Guardar la palabra de Cristo

4 de septiembre de 2023

En Juan 14:23, el Señor da esta prueba de amor para con sí mismo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (no las palabras). En Apocalipsis 3, guardar su palabra se da como una de las características de Filadelfia. Es evidente que no se puede insistir demasiado en ello.

¿Qué es guardar la palabra de Cristo? Es más que obediencia; es ante todo aquello de lo que fluye la obediencia. Es una palabra tan preciosa que se atesora en el corazón, donde llega a ser formativa, por el poder del Espíritu Santo, produciendo pensamientos y afectos divinos, santificando por medio de la verdad –separando del mal, y purificando como Cristo es puro (1 Juan 3:3). Así conservada en el corazón, se convierte en la luz del camino diario, gobernando toda la vida del creyente. Después debemos recordar que la palabra de Cristo –es decir, el conjunto de sus comunicaciones a su pueblo– es, de hecho, la revelación de sí mismo. Así, cada precepto que nos está dado en las Escrituras es un rasgo de su propia vida. Si, por ejemplo, se nos dice: «Revestíos de entrañas de compasión, bondad, humildad…» (Col. 3:12), es porque él ha mostrado todas estas cosas a la perfección en su camino por este mundo, sí, es porque él es todas estas cosas; estas gracias no son sino los rayos de su gloria, que ahora resplandece desde su rostro descubierto a la diestra de Dios. Cristo mismo, pues, tal como se revela en su palabra, es nuestro único criterio –nuestro criterio de camino y nuestro criterio de santidad; y al guardar su palabra, solo lo que le es agradable y aceptable será aceptado; todo lo demás será rechazado.

Si esto es verdad, guardar la palabra de Cristo no puede ser un término eclesiástico; por el contrario, necesariamente cubre todo el terreno sobre el que se encuentra el creyente: su vida y su conducta como santo individual; su relación con los santos y con Cristo, como miembro de su Cuerpo, y todas sus actividades y las de ellos en el culto y el servicio. Es posible guardar la palabra de Cristo en el plano eclesiástico y al mismo tiempo rechazarla en la propia vida y conducta. Nada es más peligroso entonces que anunciar que guardamos la palabra de Cristo. Si lo hacemos, porque las artimañas de Satanás son tan engañosas, sería una prueba segura de que somos víctimas de auto ilusión y de que realmente albergamos un espíritu laodicense. Si realmente deseamos guardar su palabra, la utilizaremos constantemente para probar toda nuestra conducta, todos nuestros métodos en la Iglesia y todas nuestras asociaciones; y deberíamos rechazar de inmediato toda sugerencia que no esté sancionada por ella, o que presente una tentación para apartarnos de ella.

No necesito añadir que este es el camino hacia toda bendición. Esta es la única lección del libro del Deuteronomio y, de hecho, de todos los libros de la Escritura. Así, siempre que el pueblo de Dios, en cualquier época o dispensación, ha sido encontrado deleitándose en su palabra, ha vivido invariablemente feliz y seguro, mostrando cada día más la bondad, la gracia y el amor de Dios; y cada vez que la ha descuidado, abandonado o rechazado, su experiencia constante ha sido de dolor y miseria.

Esto nos enseña claramente que, cualesquiera que sean nuestras pruebas o dificultades, los medios de restauración residen en el retorno a la palabra de Cristo. Debemos comenzar por juzgarnos a nosotros mismos y a nuestros caminos por esta palabra: «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón. Y no hay criatura que no esté manifiesta ante él; sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:12-13).

Debemos procurar resueltamente no apartarnos de ella, probando cada cosa existente con la que nos vincula esta palabra, y rechazando categóricamente cualquier cosa que no responda, por sagrada que pueda parecer para nosotros por reverencia o afecto. Humillándonos ante nuestro Dios, confesando nuestras debilidades y pidiéndole la gracia de arraigar la palabra de Cristo en nuestros corazones y hacerla habitar en nosotros abundantemente (Col. 3:16). Entonces podríamos regocijarnos de una unidad y de una bendición renovadas. El Señor Jesucristo debe tener la preeminencia, y prácticamente le damos ese lugar cuando nuestros corazones se someten a su palabra.

No olvidamos nuestra baja condición, ni el hecho de que nos han sobrevenido malos tiempos; pero teniendo esto presente, no es exagerado decir que, si cualquier compañía de cristianos fuera, por la gracia de Dios y en el poder de su Espíritu, conducida con verdadero propósito de corazón a buscar, como único propósito, guardar la palabra de Cristo, encontraría que no hay límite para su bendición. Disfrutarían de la presencia del Señor en medio de ellos cuando se reúnen en su nombre, de una manera raramente experimentada; se les permitiría ver, como raramente lo habían hecho antes, el testimonio de su palabra acompañado por la demostración del Espíritu y del poder, y entrarían individualmente en el disfrute de la más rica de todas las bendiciones: la manifestación de Cristo a sus almas (Juan 14:21-23).

Que el Señor obre en muchos corazones para producir un deseo insaciable de ser hallados guardando su palabra por amor de su nombre.

E. Dennett


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