Inédito Nuevo

¡Cumplido está!

Reflexiones sobre el Salmo 22


person Autor: Sin mención del autor

flag Tema: La cruz, la crucifixión de Cristo


Basadas en reuniones de estudio celebradas en París en 1957

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1960, página 57

1 - “Una carga de dolores indescriptiblemente pesada…”

Este Salmo, bien conocido por todos los cristianos familiarizados con las Escrituras, apenas menciona, salvo en una visión general, las consecuencias de la obra de Cristo. Estas se desarrollan más ampliamente en otros salmos y, en lo que respecta a la Iglesia, en el Nuevo Testamento. Pero todo lo que encontramos en los Salmos, ya sean experiencias individuales (por ejemplo, en el Sal. 32) o bendiciones para el pueblo o para toda la tierra, tiene su fundamento aquí. Este Salmo tiene la característica de presentar ante los creyentes a Cristo mismo en sus sufrimientos infinitos e infinitamente variados, y sobre todo en el sufrimiento supremo sin el cual todos los demás no habrían tenido ningún efecto a favor nuestro, es decir, el sufrimiento del desamparo de Dios. Por lo tanto, podemos decir que este Salmo constituye el centro moral del libro de los Salmos, ya que nos muestra la obra del Señor Jesús que hace posibles todas las bendiciones contenidas en el resto del libro y el cumplimiento del consejo de Dios para con su pueblo y para con la tierra. Estamos aquí ante lo que constituye el núcleo mismo del pensamiento de Dios con respecto a su gloria y a nuestra bendición: los sufrimientos de Cristo durante las 3 últimas horas de la cruz.

Es un hecho extraño y humillante que nos sintamos inclinados a descuidar tan a menudo este tema tan importante para ocuparnos de cosas de menor importancia. Pero es evidente que se trata del tema más difícil de meditar, porque es el que exige el estado de ánimo más ejercitado y serio. Se puede disertar sobre las bendiciones cristianas; lo cual tiene todo su sentido y constituye una valiosa fuente de aliento y consuelo; sin embargo, no hay que perder de vista que todas las bendiciones del creyente no son más que el fruto de este sufrimiento. Además, en el tema central que estamos considerando hay una fuente de luz sobre todas las cosas, como no se encuentra en ningún otro lugar. Esto nos obliga a detenernos en él con la ayuda del Espíritu de Dios, seguros de que, si se nos concede poder contemplar con santo temor este infinito, será para bien de todos nosotros.

Inmediatamente, sin preámbulos, nos encontramos ante el gran hecho del desamparo de Cristo, pues el primer versículo lo oímos de labios del Señor en la cruz. Es uno de los versículos más profundos, maravillosos e insondables de la Escritura. Como suele ocurrir en este libro, el primer versículo del Salmo expresa su idea fundamental. Aquí, además, introduce la primera parte del Salmo: los versículos 1 al 21, que nos presentan al Señor Jesús crucificado. Todo lo que se nos describe en estos versículos, y los pensamientos que en ellos se expresan, corresponde a lo que sucedió durante las 6 horas de la crucifixión, porque si en ellos encontramos, como en el primer versículo, los sufrimientos expiatorios del Señor, tendremos ocasión de considerar muchos otros sufrimientos que los precedieron. La segunda parte del Salmo: versículos 21 al 31, nos presenta los resultados de lo que él atravesó, en relación sucesiva con el remanente de Judá, asimilado a la Asamblea para el tiempo que siguió a la resurrección del Señor (según Hebr. 2:12); luego con Israel, los que temen al Señor, los humildes; los que se convertirán cuando se predique el Evangelio del reino; y finalmente los que nacerán durante el Milenio: «un pueblo no nacido aún» (Sal. 22:31).

Se puede observar que en la mayor parte del Salmo es solo Cristo quien habla. En otros Salmos, como el anterior, por ejemplo, oímos a varios interlocutores. Aquí no, y es Jesús mismo quien se expresa durante esos momentos terribles. Así es desde este maravilloso primer versículo, del que podemos pedir que, al ser citado a menudo, nunca pierda su fuerza ni en nuestros corazones ni en nuestras conciencias: «¡Dios mío! Dios mío, ¿por qué me has desamparado…?» (v. 1). El Evangelio según Mateo nos dice con precisión que fue hacia la hora novena cuando Jesús gritó así en voz alta. El Espíritu Santo nos ha conservado incluso esta palabra incomparable en la lengua en la que fue pronunciada, como para subrayar su importancia: «¡Eli, Eli! ¿Lama Sabactani?» (Mat. 27:46).

A este grito, sin vacilar, el corazón del creyente responde: ¡Es por mí! Y es precioso pensar que todos los que en el futuro se beneficien de esta obra, ya sea el remanente de Judá, Israel o la tierra entera, podrán dar una respuesta similar en el fondo, aunque diferente en su desarrollo, a este grito: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado…?». Sin embargo, no es en primer lugar la bendición de los hombres lo que está en juego. Muy por encima de eso, se trata de la gloria pura y eterna de Dios. Y eso es lo que nos puede dar la sensación de la grandeza de la afrenta que supone para Dios el más insignificante de los pecados, la más pequeña desobediencia, el más mínimo signo de voluntad propia. Cualquier pecado, sea cual sea, es una afrenta a Dios, y la medida del sentimiento que Dios tiene de ello no viene dada por nada más que por el abandono de Jesús.

¡Qué luz arroja esto sobre el estado y la historia del mundo entero! No es el mal que hay en uno comparado con el mal que hay en otro. Es el mal que hay en el hombre puesto en presencia de Dios mismo, y la manera en que Dios lo trata. Nos inclinamos a atenuar el mal porque olvidamos a Dios, pero Cristo, precisamente porque no lo olvidó, tuvo que enfrentarse a Él en las condiciones que aquí tenemos. No murió solo por los pecados que causan horror, sino también por toda la locura, la ligereza, la frivolidad, los defectos más benignos y los más profundos de la naturaleza humana. Todo es igualmente horrible y asimismo condenado.

El Señor Jesús le dio a Dios, su Padre, la oportunidad única de mostrar lo que Él es frente al mal. El juicio de los impíos, el lago de fuego y azufre no dará esa medida de la misma manera; es un juicio merecido, ejercido contra pecadores, rebeldes, mientras que en el caso de Cristo la medida es perfecta porque es la ira de Dios ejercida contra alguien que, por obediencia, se ofreció perfecto para ser hecho «pecado por nosotros» (2 Cor. 5:21). Dios aparentemente no fue justo al castigar así a su Hijo; sin embargo, es precisamente en ello donde dio la medida absoluta de su justicia. Nada es más adecuado para santificar el alma que la meditación de estas cosas.

El gozo que el Señor tenía con su Padre era infinito; y era de ese gozo del que iba a ser privado. En una mínima medida sabemos lo que es sufrir cuando nos vemos privados de la comunión con el Padre; lo sufrimos en proporción al valor que cada uno de nosotros atribuye a esa comunión. Para Cristo, esta comunión tenía un valor infinito y su interrupción no podía ser sino un sufrimiento infinito.

Son estas 3 horas terribles las que, en la angustia de la lucha, el Señor anticipaba en Getsemaní. Todo el horror del abandono pasaba ante su alma. Es comprensible que, al pensar en ser desamparado por Dios, a quien había deleitado y glorificado en todas las circunstancias con total obediencia, el Señor se sintiera presa del terror, muy angustiado y con el alma oprimida por una tristeza que llegaba hasta la muerte (Marcos 14:34).

Cabe recordar que el Señor Jesús no fue acusado judicialmente de nuestros pecados hasta la sexta hora. Pero desde la sexta hasta la novena hora, él, que era perfecto, que nunca había sido mancillado, no solo llevó el peso de nuestros pecados, sino que fue hecho pecado para que Dios condenara «al pecado en la carne» (Rom. 8:3). Él, que tenía una sensibilidad infinita hacia el mal, una repulsión total, estaba allí –no podemos olvidarlo– considerado de la misma manera que él mismo consideraba el pecado, tratado como el mal merece, no a los ojos de los hombres, sino a los ojos de Dios. Y, para Dios, el pecado, como sabemos, tiene el doble carácter de mancha y de culpa. La mancha es un hecho abominable para un Dios santo, y la culpa, por su parte, exige de un Dios justo un juicio sin remisión. Debemos situarnos en esta perspectiva, porque solo así podemos avanzar en el discernimiento de lo que es el bien y lo que es el mal. El punto definitivo en la medida del bien y del mal solo se encuentra allí, durante esas 3 horas. Todo lo demás es relativo, allí es lo absoluto.

Entonces, como hemos tenido ocasión de expresar en algunas ocasiones, podemos preguntarnos qué fuerza sostenía al Señor mientras se hundía en ese abismo, por qué maravilla de gracia y fuerza pudo comprometerse en esas 3 horas de tinieblas en las que debía estar desamparado. No podía apoyarse en Dios, él que en los Evangelios declara que su alimento era hacer la voluntad de su Padre, y cuyo gozo era obedecer. En Getsemaní llama a su Padre: «¡Abba, Padre…!» Marcos 14:36), dice; incluso en la cruz, antes y después de las 3 horas, habla con su Padre. Pero durante las 3 horas, ¡nada! El único poder para su corazón, lo que había sido su apoyo como hombre durante toda su vida, ese mismo apoyo le faltaba. Aún menos podía contar con sus discípulos; no podía contar con nada ni con nadie. ¡Tal fue el desamparo de Jesús! Pero tenía una cosa, una sola cosa que lo sostenía y lo comprometía allí: el poder de su amor, su amor por Dios y su amor por los suyos. Aquí se descubre, se revela de manera definitiva y absoluta, el poder del amor divino. Todo lo demás es de un orden inferior. «Por el gozo puesto delante de él», nos dice Hebreos 12:2, Jesús «soportó la cruz, despreciando la vergüenza». Ese gozo no era otra cosa que el amor del Padre actuando en él, ya que tenía ante sí el gozo de haber glorificado a Dios de manera infinita. La perfección en cualquier aspecto está siempre relacionada con el amor que se tiene a Dios; es su fruto. El Señor demostró que tenía razón cuando dijo: «Amo al Padre» (Juan 14:31). Recordemos también, a propósito de este maravilloso amor, esta frase de uno de nuestros antiguos hermanos: “No hay nada comparable a la cruz, salvo el corazón de Aquel que murió en ella”.

Está escrito: «Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos» (Cant. 8:7); esto solo es cierto, en sentido absoluto, del amor divino de Jesús, amor ardiente que las olas del juicio que pasaron sobre él no pudieron apagar en su corazón.

Era un momento único: los hombres estaban contra el Señor, los discípulos lo habían abandonado. Todas las potestades del mal estaban allí y, lo que es aún más terrible, Dios mismo se había vuelto contra él. Ante esto, el Señor Jesús se encuentra absolutamente solo. Él le había dicho a Pedro: «¿O acaso piensas tú que ahora no puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de 12 legiones de ángeles? (Mat. 26:53). Pero los ángeles están allí contemplando la escena y no pueden intervenir.

Es algo que debe llamar la atención de nuestros corazones ver al Justo desamparado, aquel que podría haber vuelto al cielo. Pero él tenía que comprar para Dios con su sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación, y hacerlos reyes y sacerdotes. Se trataba precisamente de la salvación de aquellos que, por sus pecados, eran la causa de aquellas horas terribles. Porque también nosotros estábamos presentes con nuestros pecados en aquella escena única, de modo que no podemos contemplarla sin comer hierbas amargas, sintiendo los sufrimientos que le hemos causado al Señor.

Esto es lo que recordamos ante todo el primer día de la semana. La alabanza está ligada a este desamparo de Jesús por la gloria de Dios, para que todo lo que es Dios, en amor hacia los pecadores y en santidad hacia el pecado, tenga ocasión de manifestarse. El culto, la cena, deben celebrarse, por consiguiente, con la verdad del corazón y con profunda sencillez, en contraposición al formalismo y a la ligereza. No basta con derramar lágrimas de sentimentalismo humano, como hacían las hijas de Jerusalén que seguían al Señor llevando su cruz. Se necesita recogimiento, temor, que solo el Espíritu Santo y la Palabra pueden producir y mantener en el corazón de los santos, junto con la humillación que resulta del recuerdo de nuestro pecado, que ha hecho necesarias estas horas. Nada nos hará tan graves y serios como la contemplación de este desamparo de Jesús, que no tuvo ningún alivio en su sufrimiento cuando bebió la amarga copa.

Tú que, lleno de amor por nosotros,
Bebiste la copa de los sufrimientos
Y nos diste a cambio
La copa de la liberación,
¡Oh Jesús, sé exaltado
Por la eternidad!

Himnos y Cánticos en francés N°. 8, 3

2 - “Tu amor todo lo ha consumado…”

No hay palabras en el vocabulario humano para expresar el amor extraordinario de Cristo, ese amor que llevó al Dios todopoderoso, creador de todas las cosas, a presentarse ante los hombres que lo insultaban sin responderles una sola palabra. Podría haber exterminado a sus enemigos o haberlo abandonado todo, pero no hizo nada de eso. La obra del Padre debía cumplirse y Cristo la cumplió con una perfección incomparable, que se pone de manifiesto en las condiciones excepcionales en las que se encontraba. Era normal que Jesús, al experimentar toda la maldad del hombre desplegada contra él, buscara ayuda en Aquel que era continuamente su fuerza: pero tuvo que comprobar y proclamar en ese mismo momento que su Dios lo había desamparado. Su Dios lo desamparó en las peores condiciones posibles, pero él no abandonó por ello su confianza en su Dios. Y, sin embargo, esta confianza, mantenida en el corazón de Jesús por una fidelidad inquebrantable, por la obediencia, por el amor al Padre y a nosotros, no se alimentaba en esos momentos con el consuelo de una respuesta de Dios hacia él. Era necesario que la prueba llegara hasta allí: el amor de Dios no retrocedió ante una prueba total, el amor de Cristo no retrocedió; se mostró superior a la prueba encontrando en sí mismo su única fuerza para atravesar el abandono y la ira en las condiciones expuestas en este salmo. Permanezcamos aquí con los pies descalzos: es el terreno más sagrado que existe en el universo de Dios.

En Isaías 53 encontramos esta expresión: «Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento» (v. 10). Bastaba con que le agradara a Dios para que el Hijo, obediente por excelencia, siempre ocupado en lo que agradaba a su Padre, se sometiera al sufrimiento que Dios había dispuesto para él. Era la plena aceptación de la voluntad de su Padre lo que Jesús realizaba cuando se dice en el mismo versículo: «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado».

Lo admirable y único de esta postura del Señor es la ausencia total de búsqueda de cualquier recurso. Nos cuesta entenderlo porque, cuando nosotros mismos estamos en la prueba, buscamos recursos en consoladores, o bien nuestra propia voluntad se rebela. Pero el Señor no tenía voluntad propia; nada lo protegía. Si se atreve decirse, todos sus sufrimientos, tanto morales como corporales, estaban al descubierto, al descubierto para recibir golpes, golpes de los hombres y golpes de Dios. El Señor no solo no responde a estos malvados, a estos violentos, con un acto de poder y no siente ningún sentimiento de venganza hacia ellos, sino que, por el contrario, intercede por ellos, ni siquiera tiene un sentimiento de defensa personal. Esto es absolutamente único en su perfección.

Esto se debe a que la gloria del Señor durante esas 3 horas brilló de una manera tan maravillosa que uno de los grandes esfuerzos del Enemigo consiste en difuminar en la cristiandad, e incluso entre los verdaderos hijos de Dios, el resplandor glorioso de la cruz. Y si, por lo que a nosotros respecta, mantenemos el hecho de que sin la cruz no tenemos salvación (verdad que no se conserva en todas partes), ¡qué pérdida sufrimos cuando no sabemos detenernos juntos al pie de la cruz! ¡Qué pérdida sufre la Iglesia al no saber permanecer allí para contemplar esta escena que contemplará eternamente! ¡Qué pérdida también para el cristiano individualmente cuando aparta los ojos de la cruz del Señor! Contemplarlo es el motor oculto de toda la actividad cristiana.

Es evidente que este lugar de la cruz en el corazón de los creyentes de los primeros tiempos del testimonio ocupaba un lugar destacado. Nuestros hermanos antiguos fueron llevados a profundizar en este tema no por un estudio teológico, sino por un examen piadoso de la Palabra con la ayuda del Espíritu Santo. Consideraron la cruz, a Cristo en la cruz, y no solo llevando nuestros pecados, sino revelando sus insondables perfecciones personales. También consideraron a Cristo en la gloria, porque la cruz y la gloria se tocan.

Esta es verdaderamente la buena parte que eligió María y que debería ser la nuestra. No se pierde el tiempo al ocupar este lugar; el alma se enriquece, se nutre y entra en los gozos y pensamientos de Dios. Hay provecho, edificación, y no solo eso, sino que esta ocupación de la cruz nos llevará a una adoración inteligente. Es esencial estar bien fijados en lo que sucedió en el Gólgota, y nuestros antepasados, a precio de controversias dolorosas, en las que se llegó incluso a acusarlos de blasfemia, mantuvieron con última energía la verdad fundamental de la expiación hecha durante lo que la Palabra llama las 3 horas de «tinieblas», y allí exclusivamente. Al final de la historia del testimonio, guardémonos de dejar que nos arrebaten este depósito de verdad que pertenece a la gloria de Jesús. La ignorancia al respecto es una puerta abierta al enemigo, cuyos designios no ignoramos.

Por lo tanto, es muy importante recordar que, si el Señor permaneció en la cruz desde la tercera hasta la novena hora, antes de la sexta y después de la novena disfrutaba de la comunión con su Padre, mientras que desde la sexta hasta la novena hora se le negó esa parte, que era el gozo eterno de su alma. Es más, Dios estaba en contra de él. Esto es lo que hace absolutamente incomprensible lo que sucedió durante esas 3 horas, y lo que las distingue por completo de las 3 horas que las precedieron. Los sufrimientos que Jesús padeció a manos de los hombres, y de los que tenemos un cuadro moral en los versículos siguientes, pasan a un segundo plano en comparación con los que tuvo que soportar entonces bajo el terrible golpe del desamparo de Dios. Si no tenemos esto en cuenta, perdemos el sentimiento de lo que son las 3 horas de tinieblas, y entonces todos los sentimientos que corresponden al creyente en la contemplación de esta escena se ven debilitados: el temor, la gravedad, la humillación y la adoración. Se trata, en efecto, de una escena inagotable a la que habría que volver constantemente, y en particular el primer día de la semana. En ella vemos a Jesús ya no como un modelo, que es lo que es antes de la hora sexta y después de la hora novena, sino como un Salvador y el único Salvador.

Comprendemos que la cruz del Señor, tal y como nos la presenta la Escritura y tal y como solo el Espíritu Santo nos permite contemplarla, es la gloria y el estandarte de la Iglesia. Aquí tenemos la resolución definitiva, por parte de Dios, de la cuestión del bien y del mal. Toda la sangre derramada desde los días de Abel, toda la corrupción, todas las cosas vergonzosas, como todas las violencias, no son más que efectos. Aquí se ataca la fuente misma del mal. Nada como esta consideración de la cruz es capaz de santificarnos, de destruir en nosotros la ligereza, la frivolidad, la tendencia a hacer como hace el mundo, a bromear sobre el mal perdiendo de vista lo que es la perfidia de la carne. Nada puede ayudarnos en esto como la cruz, y es también en la medida en que pensamos en ella que somos capaces de adorar. ¿Qué puede ser nuestra adoración si no entramos en lo que nos dice la cruz? No es de nosotros de lo que debería tratarse en primer lugar en nuestro culto, sino de nuestro Señor Jesucristo, de su sufrimiento y de su liberación después de la hora novena.

En la cruz también aprendemos a conocernos a nosotros mismos, en contraste con Cristo, al encontrar en él a un hombre que actúa, que habla, que guarda silencio para la gloria de Dios, y cuya forma de ser es totalmente opuesta a la nuestra. Nada nos humilla tanto, y eso es algo excelente. Tales pensamientos ponen fin a todas nuestras pretensiones y a los esfuerzos que hacemos para cubrir nuestra carne voluntaria y corrupta con apariencias con las que nos seducimos a nosotros mismos y engañamos a los demás. Es manteniéndonos ante la luz de la cruz, de esa cruz bendita que abre el paso al río de la gracia de Dios, como seremos felices. Pero cuántas veces nuestras palabras van más allá de lo que hay en nuestros corazones, ¡especialmente en el culto!

La meditación de estas cosas, las más elevadas entre todo lo que nos trae la revelación de Cristo, está absolutamente ligada a la existencia del testimonio por el Señor. No hay testimonio verdadero sin este punto central que es la fuente de toda la obra de Dios hacia el hombre. Por eso, la Mesa del Señor, donde se celebra el recuerdo de la muerte de Cristo, constituye el centro del testimonio. Si nuestras actividades, nuestros servicios, la predicación del Evangelio, la preocupación por las almas oscurece en nuestros corazones la belleza moral de la cruz, es una pérdida que nada puede compensar.

¡Qué felicidad sería si la Iglesia estuviera despojada de todos sus adornos humanos! ¡Qué gozo sentiríamos si tuviéramos un mayor deseo de identificarnos con Cristo tal como es! Y qué gozo sería para su corazón… Estamos unidos a Jesús en los efectos de su muerte, pero también debemos comprender que estamos unidos a él en su propia muerte. El lugar de vergüenza y rechazo que él tuvo por parte de los hombres es el nuestro; deseemos saborear ese privilegio. Pero ante todo debemos darnos cuenta de que el juicio de Dios que recayó sobre Cristo es el nuestro, el que nos correspondía por nuestra naturaleza pecaminosa y sus frutos. ¡Cuánto más sencillos, profundos y espirituales serían el culto, la Cena y todas las reuniones si lo comprendiéramos plenamente! Pero el Espíritu Santo no puede darnos la contemplación de esta maravilla de la cruz sin que seamos efectivamente liberados de la voluntad propia interior no juzgada, basada en el egoísmo y el orgullo, que encuentra precisamente en la cruz su condena sin apelación. Tampoco puede hacernos disfrutar de ella cuando nuestros corazones están abarrotados de todo tipo de cosas y llenos del polvo y el barro del mundo. Que él nos libere de ellos para que Jesús ocupe el primer lugar en todos los corazones que le pertenecen. Él es digno de ello. Porque si sus sufrimientos corporales marcaron sus manos y sus pies, los sufrimientos de su desamparo marcaron su corazón. Permanecen allí, expresando el lugar eterno que ocupamos en ese corazón divino del Salvador, “ese corazón que sufrió por nosotros”.

3 - “La muerte y el desamparo pasaron por tu alma”

El culto es el servicio más maravilloso que se ha confiado a los hombres. Y, sin embargo, la mayoría de los cristianos no dan el primer lugar a este servicio, ni mucho menos. Aquí encontramos otra victoria de Satanás en sus esfuerzos por desviar la atención de lo esencial.

La esencia del culto es la perfección de la víctima y de su obra, presentada ante la mirada de Dios. Es cierto que no hay culto para los redimidos sin el recuerdo del sacrificio por el pecado, como encontramos en la apertura de la alabanza del capítulo 1 del Apocalipsis, pero cuanto más nos fijemos en las perfecciones de la víctima misma, más se llenarán nuestras cestas para el culto. Y estas perfecciones brillan de manera incomparable en este Salmo: son las glorias de Jesús en sus sufrimientos en la cruz.

En la Palabra se habla relativamente poco de estos sufrimientos; no se nos dice cuáles fueron, pero se sobreentienden cuando él habla de sus iniquidades (Sal. 40), de sus faltas y de su locura (Sal. 69), o, en el Salmo que nos ocupa, del desamparo de Dios. Se disciernen cuando la Palabra nos habla de esa espada que se levanta contra el pastor Jehová, contra el hombre que es su compañero (Zac. 13), cuando el Señor menciona que las aguas le han entrado hasta el alma, que está en un lodo profundo y que la corriente le sumerge (Sal. 69). Son cosas insondables para la mente humana y que solo podremos comprender en la eternidad. El versículo 2 de nuestro Salmo, así como los versículos 14 y 15, nos dan una idea de la intensidad de los sufrimientos de aquel que ha sido así desamparado por Dios y golpeado por él. «Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo». Él, que en el Salmo 63 dice: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré…», debe reconocer aquí: «Clamo de día, y no respondes…». Se dirige a su «Dios fuerte» (Is. 9:6), pero no obtiene respuesta. Sin embargo, es muy notable ver que el Señor tiene el rostro vuelto hacia Dios y derrama ante él su queja. Si su oración no tiene acceso a Dios, como está escrito en las Lamentaciones de Jeremías (3:8), sin embargo, Dios sigue siendo el objeto de su corazón y el motivo de su vida. La perfección suprema del Señor Jesús se manifestó así en sus propios sufrimientos en la cruz; allí se demostró de manera absoluta lo que él es; y es la perfección de la víctima lo que presentamos, como adoradores, a Dios su Padre.

En este Salmo no solo contemplamos las perfecciones de la naturaleza del Señor, sino también las perfecciones de sus sentimientos y, en particular, la confianza que se manifiesta en ese mismo momento. Mientras Jesús está clavado en la cruz, proclama la santidad de Dios: «Pero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel» (v. 3). Se une a Israel al reconocer que Jehová es digno de sus alabanzas, al tiempo que mide lo que es la santidad de Dios al soportar el peso de toda su ira contra el pecado. No era posible para la santidad de Dios que los hombres pecadores se reconciliaran con él, a menos que se ofreciera una víctima perfecta por ellos. Se necesitaba la perfección de esta víctima pura y sin mancha para responder a la santidad divina. El Señor Jesús, con su muerte en la cruz, dio a su Padre la oportunidad de manifestar su gloria por la eternidad. Se ha dicho que, aunque no hubiera ningún pecador que salvar, el Señor habría dado su vida para que la gloria moral de Dios se manifestara eternamente.

En los versículos siguientes, Cristo recuerda la fidelidad de Dios, que siempre ha liberado sin excepción a quienes confían en él. El Señor mismo había invitado a confiar en Dios, y aquí está, públicamente ante los hombres, ante los ángeles, ante toda la historia, obligado a proclamar que él mismo ha sido desamparado por Dios.

¡Qué motivo de asombro para los ángeles que contemplaban esta escena extraordinaria! En efecto, el Señor declara en el versículo 4: «En ti esperaron nuestros padres… y tú los libraste». Nunca se había visto en toda la historia de la humanidad a un hombre que, confiando en Dios, fuera abandonado por él. En apariencia, Dios se negaba a sí mismo. En el Salmo 69, el Señor, intercediendo por los suyos, pide que no sean confundidos por su causa. Ruega que el desamparo del que es objeto no sea escándalo para los santos, piedra de tropiezo para los que buscan a Dios y que, a causa de tal espectáculo, pudieran dudar de su fidelidad. Guardando las proporciones, este es el sentimiento que llevó a Pablo a decir en sus tribulaciones: «No desmayéis a causa de mis aflicciones por vosotros, que son vuestra gloria» (Efe. 3:13).

Aquí, en los versículos 4 y 5, Jesús da testimonio de la fidelidad de Dios, que nunca había fallado a la fe de los padres ni a la de nadie. Pero en el versículo siguiente (v. 6) se presenta como un contraste. Y podemos considerarlo en su inconcebible humillación, su humillación sin igual: «Yo soy gusano, y no hombre…».

En los versículos 7 y 8 vemos cuánto sufrió el Señor por las burlas de las que fue objeto cuando estaba en la cruz, y principalmente por esta palabra pérfida de los principales del pueblo: «Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía». El corazón del Señor fue infinitamente sensible a esta flecha que estaba bajo la lengua de los hombres, según la expresión del Salmo 57: «Estoy echado entre hijos de hombres… sus dientes son lanzas y saetas, y su lengua espada aguda». Se le acusaba, como en otro tiempo a Job por sus amigos, de no haber agradado a Dios: «Que le libre ahora… si lo quiere» (Mat. 27:43). Esto es también lo que confesará más tarde el remanente, diciendo: «Nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido…» (Is. 53:4). Mientras que Job, que anteriormente no había pecado con sus labios, vaciló ante esta prueba, Cristo se mantuvo firme y se manifestaron sus propias perfecciones.

A este desafío: «Que le libre ahora… si lo quiere», es valioso escuchar, como un eco que viene del otro lado de la resurrección, la respuesta del Señor Jesús: «Me sacó a lugar espacioso; me libró, porque se agradó de mí» (Sal. 18:19). El desafío se dirige, por otra parte, al mismo Jehová, y podemos pensar en lo que significó para el corazón de Aquel que, en el Jordán, abrió los cielos para declarar: «En ti me complazco» (Marcos 1:11). Por otra parte, observemos que los propios testigos comprueban aquí que, en ese momento supremo, Cristo confía en el Señor.

Parece que en el versículo 9 el Señor invoca a Dios. Si los hombres pensaban y decían que no había agradado a Jehová, de lo contrario habría sido liberado, Cristo expresa su certeza interior de que, desde el seno de su madre, se confió a Dios. Se puede contrastar con Job, quien, en el día de la prueba, pasando por el crisol, exclama: «¿Por qué no morí yo en la matriz?» (Job 3:11).

Un detalle que pone de relieve esta confianza del Señor es que, en el momento de su desamparo, no dice «oh Dios», como en el Salmo 63, por ejemplo, sino «mi Dios» (v. 1-2 y 10). Es un detalle en cuanto a la palabra, es una verdad infinita en cuanto a lo que ese detalle pone de manifiesto.

El Señor realiza plenamente la fidelidad en la confianza que tan poco conocemos y que, sin embargo, es una de las grandes virtudes de la fe. ¿Durante cuántos instantes al año confiamos en Dios? Nos apoyamos más fácilmente en las circunstancias, en los hombres o en todo tipo de cosas. Jesús podría haberse apoyado en su poder divino; podría haberse protegido, haber encontrado una salida en muchas ocasiones; nunca lo hizo. Así, en la barca, mientras dormía: solo cuando su confianza se manifestó plenamente pudo hablar como Dios, calmando el viento y el mar. Toda su vida en el secreto no fue más que eso. La confianza perfecta, manifestada constantemente hasta entonces por el Señor, le permite hablar como lo hace en circunstancias tan terribles. Ahora bien, precisamente él, el único que demostró que se podía confiar absolutamente en Dios, él mismo, después de haber trazado públicamente este camino, proclama que el Dios en quien confió lo abandona, pero proclama al mismo tiempo que, sin embargo, sigue confiando en su Dios. No hay aspecto más elevado de la perfección de Cristo.

Si solo hubiera sido la vida del Señor aquí, esa vida de confianza ya habría sido algo maravilloso. Pero para gloria de Dios le habría faltado lo más bello y glorioso. Era necesaria esta circunstancia inaudita del desamparo para poner de manifiesto la verdadera medida de la perfección de Cristo manifestada en su confianza. Nadie podrá decir: Cristo se confió porque Dios estaba con él, o porque no tenía pecado y es más difícil para un hombre cargado de pecado confiar en Dios. Vemos a Cristo confiar en Dios cuando Dios estaba en contra de él, como nunca estará en contra de nadie. Permanece perfecto, fiel a sí mismo hasta el final de la prueba.

Si podemos disfrutar de las consecuencias de esta confianza en Dios, lo debemos exclusivamente, como creyentes antes y después de la cruz, al hecho de que Jesús atravesó estos sufrimientos sin flaquear y sin ningún apoyo. ¿Qué invadiría el alma de cualquier pecador, como somos nosotros, en una prueba mucho menos intensa que esa? Es la desesperación, la desesperación que se apodera de un hombre cuando ya no tiene ningún apoyo. Pero Jesús no tiene ningún apoyo a su alrededor, ni de los ángeles ni de Dios. Y, sin embargo, no le faltaba nada en cuanto a su confianza; Jesús confiaba en Dios cuando no había ninguna razón externa para hacerlo. Solo había una razón para su confianza, de orden interno: su propia perfección.

Era necesario que se produjera esta prueba sin parecido, pues de lo contrario nunca se habrían abordado los problemas morales esenciales. Pero ahora todo es perfecta seguridad; cualquier cuestión moral que se plantee, se encuentra resuelta en la cruz. Satanás tampoco tiene nada que decir; tiene la boca cerrada; la tuvo durante la vida de Cristo y la tiene tras la muerte de Cristo. Aquí vemos el triunfo absoluto del hombre perfecto sobre todas las consecuencias del mal.

¡Cuán grande es la obra que ha necesitado la entrada del pecado en el mundo! La desconfianza se sembró en el corazón de Adán y Eva en el momento de la caída. Fue necesaria la confianza de Cristo hasta el abandono mismo para restablecer la confianza del hombre en Dios, y fue necesario que Dios fuera glorificado de una manera infinitamente superior por la confianza que tuvo Jesús durante esas 3 horas. La gloria de Dios ofendida por la desconfianza exigía esta medida.

Tenemos una tendencia fácil a considerar estos hechos de manera general y superficial, pero Dios desea que recordemos que todos estos sufrimientos fueron reales. Las verdades morales y espirituales son muy superiores a todas las demás realidades. Ahora bien, no hay una sola verdad moral que no se vea afectada por la cruz; todas las verdades se vacían en ella, todas las cuestiones se resuelven fundamentalmente en ella, para gloria de Dios, para gloria de Cristo y para bendición de los elegidos. Por eso, ocuparse de la cruz es ocuparse de lo más maravilloso y santo que existe. No hay nada más excelente que estudiar la cruz.

El amor, la confianza, la obediencia, la dependencia en todos los aspectos, todos estos rasgos variados de la vida divina, es lo que Jesús nos hace contemplar en su vida y, sobre todo, en su muerte. De eso se alimenta la Iglesia.

4 - “La profunda humillación, la total obediencia…”

Este cuadro en el que contemplamos a Jesús como objeto central del odio del hombre es de una grandeza que nos supera. Está ahí, en la cruz, sin responder a las burlas, a los sarcasmos, a los insultos de todos, incluidos los de los malhechores que están a ambos lados. Sin embargo, a pesar de todo lo que los hombres pueden infligirle, sus pensamientos no se distraen de su Padre; se dirige a él. No tiene nada que decir a los hombres, pero habla a su Dios con total confianza.

Del versículo 12 al 18, el Señor expresa ante Dios sus sentimientos en la terrible situación en la que se encuentra: elevado de la tierra, en medio de los malvados; y la exposición de su angustia le lleva en el versículo 19 a clamar a Jehová: «Fortaleza mía, apresúrate a socorrerme».

Parece que en estos versículos se distinguen 2 categorías de malvados. En el versículo 12 se habla de muchos toros y de los poderosos de Basán. Entendemos que se trata de todos aquellos que habían recibido autoridad, los jefes del pueblo, los gobernadores, que asistían a la crucifixión y se burlaban de Jesús con el pueblo (Lucas 23:35). En el versículo 16, la expresión «perros… me ha cercado cuadrilla de malignos» (v. 16) parece referirse a los soldados romanos, la plebe, la multitud anónima. Todos estaban de acuerdo en llevar a cabo su fechoría.

Al mismo tiempo que describen la actitud de estas 2 clases sociales, estos versículos nos presentan 2 causas diferentes del sufrimiento del Señor. En primer lugar, está lo que Cristo sentía por parte de aquellos que afirmaban su fuerza y autoridad contra él, mientras que el segundo grupo (v. 16 y sig.) nos presenta más bien lo que sufría porque lo miraban en su vergüenza (v. 17-18). Por un lado, sentía los sufrimientos causados por la dureza despiadada, la crueldad de quienes se aprovechaban de su debilidad; por otro lado, lo que quizá era aún más penoso para él, sentía profundamente los que le infligían esos perros, que siempre representan animales impuros, y que lo contemplaban sin el menor miramiento moral, regocijándose de su vergüenza. Ante el Señor, que aceptaba estar expuesto a sus miradas en su sufrimiento, todo su desbordamiento moral se desataba libremente.

Es bueno que ponderemos estos 2 tipos de sufrimientos que padeció allí el Señor por parte de los hombres; y cuando, al contacto con toda esa violencia y toda esa ignominia, buscó consuelo en Dios, fue entonces cuando tuvo que decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» El hombre aprovechó la ocasión para mostrar toda su maldad contra alguien que se ofrecía, si se atreve decirse con toda reverencia, como un blanco perfecto para la violencia y la corrupción del corazón humano.

Por lo demás, si bien encontramos 2 clases de personas alrededor de la cruz, en realidad ambas las abarcan: los pobres y los ricos, los cultos y los rudos, todos los grados de la escala social están allí. Pero Dios no tiene tiempo que perder con estos aparentes matices a las que damos tanta importancia, y el mismo hombre es a veces como un toro o un poderoso de Basán, a veces como un perro que se regocija de la vergüenza ajena. Esto nos llena de confusión, con razón. No hay millones de hombres diferentes ante Dios; hay 2 hombres y solo 2: el primer hombre y el segundo Hombre. Ambos están aquí, uno frente al otro. La verdadera historia del mundo la leemos en estas horas de la cruz. En ellas tenemos, en trazos definitivos, lo que es el mundo, lo que es el hombre. No es necesario leer todo lo que han escrito los hombres para saber quién es el primer hombre; no encontraríamos nada más de lo que tenemos aquí, ante una luz moral perfecta. La realidad de la historia del mundo y del hombre está ahí, en esta escena inaudita en la que el hombre perfecto es pisoteado moralmente, insultado por esos perros que lo contemplan y se burlan de él en su vergüenza, públicamente, como ninguno de nosotros querría soportar ni un solo instante. Es un cuadro permanente: el corazón abierto de Cristo y el corazón abierto del hombre frente a frente. Y podemos ver también la grandeza insondable del corazón de Dios que, sabiéndolo todo de antemano, entregó a Aquel cuya perfección se manifestó así, para la salvación de una humanidad cuya maldad era, en ese mismo momento, absoluta y definitivamente demostrada. Todo lo que hay aquí es inexpresable; la eternidad no agotará su meditación.

Hay aquí una incomparable belleza moral frente a una fealdad total. En las comparaciones que hace el Señor sobre todos estos hombres, podemos detenernos ante el estilo divino que nunca cae en el realismo trivial o fuera de lugar de los hombres y que describe esta escena con una precisión de expresión unida a una delicadeza perfecta. La actitud del Señor, caracterizada por una debilidad total, una ausencia completa de energía se opone absolutamente a la de los toros y los poderosos de Basán. Vemos a hombres morir defendiéndose, mientras que Cristo manifiesta una aceptación total del sufrimiento sin la menor resistencia. Esto se encuentra especialmente en el versículo 15.

Otra manifestación de la sumisión del Señor es que no se detiene en las causas secundarias. Lo ve todo, lo dice, pero declarando: «Y me has puesto en el polvo de la muerte» (v. 15). ¿No fue de la mano misma del Padre de quien tomó en Getsemaní la copa que ahora bebía?

Otro rasgo ante el que hay que detenerse es que el Señor no levanta la cabeza en medio de toda esta vergüenza y este dolor. Un hombre puede reaccionar enorgulleciéndose, desafiando a los demás; es una actitud defensiva, pero Cristo no recurre a ninguna forma de defensa; acepta, confiesa y proclama públicamente la situación en la que se encuentra. Aquí brilla la perfección absoluta; puesta a prueba de la manera más terrible, triunfa. No le ayuda nada ni nadie. Todo y todos están contra él: Dios está contra él, todas las clases de hombres están contra él, los principados, Satanás y los demonios también están contra él. Es crucificado en debilidad, aparentemente reducido a la impotencia, y sin embargo es en ese momento cuando despojó a los principados y a las potestades y los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz (Col. 2:15). Todos los esfuerzos de Satanás y del hombre, de los que Satanás se sirvió para empujar al Señor a protegerse y a sustraerse al sufrimiento, todos esos esfuerzos fueron vanos, de modo que el ejemplo del Señor es evidentemente único. No ha habido ningún dolor como el suyo, nada se le acerca.

Por una parte, en efecto, todos los demás dolores humanos son dolores de pecadores y, por ello, a menudo son en gran parte merecidos. Por otra parte, nunca ha habido una aceptación perfecta del dolor como esta. El Señor no es admirable porque sea un héroe y desafíe a sus enemigos. Lo es porque se somete absolutamente. Es la prueba de su perfección: se trataba de ver si esta perfección sería más fuerte que todo el sufrimiento que se le había preparado, y el sufrimiento que se le había preparado estaba relacionado con la resolución de toda la cuestión del bien y del mal. Esta resolución fue absoluta y conforme a Dios. El problema ya no se plantea, Satanás lo sabe bien.

Si la cuestión de la confianza ha quedado zanjada, también lo ha quedado la de la sumisión perfecta. Sabemos, en efecto, que en ese momento se presentó el Enemigo: «Si eres Hijo de Dios… baja de la cruz…» (Mat. 27:40). El diablo se sirvió de los hombres para procurar tentar a Cristo: «Sálvate a ti mismo…». No podemos sino postrarnos ante esta sumisión perfecta que muestra el amor que el Señor tenía por su Padre. Satanás, en ese momento decisivo, empleó todos sus medios; unió todos sus esfuerzos en un intento supremo por vencer la resistencia y la fidelidad del Señor. Todo lo que estaba en juego entonces en cuanto al poder del diablo es un hecho muy solemne sobre el que la Escritura es particularmente sobria en detalles. Pero ¡qué precio debemos ahora atribuir a la victoria de Cristo! El poder de Satanás está hoy quebrantado, su derrota es consumada.

Qué es, en sí mismo, el mal misterioso que penetró en el mundo, por qué Dios permitió su entrada y, antes de ella, cuál fue la caída de Satanás, todo eso no se revela. Pero sabemos que es en relación con el hombre, en el hombre y por medio del hombre como debía realizarse el triunfo del bien sobre el mal. Es en el Hombre donde Dios se ha manifestado y glorificado. No es en los ángeles; los ángeles no tienen parte en esta alabanza que no es su cántico. Se puede decir que Dios debe el despliegue de su gloria al Hombre, es decir, a Cristo, a su venida a este mundo y a su muerte en la cruz para resolver, durante las 3 horas de tinieblas, la espantosa cuestión del pecado. Es al Hombre Cristo Jesús a quien Dios debe la gloria que adquiere allí en la redención. Este triunfo del bien sobre el mal es algo infinitamente superior al mantenimiento de la inocencia. Dios encontró en ello la ocasión de revelarse. Si queremos saber quién es Dios, lo encontramos en la cruz; si queremos saber quiénes somos, es también en la cruz donde lo aprendemos y es allí donde siempre debemos volver. La Epístola a los Romanos nos da el razonamiento espiritual de la cosa, pero aquí tenemos el hecho, como en ningún otro lugar. Es el corazón del hombre de todos los tiempos, en su estado natural, el que se manifiesta allí, pero es el mismo en todas partes. La cuestión ha sido definitivamente resuelta por Cristo para Dios. También debe ser resuelta como juicio interior en cada uno de nuestros corazones. Su realización práctica en nosotros, sin duda, deja mucho que desear, pero al menos estemos plenamente convencidos de que todo lo que somos en nuestro estado natural se manifiesta y se resuelve en la cruz. Hemos dado un paso enorme cuando llegamos a esta convicción.

Nuestro yo ha sido desenmascarado en la cruz. Se ha mostrado tal como es y ha sido condenado, de modo que los cristianos, instruidos por Dios, ya no se hacen ilusiones. Todos los esfuerzos morales o materiales por embellecer al hombre son vanos; no son más que un intento inútil de olvidar o rechazar la fuerza de la verdad en el alma. Pero es una maravilla que Dios nos haya dado a conocer estas verdades definitivas; ya no tenemos que dudar sin cesar, buscando, como hacen todas las filosofías del mundo, el punto final de la verdad. Está perfectamente revelada; solo nos queda sacar las conclusiones.

Las posibilidades del hombre han quedado manifestadas: toda la gama de crímenes, y el crimen que los supera a todos es el asesinato de Cristo. Ya estaba germinando en el gesto de Caín. Dios no nos halaga; su amor nos enseña lo que debemos saber para nuestro bien sobre lo que somos y sobre lo que él mismo es. Ahí se abre el camino de la felicidad.

Si las horas de la cruz duraran aún, la escena no estaría más presente a los ojos de Dios. Para Él, el mundo es siempre idéntico a sí mismo, tal como se manifestó durante las 6 horas de la cruz. ¡Pero nosotros lo olvidamos tan fácilmente! Alguien ha dicho que, si fuéramos fieles, deberíamos comportarnos como si la muerte de Cristo hubiera ocurrido ayer. Si conserváramos, en verdad, el sentimiento de que la escena de la cruz acaba de suceder, ¡cuánto estaría impregnada toda nuestra vida del valor del sacrificio ofrecido, del precio pagado por nuestra redención, así como del horror del mal en la medida de lo que costó su abolición!

Todas estas cosas, todas estas escenas, todas estas verdades nos invitan, cuando estamos alrededor de su mesa, a recordar la muerte del Señor con gozo, ciertamente, pero también con qué gravedad, con qué recogimiento, con qué moderación… ¡y con qué silencio!

5 - “…El ultraje cruel, el oprobio sangriento con que te abrevó el mundo…”

Los versículos 16 l 21 nos hacen discernir la delicadeza sin igual del Señor y los sufrimientos que padeció a este respecto. Exteriormente era un hombre como los demás, pero, entre otras diferencias, había en él una nobleza y una distinción moral infinitas. Aquí se presentan pisoteadas por esos perros que eran los hombres enfurecidos contra él. ¡Qué ceguera era la de ellos, la nuestra, para atreverse siquiera a poner las manos sobre el cuerpo del Señor! Él se ofreció a esta humillación sin protegerse, tampoco allí.

Si hubieran tenido la más mínima delicadeza, no se habrían atrevido a mirarlo en la cruz. Hay cosas que no se miran. Un mínimo de consideración exige apartar la mirada de alguien que sufre, con un sentimiento de confusión. Ellos, por el contrario, están allí, cínicos, sin piedad. Lo miran, lo tocan, se reparten sus vestiduras sin el menor pudor. Se dice varias veces: «Me han rodeado… me ha cercado» (v. 16), para subrayar la violencia y la maldad de esos hombres impuros. Todos estaban unidos contra el Santo y el Justo. Eran unánimes en su ensañamiento contra el Crucificado.

Estas expresiones de la Palabra son muy elocuentes; evocan la saña, la crueldad salvaje de los perros, esa cobardía también manifestada hacia aquel que estaba allí indefenso. Así era el corazón del hombre, rebosante de odio contra su Creador, que había venido a él y lo había hecho para hacerle bien; una verdadera jauría, gritando contra él, que era perfecto, que era la expresión misma de la dulzura y la bondad. Sabemos cuáles pueden ser las reacciones feroces de una multitud en la que se revelan y se dan rienda suelta los instintos más bajos porque son anónimos.

Estos versículos nos muestran cuánto fue herido el corazón del Señor. Esas multitudes hostiles, atraídas por una curiosidad impura al espectáculo de la crucifixión y que eran, como podemos suponer, especialmente numerosas durante esos días de Pascua, eran las mismas a las que él había enseñado, curado y alimentado en el desierto con solicitud y compasión, las mismas que querían hacerlo rey o que lo aclamaban unos días antes cuando entraba en su ciudad real de Jerusalén. ¡Cuán sensible debió de ser para él esta ingratitud! Se comprende que su corazón se derritiera como cera ante tal odio del hombre contra él. Las expresiones empleadas aquí son extraordinarias: «Mi corazón… como cera… derritiéndose en medio de mis entrañas»; estoy «derramado como agua». Hubo violencia, odio, ingratitud y burla; todo se volvió contra él. Todo lo que el corazón del hombre es en maldad se manifestó plenamente en la cruz.

Basándonos en los sentimientos naturales, podemos observar algunas diferencias entre los hombres en cuanto a su forma de actuar. Algunos, ante la vergüenza de otro, harán un gesto para cubrirla en la medida de lo posible. Pero aquí todos, sin distinción, son ignominiosos, y después de esta escena ya no se puede confiar en modo alguno en la delicadeza moral del corazón humano ni en la percepción de las conveniencias que el hombre debería haber tenido hacia Dios y hacia el Bien perfecto. El Bien perfecto se ofreció, y el hombre, sin estar de acuerdo, se aprovechó de ello de la manera más absoluta para revelarse luego tal y como es. Aquí ya no es hipócrita.

Así queda definitivamente demostrada la ruina total del hombre, así como la imposibilidad de un contacto con Dios. Solo hay un contacto posible entre el hombre en su estado natural y Dios: el juicio, si es que se le puede llamar contacto. No decimos esto para menospreciar al hombre, pero si los sufrimientos del Señor y su gloria moral son una cara de la verdad, hay otra que es inseparable de ella, a saber, la triste condición del hombre. Dios no necesitaba, para estar convencido de ello, poner a prueba al hombre presentándole a su Hijo; conocía esa condición desde la caída. Pero nosotros lo necesitábamos, y necesitábamos ver así nuestro retrato. ¡Qué personas deberíamos ser en este sentido ante los hombres que tienen tan alta opinión de sí mismos! ¡Cuánto deberíamos distinguirnos de ellos y no temer decir en ocasiones lo que es el hombre a los ojos de Dios! Que no se hable, pues, de tacto o delicadeza natural; en ese plano, el hombre está clasificado. En las relaciones entre los hombres, eso puede tener su valor, pero Dios ha experimentado, Cristo ha experimentado lo que el hombre puede hacer desde el punto de vista de la delicadeza moral: regocijarse con malicia de la vergüenza de Jesús. Y lo que dice aquí el Señor, porque es siempre él quien habla, muestra cuán sensible es a ello: «Me miran y me observan». Él lo sentía mucho más que nosotros porque era perfecto; el pecado no había embotado su sensibilidad, una sensibilidad divina.

«Contar puedo todos mis huesos»; ¿no es esta la declaración de su vergüenza corporal expuesta ante todos los ojos? Todos sus huesos estaban visibles. El trabajo, el cansancio, los sufrimientos habían sido la parte del Señor y su cuerpo daba testimonio de ello. Y es también una expresión de fe, ya que, según la Escritura, ninguno de sus huesos debía ser quebrado (Sal. 34:20). Parece que los huesos son el símbolo de la voluntad del hombre. Un hombre puede resistir porque tiene huesos, y en varios pasajes de las Escrituras, en figura o en realidad, se encuentra que Dios está obligado a quebrar los huesos para poder bendecir. «Molió todos los huesos…», dice Ezequías (Is. 38:13). Pero en el Señor no había nada que quebrar, debido a esa ausencia de voluntad, o más bien debido a esa profunda voluntad de hacer la voluntad del Padre hasta la muerte, inclusive.

Se intuye que nunca ha existido un hombre que, teniendo el poder de sustraerse a tales miradas, no lo hubiera empleado. Nadie con ese poder soportaría el dolor de una humillación semejante por parte de los hombres, ¡y de qué hombres! Sí, nosotros, que somos tan dados a rodearnos de honores, a adornarnos y a engalanarnos, leemos lo que aquí se dice: «Repartieron entre sí mis vestidos» (v. 18); y sabemos lo que dice el Evangelio al respecto. El Señor habla como quien, consciente de todo, lo acepta porque es necesario. En otro lugar puede decir: «Tú sabes mi afrenta, mi confusión y mi oprobio; delante de ti están todos mis adversarios. El escarnio ha quebrantado mi corazón» (Sal. 69:19-20).

En general, en nuestros cultos, en nuestras meditaciones y en nuestros sentimientos, hay lugar para recordar esto. Ciertamente, no es la expiación, pero sin esta perfección, por así decirlo previa, de

Cristo ante estos ultrajes, la expiación no habría sido posible. Si hubiera habido el más mínimo pensamiento molesto en su corazón ante tantas cosas espantosas que hay en todos nuestros corazones, no habría podido ser la víctima santa. ¿Por qué Cristo, que vino a la tierra esencialmente para cumplir la obra de la expiación, tuvo que pasar también las 3 primeras horas de la cruz, durante las cuales aún no se enfrentó a la ira de Dios? ¿Por qué, si era en su muerte donde se iba a lograr la redención, tenemos en la Palabra el relato de su vida de hombre de dolores, y en particular de esos últimos momentos en los que el odio de los hombres se derramaba contra él sin medida? ¿No se le podría haber ahorrado eso? No; entre otras razones, era necesario que Jesús se manifestara como un sacrificio perfecto, y todas las pruebas atravesadas antes de las terribles horas de la ira tuvieron ese maravilloso resultado. En el crisol del sufrimiento se puso de manifiesto un oro perfectamente puro. Todo se conjugó, por un lado, para poner de relieve su perfección y, por otro, para impedir que fuera perfecto. Es una escena inaudita ante la cual nuestras almas quedan confundidas.

En estos 2 párrafos, versículos 12 al 15 y versículos 16 al 20, vemos manifestarse en cierto modo los 2 rasgos del pecado: la violencia, por un lado, y por otro, la corrupción y sus efectos: la vileza, la bajeza. Cuántas veces hombres que aparentemente se avergonzarían de golpear a su prójimo se muestran moralmente bajos en su forma de actuar y de hablar. Todos debemos tener cuidado con esta perfidia de nuestra naturaleza humana. La bajeza moral del hombre se encuentra en todas partes, nada la cambia. Hay cosas que la ocultan más o menos; quizá se manifieste más fácilmente en ciertos entornos calificados efectivamente de bajos, pero se descubre fácilmente en todos los entornos. La educación, incluso la cristiana, no sirve de nada. La frena, pero no la destruye. Solo la naturaleza divina dada al hombre en su conversión es capaz de tener los caracteres de esta naturaleza. Sin el nuevo nacimiento no hay nada bueno en el hombre. E incluso cuando se produce la conversión, si la carne no se considera muerta, tarde o temprano tendrá que manifestarse.

Aquí se pone de manifiesto un sentimiento horrible, a saber, el odio hacia todo lo que nos supera moralmente. Caín fue un asesino porque las obras de su hermano eran justas y las suyas eran malas (1 Juan 3:12). Encontramos esto en estos «perros» como en estos «toros», lo encontramos también en nuestro corazón, ¿no es cierto? Es una especie de venganza contra aquellos cuya perfección nos juzga. Y eso es precisamente lo que el mundo hace sentir al creyente en la medida en que este es fiel, exactamente el mismo odio contra todo lo que es santo, contra todo lo que manifiesta el buen olor de Cristo. «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim. 3:12).

En ningún lugar como en esta escena de la cruz se demuestra que no existe comunión entre la luz y las tinieblas. No se le podía reprochar nada a Jesús, al contrario; por eso se vengaron de él. Pues bien, el Señor ha dado a sus testigos, a lo largo de los siglos, soportar algo semejante e incluso morir en la vergüenza. «En trabajo arduo y fatiga… –dice el apóstol– con frío y desnudez…» (2 Cor. 11:27). Son palabras que no valoramos mucho. Hay mártires a quienes el Señor ha dado por espectáculo en profunda humillación y han muerto honrándole sin tener malos pensamientos hacia sus verdugos. Tal fue Esteban. He aquí un hombre que muere ignominiosamente, lapidado, ensangrentado, destrozado, arrojado al suelo. Pero esta muerte es un verdadero triunfo; Esteban se parece a Jesús.

Adán y Eva, cuando cayeron, no pudieron soportar su estado y se cubrieron con hojas de higuera. Moralmente, eso es lo que hacemos nosotros, lo sabemos bien. Pero Cristo aquí, en total contraste con el primer hombre, despojado de todas sus vestiduras, soporta en todos los aspectos y ante todos los ojos la consecuencia de la falta de ellos. Esta humillación de Jesús, que debemos saber leer entre líneas, esta humillación pública, esta ausencia de todo lo que podía ocultarlo, el creyente lo adora porque a través de esta ignominia aceptada la fe discierne toda la belleza moral que era el secreto de la fuerza desplegada para ocupar tal lugar.

¡Cómo nos cambia esto de todo aquello con lo que tenemos un contacto inevitable cada día, y de todo lo que podemos encontrar en nosotros mismos! ¡Cómo nos hace comprender también que no podemos buscar un jefe o un modelo fuera de Él!

¡He aquí nuestro Jefe! ¡Nuestro Señor, nuestro Dios! Está en una cruz, despojado, humillado, destrozado, rechazado por todos, objeto de odio, desprecio, burla y repulsión. ¿Estamos orgullosos de ello? ¿Nos gloriamos de pertenecer a un tal maestro y de adorar, ante los ojos del mundo, a un hombre crucificado? ¿Y buscamos en este mismo mundo otro lugar que el suyo?

6 - “Tú destruiste todo el esfuerzo, de la Gehena y de la muerte”

Después de los versículos 16 al 18, tan notables por su precisión profética, cuya realidad completa debía conocer Cristo “para que se cumpliera la Escritura”, invoca a quien había sido su fuerza durante toda su vida (v. 19-21). En Getsemaní había ofrecido «oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía liberarle de la muerte» (Hebr. 5:7). Es a él a quien se dirige, en el mismo momento en que debe exclamar: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?». Ya le hemos oído decir en el versículo 11: «¡No te alejes de mí!». Repite esta súplica en el versículo 19: «Mas tú, Jehová, no te alejes». No dice: “Dios mío”, sino: «Jehová», tú que no cambias, tú que siempre has sido fiel, tú que siempre has sido mi fuerza y mi salvación. ¿Quién podrá sondear estas ardientes oraciones del Señor? ¿Quién podrá medir la angustia y el terror de su alma durante esas horas tenebrosas? «Jehová, no te alejes». Se daba cuenta de que Jehová se alejaba de él, que estaba obligado a alejarse de él.

Vemos el terrible ataque que el Enemigo lanzó contra Cristo durante esas horas en las que el Señor había dicho a los hombres, instrumentos de Satanás, que habían venido a arrestarlo: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lucas 22:53). Como antaño el filisteo revestido de todas sus armas, el Enemigo avanza aquí con todo un arsenal de violencia, maldad, malicia y corrupción. ¡Qué grito de dolor se escapa del corazón del Señor en ese momento! Siente toda la furia de Satanás, su ira, su odio en múltiples formas. Entonces exclama: «Sálvame de la boca del león» (v. 21).

No parece que se pueda llamar propiamente lucha a lo que ocurrió en la cruz entre Cristo y Satanás. En efecto, aquí no hay lucha, como en el desierto, donde Jesús respondía al adversario con la espada irresistible de la Palabra de Dios, o como en Getsemaní, donde la angustia de la lucha hacía caer su sudor como gotas de sangre sobre la tierra. Satanás lo asalta, ciertamente, y desesperadamente, pero se ensaña contra un Cristo indefenso que ya no tiene batalla que librar, habiendo aceptado la copa, y que no le opone ninguna resistencia. Las flechas y los dardos encendidos del príncipe de las tinieblas se agotan en vano contra la perfección de nuestro Señor Jesucristo. Y así fue como se obtuvo el más resplandeciente de los triunfos, una victoria que no está consignada en los anales de los pueblos, pero que exaltará durante la eternidad el cántico de los redimidos. “¡Tuya es la victoria, Jesús, en la cruz!”.

Aunque hay que ser prudentes en la interpretación de las expresiones que describen los diversos sufrimientos del Señor, parece que, en la espada, la pata del perro y la boca del león se puede ver lo que Cristo padeció respectivamente por parte de Dios, del hombre y de Satanás. La espada de Jehová se despertó entonces contra el hombre que era su compañero. Recordemos que el grito del primer versículo se expresó al final de las 3 horas de tinieblas, hacia la novena hora. Cuando el Señor, en medio de los dolores infligidos por los hombres y Satanás, clama a Dios, es para constatar que tampoco por ese lado hay nada para él; y no solo no hay nada para él al volverse hacia Dios, sino que tiene a Dios en su contra. Y esto es precisamente lo que se ha podido llamar “el misterio de los misterios”. Su grito a Dios en presencia del sufrimiento recibió como respuesta el abandono y la ira. A lo largo de su vida, como se ha señalado muchas veces, Cristo, por humilde y despojado que fuera –pues fue un hombre despojado, toda su vida fue la de un hombre que no tenía nada–, a lo largo de su vida tuvo a Dios con él y dio pruebas de fuerza y poder al realizar innumerables milagros.

Pero aquí, en la cruz, no hay el menor despliegue de poder exterior por su parte, no hay milagros, es debilidad. Por eso dice «mi fortaleza», al realizar la debilidad humana de manera absoluta. La cruz era eso para Cristo, el sentimiento de una debilidad completa y aceptada. Fue crucificado, está escrito, «en debilidad» (2 Cor. 13:4). Durante esas horas, como ya hemos considerado en alguna medida, no vemos ningún ejercicio de poder, ningún rasgo de heroísmo, ningún arrebato de voluntad como los que tienen los hombres, sino el abandono de toda voluntad, la aceptación consciente de todo lo que debía encontrar; y cuando pensamos que el Señor, que era Dios, creador de todo, que tenía en sus manos todo el poder, ¡confiesa aquí su debilidad! Es una maravilla moral que se suma a las demás. No oculta su debilidad más de lo que ocultaba su vergüenza. También aquí brilla su perfección total.

Como se ha dicho, hay fieles que a lo largo de los siglos han podido conocer algo de esta vergüenza en una muerte ignominiosa, pero entre ellos y el Señor, al margen incluso de la perfección, había una diferencia inmensa: los santos siempre pueden, en el momento de la prueba, contar con la ayuda de Dios, mientras que Cristo tuvo que experimentar que Dios estaba en su contra. Es precisamente por eso que todos los cristianos pueden estar seguros de que Dios nunca les fallará; nunca les fallará porque falló al único que merecía no ser abandonado. No hemos terminado de meditar sobre este punto, ya que lo haremos eternamente. Es muy importante que la Iglesia, en cada reunión, no lo olvide.

7 - “La obra de gracia está terminada, te sentaste en el lugar santo…”

A partir del versículo 21, toda la escena cambia. Entramos en el terreno de las consecuencias ilimitadas de esta obra infinita, y la primera de todas, presentada sin demora, es la alabanza de Cristo a Aquel que lo liberó en el momento oportuno. El Señor alaba a Dios en medio de los santos porque Dios lo ha liberado y nos invita a alabarlo con él, no en primer lugar porque nos ha salvado, sino porque ha resucitado a Cristo de entre los muertos.

Esta liberación de Dios, esta respuesta a Jesús, se puede decir que se manifestó de 2 maneras. La primera, en que al final de las 3 horas de desamparo, el Señor recuperó la comunión con su Padre, ya que dejó de decir «Dios mío» y dice «Padre», como encontramos en el Evangelio según Lucas. La segunda fue su resurrección y su elevación a la derecha de la majestad en las alturas. Esta es la respuesta definitiva.

Después de las 3 últimas horas, el Señor entrega su espíritu a su Padre. La obra de la expiación ha terminado. Pero queda por resolver la cuestión de la muerte y su terrible poder. En la cruz, se resolvió lo relativo al juicio de Dios y su ira, así como lo relativo a Satanás, ya que, cuando el Señor exclama: «Cumplido está» (Juan 19:30), ya ha obtenido la victoria. Pero aún tenía que tomar las llaves de la muerte y del Hades; tenía que pasar por todos los lugares a los que conducían las consecuencias del pecado. Una de esas consecuencias era la ira de Dios; Cristo pasó por ella durante 3 horas. Otra consecuencia era la muerte a la que todos los hombres estaban sujetos. El Señor entra en la muerte, penetra en ese reino del hombre fuerte con el poder de una vida imperecedera. Entra en la muerte que no podía retenerlo y sale de ella, habiendo quitado a Satanás esa poderosa arma, de modo que ya no es nada para Cristo y para los que están en Él. También con respecto a los demás hombres, la muerte está ahora en manos del Señor: él es «el primogénito de entre los muertos» (Col. 1:18).

La forma en que Cristo entró en la muerte tiene una gran importancia. No murió bajo la ira judicial, ya que primero recuperó el gozo de la comunión con su Padre. En segundo lugar, entra en ella consciente de haber completado totalmente la obra, pronunciando estas solemnes palabras: «Cumplido está». Luego, de nuevo, es gritando en voz alta como entrega su vida, prueba de que nadie se la quitaba y de que la entregaba por sí mismo, por mandato de su Padre. Por último, su dependencia y su confianza total brillan una vez más en este último acto, el de entregar su espíritu en manos de su Padre (Lucas 23, 46). A pesar de haber recibido el poder de recuperar su vida, así como el poder de entregarla, la perfecta dependencia del Señor, si es que podemos entrar en este misterio, no le permite ejercer este poder sin su Padre. La resurrección se presenta como una respuesta de Dios: «Líbrame de los cuernos de los búfalos» (v. 21).

Cuando la hora de la prueba terminó para Cristo, cuando el tiempo de su abandono llegó a su fin, llegó el momento de la liberación. Si Dios hubiera socorrido a su Hijo antes del momento oportuno, no habríamos sido salvados. Por otra parte, su amor por él no permitía que la prueba se prolongara ni un instante más de lo necesario (en nuestras pruebas, a nuestra escala, podemos tener la confianza de que la sabiduría de Dios, por un lado, y su amor, por otro, darán a nuestras pruebas exactamente la duración necesaria).

Lo que parece destacarse aquí, en los versículos 22 al 24, es la expresión del inmenso cambio que experimentó el Señor al pasar de horas terribles al gozo de la comunión con el Padre. Ahora bien, él quiere que sus hermanos sepan quién es el Dios que lo liberó de las 3 horas y de la muerte. Él conoce y aprecia el interés que estos pocos, a quienes llama hermanos, han mostrado por su dolor. «Jehová te oiga en el día de conflicto»: es el comienzo del Salmo 20, y aquí, después de los sufrimientos, cuando todo ha sido perfectamente atravesado, es el Señor mismo quien se expresa: «Líbrame…». Él, que intercedió para que aquellos que esperan en Dios, es decir, sus hermanos, no se sintieran confundidos ni escandalizados por su abandono (Sal. 69:6), tiene, como comprendemos, mucha prisa por anunciarles la maravillosa liberación de la que acaba de ser objeto. Su amor esperaba de sus discípulos, como ahora espera de nosotros, un profundo interés del corazón por las cosas que le conciernen, y muy especialmente en esta respuesta que Dios ha dado a su fe. Y este aspecto de la alabanza es quizás demasiado raro. En nuestro culto no debemos dejar de bendecir a Dios por la forma en que ha liberado a Jesús y así unirnos al gozo del Señor que adora y alaba a su Dios, su Padre, por este cambio, que ninguna lengua puede expresar, cuyo solo él conoce la profundidad, que lo hizo pasar de la ira de Dios a su más íntima comunión.

Si tuviéramos más conciencia de la terrible prueba a la que fue sometido el Señor y pensáramos más en su dolor, en su aislamiento, en su abandono, tendríamos más a menudo en nuestros corazones esta nota de alabanza para bendecir a Dios que liberó a Jesús de esas horas indescriptibles. Parece que esto no es frecuente en nuestro culto: bendecimos a Dios por lo que ha hecho por nosotros, pero muy poco por lo que ha hecho por Cristo. Las tinieblas, la ira, el abandono y luego el gozo pleno del rostro de Dios tal y como lo conoce Jesús, he aquí el cambio que aquí se da a entender y se celebra. Y podemos celebrarlo tanto más cuanto que, en cierta medida, ese cambio es también nuestro: hemos pasado de esa condición definida por el juicio de Dios, sin haberla sufrido, a la misma gracia de la que ahora goza Cristo.

«Anunciaré tu nombre a mis hermanos». No solo se apresura a dar a conocer la liberación de la que ha sido objeto, sino que quiere revelar a quien la ha obrado, porque el nombre es la persona misma. Ciertamente, el Señor había dado a conocer quién era Dios antes de ir a la cruz, pero la plena revelación de Dios no se hizo hasta después de las 3 horas. Todos los atributos divinos se manifestaron en la cruz del Calvario. Antes de ella, la revelación de Dios por Cristo era parcial; después de la cruz, se hizo plena.

«Manifesté tu nombre a los hombres que me has dado del mundo», dice el Señor en Juan 17:6, y más adelante: «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer» (v. 26). Aquí: «Manifesté tu nombre». En esta expresión, «tu nombre», se percibe todo el amor del Señor por el Dios de su liberación, un amor en el que su deseo más querido es hacer entrar ahora a aquellos a quienes llama sus hermanos. Esto es lo que añade Juan 17:26: «para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos». Sin embargo, este pasaje de Juan 17 es más general. Es lo que el Señor hizo durante su vida, tal y como declaró: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9), y es lo que sigue haciendo. Pero en el versículo de nuestro Salmo citado en Hebreos 2, hay un hecho más preciso, a saber, que el Señor quiere llenar el corazón de sus hermanos con el gozo que hay en el suyo, un gozo relacionado con la liberación de la que él ha sido objeto y que también es el suyo. Les da a conocer al Dios Salvador.

«Anunciaré tu nombre a mis hermanos» (v. 22), es como si el Señor dijera: “Voy a decir a mis hermanos qué libertador he encontrado en ti, les hablaré de ti tal como te he conocido en la liberación de la que he sido objeto”. Es una maravilla de la gracia que el Señor nos abra así su corazón sobre la forma en que, osaría decir, ha conocido a su Dios en sus liberaciones. Es cierto que Cristo, antes de sufrir y ser escuchado, nunca había pasado por eso; por eso tiene el corazón lleno de sentimientos y pensamientos que quiere compartir con sus hermanos.

¡Qué muestra de ternura introducir así a los suyos en un tema tan precioso para su propio corazón! Y es aún más maravilloso si nos detenemos a pensar que, cuando se trataba de que el Señor fuera golpeado, de sufrir la ira, no podía compartir esa parte con nadie. Pero cuando se trata de su gozo, la comparte con los suyos. ¡Cuán feliz sería el Señor si, al recordarlo en su muerte y en su liberación, hiciéramos eco del gozo y la alabanza que hay en su corazón hacia su Dios y Padre! Eso es lo que espera. Al meditar sobre estas cosas, nos damos cuenta de cuán pobres son a menudo nuestros cultos.

No hay que perder de vista que es un hombre quien habla aquí; es Dios, pero es un hombre, y es a este hombre, que glorificó a Dios en su muerte y a quien Dios liberó, a quien están unidos todos los santos. La palabra hermano, aquí, tiene un sentido más amplio que el que le damos entre nosotros en el sentido estrictamente cristiano. Por otra parte, en el momento en que el Señor revela el nombre de su Dios y de su Padre, después de su resurrección, el Espíritu Santo aún no había venido y la Iglesia aún no había comenzado. Sin embargo, la cita de este versículo en Hebreos 2 permite aplicarlo al pueblo cristiano. La obra de Cristo nos ha constituido en una familia sacerdotal. La bendición que deriva de la obra de la cruz se ha ejercido sobre todos los santos de antaño: Dios, por adelantado, pudo bendecirlos en Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Dios es nuestro Dios, tal es la consecuencia de la obra de la cruz. Parece claro que esta expresión: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos» no es solo la revelación de que Dios es nuestro Padre, sino también el progreso que el Señor quiere que alcancemos en el conocimiento y el disfrute de nuestro Dios y Padre, conocimiento que se profundiza en la medida en que nos alimentamos de la Palabra y vivimos en comunión con el Señor. Y es también la revelación de Dios en nuestras circunstancias particulares: “Para nosotros es un Padre”, dice el cántico.

Esta es, pues, la preciosa noticia que el Señor anuncia personalmente a los suyos con conmovedora prisa. Los ángeles del sepulcro dan testimonio de su resurrección, pero en cuanto a la nueva relación en la que su obra ha colocado a los suyos y al conocimiento de su Dios y Padre, el Señor no deja a nadie más la tarea de informarles.

Ahora bien, este es un conocimiento que siempre conduce a la alabanza. El Señor canta: «En medio de la congregación te alabaré», y desea que nos unamos a estas alabanzas. ¡Con qué atención debemos buscar su dirección en este servicio! «Cantaré con el Espíritu…» (1 Cor. 14:15): ¿no es esto, en definitiva, cantar en armonía con el Señor?

Es evidente que, si nuestros corazones están seriamente ocupados con su sufrimiento y su muerte, así como con su liberación y su gloria, entonces tendremos los oídos abiertos para escuchar su voz y estar listos para seguirlo, especialmente en la alabanza colectiva. Por el contrario, si nuestros corazones son ligeros, poco sensibles a lo que Dios ha hecho por nosotros, no tendremos nada que expresar, ninguna nota que añadir a su alabanza.

El Señor solo tiene una cosa en mente: la gloria de Dios. «Yo te glorifiqué en la tierra» (Juan 17:4). Había tenido esto ante él toda su vida; en la resurrección, sigue teniendo ante sí la alabanza y la gloria de Dios. Antes de la cruz, yendo al monte de los Olivos con sus discípulos, cantaron un himno. Cuando todo se cumplió: «En medio de la congregación te alabaré».

En un mismo pensamiento, asocia a su Padre y a sus hermanos. El vínculo está establecido. Piensa en Dios, piensa en los suyos. La obra de la cruz, no debemos olvidarlo nunca, es para Dios y es para el creyente.

Dejémonos humillar considerando cuantas veces nuestras actitudes, nuestras expresiones, nuestras actividades son convencionales. Esto se debe a que nuestro corazón no está realmente cautivado por la gracia divina. No nos falta el conocimiento intelectual, pero nuestro corazón está muy poco conmovido. Si lo estuviera como debería, ¡qué alabanza subiría a Dios y a Cristo por su obra incomparable! Si supiéramos realmente lo que es la gracia manifestada en Cristo, nuestros corazones se derramarían en agradecimiento, alabanza y adoración.

8 - “Tu cruz, del Padre santo, hace resplandecer la gloria…”

El Señor, que se sometió a la maldición y la soportó, abre ahora las puertas de la alabanza a todos los que le siguen en el terreno de la resurrección. Se constituye un pueblo de adoradores. No olvidemos nunca que la adoración es la parte más elevada del servicio actual de los cristianos; es la única parte que continuará eternamente y podemos repetir que no hay testimonio del Señor según su pensamiento, según su corazón, según su gloria, sin que primero se rinda el servicio de la alabanza. La primera Persona, y se puede decir la única a quien se le deben todos los derechos, es Dios. Jesús llevó a Dios a aquellos que llegaron a ser suyos. De modo que ahora nuestra parte no es otra que contemplar la gloria de Dios revelada en la Palabra, disfrutarla y, con el alma llena, bendecir a Dios por lo que es y por lo que ha hecho, bendecir a Jesús en su persona y en su obra.

¡Cuán diferente es esto de reunirnos simplemente porque estamos justificados! Nuestras bendiciones son innumerables, incalculables, pero no es para hablar de ellas que nos hemos reunido. Por encima de cualquier otro pensamiento, la gloria de Dios debe ocupar nuestro corazón. Dios, entonces, está ante el alma y la llena, Cristo llena el corazón de su Iglesia, la gloria de Dios y la del Señor absorben los pensamientos y los sentimientos. ¿Y qué es esta gloria de Dios que celebramos y adoramos? Es Él mismo. No adoramos solo cualidades, atributos, adoramos a alguien, al ser perfecto, al que es amor y luz. Alabamos a Dios porque es amor y no solo porque somos objeto de su amor; lo alabamos porque es luz y en él no hay tiniebla alguna, y lo hacemos en la medida en que nuestro corazón está lleno de luz, en que el corazón de la Iglesia está abierto con Cristo. Celebramos los atributos de Dios: es justo, santo, paciente, poderoso, lleno de majestad, sabio, fiel, invariable, pero sobre todo lo celebramos en su propia naturaleza, amor y luz.

Todos los actos, todas las palabras, todos los servicios, todos los sufrimientos de Cristo han culminado en este fin que siempre tuvo ante él y por el que soportó la cruz: la gloria de Dios. Él la reclamó, él la celebra y los santos la celebran con él. Todos los servicios de los cristianos, individualmente y como Iglesia, deberían contribuir de la misma manera a este único y exclusivo objetivo: la gloria de Dios; porque todo servicio que no tiene como fin la alabanza de la gloria de Dios no es un servicio tal y como lo entiende el Señor.

Al final del Salmo encontramos a Dios glorificado en diferente medida por varias categorías de redimidos que constituyen como un triple círculo en el que Cristo ocupa la posición central. En primer lugar, en el versículo 22, está la congregación, primera esfera realizada inicialmente en el residuo enteramente judío que rodeaba al Señor después de su resurrección (Juan 20). Este núcleo fiel se fundió en la Iglesia, en cuyo seno continúa esta primera alabanza, más ampliada, y adquiere una forma mejor definida y más profunda. No encontramos para las otras categorías el equivalente del versículo 24, es decir, la presentación de una razón profunda relacionada con la liberación de Cristo, como lo es en este primer círculo. La alabanza derivada de esta razón pertenece a la Asamblea, ya que la cita del capítulo 2 de Hebreos le aplica estos versículos.

En la segunda esfera, la de la gran congregación (v. 25-26), podemos ver la reunión de todo el pueblo de Israel restaurado, restablecido. Este pueblo, creado para la alabanza, como dice Isaías: «Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará» (cap. 43:21), estará en ese momento en condiciones de presentar esta alabanza, guiado por aquel que pagará «sus votos». En momentos de angustia, se pueden hacer votos a aquel de quien se espera la liberación, y cuando llega esta liberación, se pagan los votos haciendo lo que se había prometido. Esto es lo que encontramos en los Salmos 66:13-14 y 116:14.

Por último, el tercer círculo (v. 27 y ss.) es el de la alabanza universal que llenará la tierra durante el período milenario y que también es consecuencia de la obra de la cruz.

Para caracterizar estas 3 esferas en relación con la persona del Señor, podríamos decir que en la primera se nos aparece como la Cabeza del Cuerpo, el Esposo de la Iglesia; en la segunda, como el Mesías en relación con su pueblo; y en la tercera, finalmente, como el Hijo del hombre, cuyo dominio se extiende a toda la tierra.

Estas 3 clases, por otra parte, se encuentran en otros pasajes, en particular en el capítulo 12 de Juan: la primera clase nos la representa María ofreciendo su perfume; en la segunda, en la escena siguiente, vemos al Mesías entrar en Jerusalén aclamado por su pueblo; finalmente, en la tercera, son los griegos, gente de las naciones, los que desean verlo. Es sobre este tema que Jesús declara: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24); dice esto porque todos los elegidos son fruto de su obra.

Si retomamos este tema de la alabanza para considerarlo a lo largo del tiempo, vemos según las Escrituras que el culto judío ha llegado a su fin, y que el residuo judío creyente forma el núcleo original de la Asamblea, de modo que hoy en día no hay otra alabanza en el mundo hacia Cristo que la alabanza cristiana. Ya no hay altar; Dios ya no tiene religión terrenal. Esta alabanza del pueblo terrenal, de la que los apóstoles fueron representantes por un tiempo, ha llegado a su fin para dar paso a una alabanza celestial, aunque hecha en la tierra. Pero Dios no abandona esta idea de un culto terrenal en medio del pueblo elegido y, cuando llegue el momento, esta alabanza se reanudará. Entonces toda la tierra, que hoy no tiene nada que decir a Dios en alabanza y que se preocupa poco por la obra de Cristo, unirá su voz para bendecir a Dios cuando su gloria llene la tierra «como las aguas cubren el mar» (Hab. 2:14).

Este es un pensamiento precioso. Mientras la voz de Israel se ha callado en la sangre y a causa del crimen de los judíos, qué hermoso pensamiento de gracia es el que nos abre la contemplación de ese futuro en el que la voz de Israel se hará oír de nuevo, y esto en virtud de la misma sangre de Cristo que los judíos derramaron. La gracia triunfará donde abundaron el pecado y el crimen. Y el que presentará los votos en medio del pueblo será el mismo al que su pueblo habrá dado muerte. Podemos regocijarnos al pensar que, entre estos pobres judíos, a menudo en tinieblas y enemistad contra Dios, habrá un remanente. Estos judíos, a los que se unirá el resto de las 10 tribus, reaparecerán para alabar a Jehová, que es el Dios de los judíos, el Dios de Israel. Esto cobra aún más fuerza cuando recordamos que, antes de ese momento, los judíos, como pueblo, después de haberse puesto bajo el dominio y la dirección del Anticristo, habrán atravesado una crisis más aguda que todas las que habrán conocido anteriormente.

Habéis venido, nos dice el pasaje de Hebreos 12 que define la posición de los judíos convertidos, no al Sinaí, sino «a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel» (v. 24). Así vemos que la sangre de Jesús, para todas las clases de elegidos, ha hecho callar la voz del juicio y ha hecho elevar la voz de la alabanza. Sin embargo, entendemos que las 3 formas de alabanza, todas ellas verdaderas, no tienen la misma altura según el círculo de que se trate.

Los creyentes de la gran congregación habrán recibido el Espíritu Santo, que será «la lluvia tardía y temprana a la tierra» (vean Oseas 6:3), pero no lo habrán recibido como Espíritu de adopción y no habrán sido «bautizados… para constituir un solo Cuerpo» (1 Cor. 12:13). Esto también es exclusivo de la Iglesia.

Tampoco podemos olvidar que, si esta gran congregación debe regocijarse en Dios y en su Mesías, también se regocijará legítimamente en las cosas de la tierra. Aquí se mencionan los gordos de la tierra. Habrá gozos y bendiciones totalmente terrenales que también serán fruto de los sufrimientos de Cristo. En los Salmos y en los Profetas se encuentran frecuentes alusiones a este hecho. Pero sentimos que este es un terreno muy diferente al que nos ocupa. Ninguna bendición de la Iglesia es terrenal. El creyente está guardado individualmente por Dios, que le ayuda en su vida; pero las bendiciones propias de la Iglesia y los motivos propios de su alabanza son puramente celestiales. Se entiende bien que sería inapropiado, en el culto, dar gracias a Dios por habernos ayudado en nuestros asuntos materiales; mientras que para el judío es muy apropiado bendecir a Dios por todo. Esto es lo que dice el Señor en Mateo 5: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (v. 5). A estos mansos, que tienen el carácter del remanente, los encontramos en el versículo 21 y en otros Salmos. Ya no tendrán que llevar la cruz; tendrán la gloria y la tierra, la gloria milenaria y la tierra, además de una bendición espiritual, pero no del mismo orden que la que nosotros podemos disfrutar. Lo saborearán cuando hayan visto al Mesías después de su aparición. Habrán tenido ejercicios y una vida de fe antes de que apareciera el Señor, pero serán profundamente ejercitados y felices cuando vean, mientras que la Iglesia ama al Señor que no ha visto.

El estudio cuidadoso de la Palabra, y en particular de los Salmos, nos preservará de mezclar las diferentes corrientes de pensamiento y gracia que revela, todas ellas para la gloria de Cristo y la gloria de Dios Padre.

9 - “Gloria a tu nombre, oh tú, que sin reserva –serás honrado por todos para siempre”

Los sufrimientos de Cristo tendrán un efecto bendito para toda la tierra durante el período milenario. Por eso, en ese momento, toda la tierra tendrá el corazón vuelto hacia el recuerdo de la cruz del Señor. Podemos pensar que durante esos 1.000 años de justicia y paz se mantendrá el recuerdo de lo que el Señor hizo en la cruz, aunque con un declive progresivo, como parece indicar el final del reinado (Apoc. 20:8).

Recordemos que todas las naciones estuvieron representadas en el rechazo de Cristo, todas las clases de hombres estuvieron allí para perpetrar su muerte. Por lo tanto, es justo que la alabanza se eleve al Señor también por parte de todas las clases de hombres y de todas las naciones, así como de Israel. Y, por otra parte, entendemos que es imposible que este Salmo, en el que se presentan los sufrimientos de Cristo en toda su intensidad, así como en toda su eficacia, abriendo la puerta al derramamiento de la gracia soberana, no nos presente esta gracia que alcanza a todas las clases de hombres de una forma u otra. El corazón de Dios no puede limitarse, en sus manifestaciones, a los privilegiados como los de la primera clase mencionada, aunque haya privilegios respectivos vinculados a cada una de estas categorías; sino que toda la creación y todos los representantes de los hombres deben conocer y proclamar los efectos de la muerte de Cristo para ellos. No estamos aquí en el terreno celestial donde cantan personas de todas las lenguas, pueblos y naciones, sino que lo mismo sucederá en la tierra, aunque el cántico sea diferente. Observemos también que, en estas escenas, se mantendrá la distinción entre judíos y naciones. En este momento está abolida; el muro divisorio está derribado, pero la diferencia se restablecerá y las 12 tribus estarán allí, disfrutando de una bendición especial, distinta de la del resto de los hombres. Así, en los días de Salomón, la hija de Faraón, por su origen extranjero, debía vivir en una casa aparte.

Israel tendrá entonces la posición central que le hubiera correspondido a la venida del Mesías si hubiera sido fiel, según está escrito en el Deuteronomio: «Estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel» (32:8). Lo mismo dice Ezequiel 5:5: «Así ha dicho Jehová el Señor: Esta es Jerusalén; la puse en medio de las naciones y de las tierras alrededor de ella». Ahora bien, esta restauración de Israel será para las naciones una fuente inmensa de bendición, como se dice en Romanos: «Si su exclusión es la reconciliación del mundo, ¿qué será de su readmisión, sino vida de entre los muertos?» (11:15).

Los versículos 27 y 29 de nuestro Salmo pasan por alto el período preparatorio durante el cual el reino será establecido en autoridad mediante juicios. Se trata aquí de una autoridad ejercida, pero también reconocida para gozo de quienes se someten a ella. «Se acordarán los confines de la tierra…». ¿Y de qué se acordarán, sino de lo que expresa la primera parte del Salmo, es decir, la obra inolvidable de la cruz? Entonces, conscientes de los derechos adquiridos por quien la hizo, felices de tenerlo como Señor y de reconocerlo como Rey de gloria, los habitantes de la tierra milenaria se volverán hacia Jehová y le darán la alabanza que le corresponde.

Los hombres de toda condición, nos enseña el versículo 29, se alegrarán de postrarse ante el Señor. Los poderosos de la tierra, así como los que se encuentran en una situación desesperada, los grandes y los miserables, todos necesitarán al Señor y se apresurarán a expresarle su gratitud. Se regocijarán al recordar lo que ha hecho por ellos.

Aquí se aplica parcialmente Filipenses 2: «Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra…» (v. 10), aunque no se menciona el estado de ánimo de los que se postran cuando doblan las rodillas. En este pasaje solo se indica el hecho en sí mismo, en relación con la humillación insondable del Señor. Esta humillación merecía, por así decirlo, que no hubiera ninguna excepción, en ningún momento, en cuanto a la autoridad suprema de aquel que se había humillado supremamente. Es el hecho de la sumisión de todas las criaturas, que, en diversas épocas, reconocen y reconocerán que él es el Señor, para gloria de Dios Padre. Los cristianos también tienen su lugar en estos versículos, solo que no se arrodillan simplemente por el sentimiento de una autoridad soberana, sino con adoración. Esta autoridad que todos deberán reconocer tarde o temprano, por voluntad propia o por la fuerza, ha sido dada, podemos añadir, a un hombre: el hombre Cristo Jesús. «El Señor» es un título que se aplica especialmente a Cristo hombre, tal y como se declara: «¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (Hec. 2:36).

Lo que destaca esta adoración universal al Señor es que habrá sido precedida por la adoración de la Bestia. A los desvíos inauditos hacia los que se dirige actualmente el mundo, le seguirá este período de paz, orden, bendición y alabanza. Esto nos compromete a no ser perezosos en el estudio de la Palabra y, en particular, de las profecías, ya que están relacionadas con la gloria del Señor, su gloria presente y su gloria venidera. En cuanto a la gloria presente, el Señor posee los derechos del reino, que no es de otro ni de otros; es digno que lo recordemos. En nuestros días, en que los poderes humanos se desarrollan de manera extraordinaria, mantengámonos firmes en el pensamiento de que Dios tiene su Rey y que nosotros también tenemos ese Rey, nuestro Rey. Esto puede guardar nuestros corazones y preservarnos del deseo de ocuparnos de “política”. La profecía es, si se nos permite emplear esta palabra, la política de Dios, y no conocemos otra.

Muchos pasajes de las profecías dan detalles sobre cómo el Hijo del hombre será honrado por las naciones. Por parte de algunos, la sumisión será puramente exterior, ya que el malvado será eliminado cada mañana (Sal. 101:8). Pero el Salmo 22 nos habla del hecho mismo, felizmente real según Dios, del fruto de la obra de Cristo para toda la creación. El recuerdo de esta obra se perpetuará y, tanto en Israel como en otros lugares, se contará a un pueblo que nacerá. Hoy en día no nos sorprende que, a lo largo de un Milenio, las generaciones se alimenten unas tras otras de la historia de los grandes hombres, y sin embargo es una historia triste la de este mundo lleno de odio, corrupción y desorden. ¿Nos sorprendería entonces que, durante el Milenio reservado para ello, Dios supiera mantener entre los pueblos el recuerdo de lo que su Hijo ha realizado?, sobre todo teniendo en cuenta que Satanás ya no estará allí para desviar las mentes de los hombres. Es más bien sorprendente que, durante 60 siglos, se haya intentado llenar las mentes de los hombres con la historia de los hombres, cuando se sabe un poco cuál es esa historia. Mientras que aquí, durante 10 siglos, Dios velará por que la gloria de su Hijo sea objeto de meditación tanto para Israel como para las naciones. En cuanto a la Iglesia, estará en otra parte y se ocupará también, de manera superior, de lo que él ha hecho. Ya estará en la eternidad; incluso se puede decir que ya se encuentra allí.

Al final del reinado, las circunstancias cambiarán, pero ese no es el tema de nuestro Salmo, que solo expone los maravillosos resultados, para la tierra, de la obra de Cristo. Sin embargo, por otros pasajes sabemos que el estado feliz de este reinado declinará e incluso cesará. La bendición, consecuencia de los sufrimientos de Cristo, cualquiera que sea su alcance, ya que se extiende a todas las clases de elegidos, es una bendición temporal. En efecto, es solo para la tierra, salvo que los elegidos que habrán disfrutado en la tierra de la presencia del Señor serán transportados a los nuevos cielos y a la nueva tierra.

El primero y, se puede decir, el último efecto de los sufrimientos y de la muerte de Cristo es que Dios sea alabado por sus redimidos, conocido y celebrado con alabanza inteligente. Tal es el fin de todas las consecuencias de la obra de Jesús. Esta alabanza tiene valor para Dios, porque no podía recibirla de nadie más que de los pecadores liberados por la obra del Señor Jesús. Los ángeles no podían alabarle por su amor. Pero Dios deseaba tener consigo en su felicidad eterna a seres que pudieran responder a su amor, ya que él los amó primero.

Así, eternamente, los elegidos de todas las clases de la humanidad y de todas las economías no tendrán otra actividad que adorar al Padre y al Hijo. No habrá allí monotonía ni cansancio; nos cuesta aceptar esta idea, a nosotros que somos tan propensos a sustituir por otras cosas esta actividad que debería ser la primera para nosotros. Pero, amados, la realidad de las cosas que este precioso Salmo nos ha permitido vislumbrar juntos es tan amplia, tan larga, tan profunda y tan alta que, cuando seamos capaces de comprenderla con todos los santos, llenará para siempre nuestros corazones de una plenitud de amor y hará brotar en ellos una fuente inagotable de adoración. ¡Que Dios quiera que, desde ahora, esta realidad ocupe cada vez más nuestras almas!