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La Cruz (1)
Autor:
La cruz, la crucifixión de Cristo
Tema:«Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál. 6:14).
Se ha dicho con razón que no hay nada comparable a la cruz. Permanece y permanecerá para siempre, en toda su solitaria grandeza, en el centro de la eternidad, como una maravilla para toda criatura inteligente, y como una columna en la que están indeleblemente inscritos la maldad y el odio de los seres caídos, así como la bondad y el amor de Dios. En medio de las sombras del pasado, muestra el resplandor y la oscuridad que contrastan la verdad y la perfidia, la luz y la sombra, la fidelidad y la falsedad, la justicia y el pecado, el juicio y la misericordia, la compasión y la crueldad, el amor y el odio. En su luz, el corazón del cielo está revelado y las profundidades del abismo del mal están puestas en evidencia. Allí se encuentran la bendición y la maldición.
Es allí donde se mezcla el mar de tinta de la culpa del hombre, y es allí donde el océano inmaculado de la gracia divina lo engulle todo en sus poderosas olas. Nada en el pasado se le parece, y nada en el futuro puede rivalizar con él.
Es aquí donde aparece el mayor pecado jamás cometido por la criatura, y es aquí donde encontramos la mayor manifestación de la infinita misericordia de Dios que jamás haya salido a la luz. Es el lugar donde todos los resortes del ser moral del hombre han sido puestos a prueba, y es el lugar donde la compasión de Dios ha sido sondeada en toda su profundidad. Fue aquí donde la criatura caída y hostil levantó una mano impía y golpeó a su Creador con intención mortal, y fue aquí donde la respuesta del Creador se dio en amor indecible e infinito. Es testimonio de una maldad que el hombre nunca podrá superar, y es prueba de un favor que Dios mismo nunca podrá repetir. La tierra no podría contener toda la ira, la maldición, el juicio y el infortunio que reinaron en el Gólgota; y el cielo mismo no será lo suficientemente vasto para contener el amor, la gracia y la misericordia que allí se expresaron.
Fue allí donde toda la cuestión del bien y del mal fue examinada, resuelta y zanjada para siempre. Allí se reunieron todas las fuerzas del bien y del mal. Fue allí donde el pecado se levantó con todo su poder contra Dios, y fue allí donde Dios pronunció su juicio contra el pecado. Nunca antes la criatura rebelde se había atrevido a tanto. Nunca antes el pecado se había comportado así en presencia de Dios. Había llegado la oportunidad: el Hijo de Dios estaba en manos de los pecadores. Se desató la maldad. Había llegado el momento de liberarse de la coacción venida del cielo. La furia de las naciones, las conspiraciones de los judíos, la maldad del mundo, todo estaba dirigido contra Cristo. No querían que este hombre reinara sobre ellos. Las fuerzas del mal estaban reunidas. Los principados y las potestades estaban reuniendo todas sus fuerzas para la batalla final. Las regiones maléficas estaban enviando a su último guerrero, y todas las legiones de la maldad se estaban preparando para ese encuentro desesperado, en el que no había cuartel que tomar o dar, y al final del cual la victoria del bien o del mal sería finalmente sellada.
1 - «Esta es vuestra hora (la del hombre)»
Jesús habla de «vuestra hora», la del hombre (Lucas 22:53). Desde la caída hasta esta hora, el hombre había sido mantenido bajo control por la mano de Dios. Antes, había sido misericordiosamente impedido de hacer todos los pensamientos de su corazón. Había corrompido la tierra, la había llenado de violencia, había derramado sangre inocente, había transgredido la Ley, había adorado a los demonios, había matado a los siervos de Dios y había odiado a Cristo que venía al mundo en gracia y amor. Pero su enemistad había sido mantenida bajo control por Dios, y se le había impedido hacer todo lo que él quería. Impulsado por el odio sin causa de su corazón duro e impío, a menudo había estado dispuesto a apedrear a Jesús, pero se había visto incapaz de llevar a cabo su intención asesina. Pero ahora había llegado su «hora»; se había eliminado el límite que se había fijado a su ira; los canales a través de los cuales su naturaleza maligna iba a manifestarse estaban libres; el freno y la brida, que hasta cierto punto habían refrenado sus impulsos impíos, se habían dejado a un lado. Por primera vez en su historia caída, sintió lo que era la verdadera libertad, es decir libertad respecto a la intervención de Dios. Liberado del control divino, no tiene trabas, y el universo es espectador del uso que hará de esta libertad. ¡Ay del pobre hombre! Su libertad fue su perdición, como lo es siempre. Su curso se ha embarcado en una pendiente imprudente, rápida y desastrosa.
Lo que caracterizaba la «hora» del hombre fue el «poder de las tinieblas»; o el hombre está guardado por el poder de Dios, o está llevado a la destrucción por el diablo. ¿Qué le aportó su libertad? En su libertad, fue un instrumento del diablo. Orgulloso, ambicioso, rebelde y sin confianza en Aquel que envió a su Hijo único para salvarlo, solo busca su propia felicidad. Se negaba a que Dios se ocupara de él. Quería seguir su propio camino y cuidar de sí mismo. Una locura terrible. En cierto sentido era verdad que nunca había sido tan libre, pero en otro sentido era igualmente verdad que nunca había estado tan esclavizado: su misma libertad lo arrojaba completamente en manos de Satanás.
La malicia del judío asombró al gobernador pagano, y la vacilación y cobardía de Pilato asombraron al mundo. En el traidor, la perfidia del corazón humano aparece de un modo tan espantoso que el acto de la traición llega a ser abominable incluso para la propia autoestima natural; y esta acción es tan detestable, incluso para el hombre que la cometió, que cuando está consumada, su propia existencia le resulta intolerable, y que, desesperado, sale y se ahorca.
Antes de que llegara la hora del hombre, los faroles, las antorchas y las armas, llevadas por hombres fuertes y decididos, eran poco más que madera podrida para Pedro, pero cuando esa hora llegó realmente, la inocente pregunta de una sirvienta del palacio del sumo sacerdote, que le habría revelado su verdadera relación con Jesús, le llenó de un terror indescriptible ; y este hijo de Jonás, valiente en otros tiempos y que amaba de verdad al Señor, negó haberle conocido jamás, con juramentos e imprecaciones. Los otros discípulos, aunque también se hayan jactado en el Monte de los Olivos, ya no están allí. El discípulo a quien Jesús amaba está con su Maestro en el juicio, pero está allí porque es conocido del Sumo Sacerdote (Juan 18:15). Era la hora del hombre y del poder de las tinieblas, y nadie podía soportarla sino por el poder de Dios. ¡Qué hora era!
Todas las clases de la sociedad estaban presentes, y la loca enemistad de todos los hombres se derramaba contra el humilde Sufriente. Vemos a Pilato sometiéndole a la indignidad de los latigazos, aunque se ve obligado a confesar que no había encontrado en él ninguna falta; Herodes y sus soldados le reducen a la nada, lo coronan de espinas e inclinan ante él la rodilla en señal de burla; los sacerdotes, cuya función era interceder, lo juzgan y lo acusan, a pesar de que había engrandecido y honrado la Ley, se vuelven contra él con el fin de hacerlo morir. Prefieren a un ladrón antes que a Aquel que, en su gran bondad, había colmado de beneficios al pueblo; prefieren a un asesino antes que al Príncipe de la Vida. Por el pan con que los alimentó, lo recompensan con golpes; por la curación de sus enfermos, le imponen una muerte languideciente en la cruz; y por las palabras de gracia que salían de sus labios benditos, amontonan anatemas sobre su cabeza coronada de espinas. ¿Por qué todo esto? Ninguno de ellos habría podido dar una respuesta pertinente a esta pregunta. En aquella «hora», el palacio del sumo sacerdote era un verdadero caos, pues allí se había reunido el concilio de los demonios.
El hombre estaba controlado por un poder del que nada sabía. Había rechazado al Dios que hasta entonces lo había retenido por su propio bien, y ahora estaba bajo el dominio de alguien que lo conducía de cabeza a la destrucción, pero de una manera que, después de todo, era el camino que a él le gustaba seguir. Aterrorizado por sus miedos, inflamado por sus deseos, enloquecido por su odio, arrastrado por su orgullo, endurecida su conciencia por su adicción al pecado, despiadado en su trato con todo lo divino, y caídos todos sus deseos y pasiones, cruel y corrupto estando agitado y excitado por influencias demoniacas, nada satisfará al hombre sino la humillación, la agonía y la muerte de Aquel que había hecho el bien y sanado a todos los oprimidos por el demonio. Esta era verdaderamente la hora del hombre, una hora de maldad desenfrenada.
2 - «El poder de las tinieblas»
El énfasis está en la actividad del mundo espiritual. No oímos ningún toque de trompeta del príncipe de las tinieblas; ningún ruido de artillería despierta los ecos de Sion; ningún estruendo de carro de guerra conducido por Satanás sacude la nube de medianoche; ningún sonido de pasos marciales de tropas armadas llega al oído; sin embargo, nunca desde la creación de los mundos hubo un tiempo en que las fuerzas espirituales estuvieran tan agitadas. El abismo del mal esparció sus multitudes. En el Gólgota pululaban innumerables fuerzas, pero no había más ruido que el que hacen los planetas en su curso alrededor del sol. El estruendo de sus truenos, si es audible, se oye en las falsas e infundadas acusaciones de los dirigentes de Israel, en los aullidos del pueblo ignorante y brutal que se arremolinaba en torno al palacio del sumo sacerdote gritando: «¡Quita a este!… ¡Crucifícalo! Crucifícalo!» (Lucas 23:18-21), y en sus burdas burlas y bulliciosos clamores mientras corrían hacia el lugar de la ejecución.
Se ha dicho que la maldad reía, pero eso no es del todo cierto. Para los poderes del mal, puede haber sido un triunfo ver al hombre tan completamente cegado ante el hecho de que estaba condenando su propia alma, pero la risa estaba, en ese momento, lejos del corazón del hombre que dirigía la batalla contra Dios y su Cristo. La maldad nunca pudo reír y nunca lo hará. La maldad ha estado demasiado ocupada hasta ahora para tener tiempo de reír, y nunca ha estado lo suficientemente segura de su victoria como para despreciar a su enemigo con la risa. Dios se ríe de la impotencia del hombre y de la maldad juntos, porque él es todopoderoso y no puede ser vencido. Pero Satanás ha visto demasiadas veces frustrados sus planes, derrotada su sabiduría y anulado su poder como para poder reírse de Dios. En la cruz, nadie se rio, excepto el hombre, instrumento culpable e insensato del diablo. El hombre se regocijaba contemplando el dolor infinito del Hijo de Dios que quería ser su Salvador y su Amigo.
3 - El dolor de Jesús
Y ¡cuán grande fue su dolor! Se dice que cuanto más se asciende en el orden de la creación, más aguda es la sensación de dolor, y viceversa. Pero, ¡cómo debió de ser para el Primogénito de toda la creación, para Aquel que todo lo sentía perfectamente! No había nada duro o insensible en la naturaleza sensible y bendita de Jesús. Sentía hasta el extremo cada acto indigno del que era objeto. Era la canción del borracho, despreciado y rechazado por los hombres, burlado, insultado y escarnecido por aquellos por quienes su compasión no conocía límites. La traición de Judas, la negación de Pedro, el abandono de sus discípulos, le hirieron hasta lo más profundo de su alma. En tales adversidades, los hombres a menudo están sostenidos por su orgullo. Ingratitudes, insultos y golpes a menudo están soportados con una aparente serenidad que sorprende. El corazón puede ser como un horno, pero un espíritu altivo y una voluntad inquebrantable cierran las escotillas de los estados de ánimo para que no pueda escapar la furia que se desata en su interior. Pero en el manso y humilde Jesús, el orgullo no tenía cabida. No había que reprimir ningún sentimiento de venganza, ni controlar ningún espíritu de ira. «Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Is. 53:7). Dice: «Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos» (Is. 50:6). En el Salmo 22, le oímos hablar de todos sus enemigos y derramar el peso de sus penas al oído de su Padre. Los «fuertes toros de Basán» estaban allí; los «perros» lo habían rodeado; una «cuadrilla de malignos» lo había rodeado; estaba el «león rapaz y rugiente»; y también estaban los «cuernos de los búfalos».
Como ya he dicho, todo el mal del universo estaba reunido contra él. Satanás estaba allí en todo su poder, el hombre estaba allí como su instrumento voluntario de maldad, Dios estaba allí en juicio contra el pecado, y el que sufría estaba allí, santo pero hecho pecado, y tratado por Dios como el pecado merecía. Las fuentes del gran abismo del juicio divino se rompieron, las fuentes del cielo se abrieron y la poderosa tormenta de ira, maldición y venganza contra el pecado descendió sobre su santa cabeza. Se hundió en un lodo profundo donde no había donde apoyar el pie. Como Jonás, pero en sentido espiritual, se hundió hasta los cimientos de los montes; los barrotes de la tierra se cerraron sobre él para siempre (Jonás 2:7). «Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí» (Sal. 42:7)
«Las aguas han entrado hasta el alma» (Sal. 69:1) Pero todos sus infinitos e inexpresables sufrimientos están resumidos en el grito de su corazón al final de las 3 horas de espesas tinieblas: «¡Elí, Elí! ¿Lama sabactani?».
Pero fue en ese momento cuando todo principio de maldad fue juzgado. Satanás fue identificado como el príncipe y dios del mundo, y su poder fue quebrantado para siempre. La sabiduría del mundo se mostró como locura ante Dios; el mundo nunca llegó al conocimiento de Dios, y cuando Dios se reveló a sus ojos, no lo conoció. El hombre ha sido mostrado incorregiblemente malvado, que odia a Dios hasta la médula. Dios apareció en su perfecta bondad y amor por el hombre, a pesar de la hostilidad de que era objeto por parte de los que había elegido como objetos de su amor. Jesús estaba allí, el hombre obediente, glorificando a Dios incluso cuando le abandonaba. Había venido a hacer la voluntad de Dios y, costara lo que costara, no se dejaría desviar. No le corresponde a la criatura criticar al Creador; el siervo no debe cuestionar la sabiduría de la voluntad de su señor; no la corresponde al hombre cuestionar los caminos de Dios; y este lugar de criatura, de siervo y de hombre, Jesús lo había ocupado, y era perfecto en todo. ¡A él la alabanza eterna!
4 - La gloria del Señor Jesús
En aquella cruz, el Hijo del hombre fue glorificado (Juan 13:31). Allí, fue despedazada la ofrenda, quedaron al descubierto los resortes de su naturaleza moral, y no salió a la luz otra cosa que una perfección infinita. No había un solo impulso en todo su ser moral que no fuera fiel a Aquel que lo había enviado. No había en él ninguna consideración egoísta, ninguna estimación de las cosas según cómo le afectaban a él mismo. En él, todo estaba considerado en relación con Dios. La obra que le había sido confiada fue hecha sin murmurar. En él no había razonamiento ni disputa, «para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y como me mandó el Padre, así hago» (Juan 14:31). Bendito, perfecto Maestro y Señor.
Antes de tomar el lugar de un siervo, antes de que se le preparara un cuerpo, sabía lo que esto implicaba. Lo sabía todo de antemano. Comprendía plenamente el peso aterrador de ese juicio, que aceptó voluntariamente soportar, incluso antes de ser hecho semejante a los hombres. Era muy consciente de que tomar la forma de siervo significaba que tenía que obedecer sin rechistar todas las órdenes que recibiera; pero la voluntad de Dios debía cumplirse costara lo que costara, y por eso él, «existiendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y siendo hallado en figura como un hombre, sí mismo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:6-8). Cuán brillantemente resplandece la gloria moral y la excelencia del Señor Jesús en las tinieblas del Gólgota. Permítame recordarle al lector que allí, traicionado, negado, abandonado, asaltado por un mundo sin ley, pero influenciado por el poder de las tinieblas, escarnecido, insultado y, sobre todo, abandonado por Dios, permanece absolutamente solo; y en aquella hora, cuando estaba solo, llevó con poder divino los pilares del universo moral, y puso los cimientos sobre los que podían establecerse, y que ningún enemigo de Dios podría volver a sacudir.
5 - Y Dios fue glorificado en él
Su justicia fue vindicada, su santidad mantenida, su autoridad respetada, su verdad confirmada y su amor proclamado. Esta terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal tuvo lugar en la cruz. Este humilde y abatido Salvador él mismo se entregó para que todo se convirtiera en gloria y alabanza de Dios, y todo se resolviera de una vez por todas. El conflicto ha terminado, los poderes del mal han sido aplastados. Dios ha triunfado.
Todos los enemigos han sido abatidos, Dios ha establecido la justicia y ha reconquistado su territorio. El diablo ha sido abatido, la muerte ha sido destruida, la cuestión del pecado ha sido tratada, nuestros pecados han sido borrados, nuestro viejo hombre ha sido crucificado con Él; la escena ha sido limpiada de todos los enemigos como si nunca hubieran existido. La purificación de los cielos y de la tierra de la presencia del mal es ahora solo una cuestión de detalle, el poder de los ángeles puede encargarse de ello (Apoc. 12:7-9; Mat. 13:49-50). La cuestión moral ha sido resuelta por la cruz de Jesús; y el creyente ahora está identificado en su vida y naturaleza, en su relación y favor, con aquel que, en aquella hora terrible, permaneció fiel a Dios.
La naturaleza y el carácter de Dios han sido reivindicados y su relación respecto al mal claramente establecida. No hay duda de que el mal procede de la criatura y reside en ella. El bien es prerrogativa de Dios, él es bueno, y ha sido mostrado inequívocamente que siempre ha actuado con bondad, gracia y amor hacia el hombre; también ha sido demostrado que el hombre según la carne, del linaje de Adán, el caudillo caído, no aceptaría a Dios cuales sean los caracteres en que se presenta. Pero la cruz es el final judicial de este hombre ante Dios. Su juicio terminó allí. Se ha demostrado que está, en su propia naturaleza, en enemistad con Dios, y ahora el hombre de esa naturaleza, y en esa posición, ya no tiene ninguna relación con Dios; ya ha sido condenado y apartado judicialmente.
Pero la cruz fue también el crisol en el que el valor moral y las perfecciones del segundo hombre y postrer Adán fueron probados hasta el extremo, y donde se estableció incontestablemente este hecho bendito de que en él no había escoria, nada ofensivo para Dios, sino que todo era agradable a Dios en el más alto grado. De aquella cruz se elevó ante Dios una fragancia tan agradable que sustituyó a los olores nauseabundos de un mundo corrompido. Dios fue glorificado donde había sido deshonrado, y la ganancia que obtuvo mediante la cruz de su Hijo fue infinitamente mayor que todas las pérdidas sufridas por la caída del jefe de fila y de la maldad de todos sus descendientes.
Nuestro lugar, nuestra parte y nuestra relación están todos en y con este Cristo exaltado, resucitado de entre los muertos. Él es nuestra vida. Hemos de ser a su imagen. Su Padre es nuestro Padre, y su Dios es nuestro Dios. El amor, la gracia y el favor en que él está, nosotros lo compartimos, porque somos agraciados en él. «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17). Que sigamos las huellas de aquel bendito apóstol y discípulo que pudo decir con tanta verdad: «Pero las cosas que para mí eran ganancia, las he considerado como pérdida a causa de Cristo, y aún todo lo tengo por pérdida, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, Señor mío, por causa de quien lo he perdido todo y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo, y ser hallado en él, no siendo mi justicia la de la ley, sino la que es mediante la fe de Cristo, la justicia que procede de Dios por la fe, para conocerle a él, y el poder de su resurrección» (Fil. 3:7-10). Y también: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). La persona y la cruz de Cristo lo eran todo para él: ¡que lo sean todo para nosotros!