandad. ¿Qué debería impedir que todos los cristianos se reunieran el primer día de la semana para partir el pan, en la unidad del Cuerpo de Cristo, y en dependencia de la guía y el poder del Espíritu Santo? ¿No es esto lo que encontramos en el Nuevo Testamento? Y, si es así, ¿por qué no deberíamos seguirlo? ¿Quiero ver a la Iglesia restaurada a su gloria pentecostal? De ninguna manera. Esta fue la ilusión del pobre Edward Irving. Nunca espero ver a la Iglesia restaurada; pero anhelo ver a los cristianos apartarse del error y la iniquidad, y caminar en obediencia a la preciosa Palabra de Dios. ¿Es esto esperar demasiado? No, no puedo estar satisfecho con nada menos.

Y no se imagine, querido amigo, que quiero enaltecer a “Los Hermanos”. Nada está más lejos de mis pensamientos. Creo que el terreno que ocupan es divino, de lo contrario no estaría en él. Pero en cuanto a nuestra conducta en el terreno, solo podemos poner la cara en el polvo. La posición es divina; pero en cuanto a nuestra condición, tenemos que humillarnos siempre ante nuestro Dios. Un amigo me dijo una vez: “¿Sabe usted que el reverendo Sr. X, está dando un curso de conferencias contra los hermanos?”. “Dígale”, le contesté, “con mis amables saludos, que yo estoy haciendo lo mismo en este momento. Pero existe esta inmensa diferencia entre nosotros, que él está dando lecciones en contra de sus principios, mientras que yo estoy dando lecciones en contra de sus prácticas. Él ataca el terreno; yo, la conducta en el terreno”.

Y, sin embargo, no es que yo considere a los Hermanos peores que sus vecinos; pero, cuando considero el elevado terreno que ocupan, la conducta y el carácter deberían ser correspondientemente elevados. Esto, por desgracia, no es el caso. Nuestro tono espiritual, tanto en la vida privada como en nuestras reuniones públicas, es lamentablemente bajo. Hay una triste falta de profundidad y poder en nuestras asambleas. Hay una excesiva debilidad en la adoración y el ministerio.

No puedo, ni quiero, entrar en detalles a modo de prueba o ilustración. Me conformo con exponer el hecho general, a fin de que nuestras almas se ejerciten en cuanto a la causa real de todo esto. Me temo que hay muchas causas que contribuyen. Creo que el gran aumento de nuestro número, en los últimos 20 años, no es, de ninguna manera, un índice de un aumento de poder. Más bien al contrario. Sin duda, tenemos que estar agradecidos por el aumento –agradecidos por cada alma llevada a lo que creemos que es una posición correcta. Pero entonces tenemos que estar vigilantes. El enemigo está vigilante, y tratará de introducir materiales espurios en medio de nosotros con el fin de desacreditar el terreno y deshonrar al Señor. En las diversas denominaciones que nos rodean, las inconsistencias de los individuos están en cierta medida ocultas detrás de los baluartes del sistema. Pero los hermanos quedan totalmente expuestos, y sus fracasos se utilizan como argumento en contra de su base. El gran punto para todos nosotros es ser humildes y bajos, dependientes y vigilantes. Recordemos aquellas preciosas palabras a la iglesia en Filadelfia: «Tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8). Sí, querido amigo, esto es: «Mi palabra», «Mi nombre». ¡Que lo recordemos! Que nos mantengamos muy pequeños a nuestros propios ojos, aferrándonos a Cristo, confesando su nombre, guardando su palabra, sirviendo su causa, esperando su venida.

Aquí debo cerrar mi carta, y mi serie de cartas. Solo espero no haberlo cansado. Ciertamente me he extendido mucho más de lo que pretendía cuando comencé. Pero nunca me dijo usted que me detuviera, así que, si le he sobrecargado, debe culparse a sí mismo.

Que el Señor le bendiga, amado hermano, abundantemente, y haga de usted una bendición. Así lo pide,

Su profundamente afectuoso Charles Henry Mackintosh