El corazón conoce la amargura de su alma; y extraño no se entremeterá en su alegría.
El corazón conoce la amargura de su alma. Hay un corazón que encaja perfectamente en esta frase: el corazón que fue quebrantado por la deshonra, que fue fundido en el ardiente horno de la aflicción más profunda; el corazón que experimentó la indescriptible amargura del Calvario.
El Padre conoce y comprende en profundidad lo que significó para su Hijo soportar el juicio del pecado. El Espíritu Santo puede evaluar las honduras infinitas del dolor que él experimentó cuando sufrió, siendo Justo, por nosotros los injustos. Sin embargo, nadie más en el vasto universo puede conocer la profundidad del misterio de la cruz, cuando en aquellas tres terribles horas de tinieblas bebió la copa de amargura; nadie puede comprender la inmensidad del precio que tuvo que pagar por la redención. Aunque el sufrimiento acabó y el juicio se agotó eternamente para quienes hemos creído en él, lo que ha sido confirmado por su resurrección de entre los muertos, su amor permanece inmutable e intacto, y solo puede medirse con la vara de sus sufrimientos.
Extraño no se entremeterá en su alegría. El Señor Jesús entró en un gozo indescriptible. El “gozo puesto delante de él” resplandecía con todo su atractivo e incomparable gloria, más allá de las sombras del sufrimiento y de la muerte, y para alcanzarlo “sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (He. 12:2). Y no ha entrado solo, sino que tiene compañeros que comparten su gozo, pues fue ungido con óleo de alegría por sobre sus compañeros (He. 1:9). Ningún extraño puede entrometerse en este gozo, ni puede comprenderlo. Él se mueve libremente en una esfera sagrada que nunca será profanada por pies extraños. Sin embargo, ¡bendito sea Dios!, aquellos que le amamos no somos extranjeros ni advenedizos (Ef. 2:19). Él nos ha llamado sus amigos (Jn. 15:15). La gracia sobreabundante nos ha hecho sus compañeros y se nos permite conocer el secreto de su alegría y compartirla junto con él.
J. T. Mawson