Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén… Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre… Y echándole
(Hechos 1:8; 5:28; 7:58; 8:1)
Cuarenta días después de resucitar, Jesús ascendió al cielo desde el monte de los Olivos, en las afueras de Jerusalén. Antes de ascender, él le dijo a sus discípulos que debían esperar la venida del Espíritu Santo, quien les daría el poder para ser sus testigos, empezando desde Jerusalén.
Los discípulos siguieron las órdenes de Jesús y, diez días más tarde, el Espíritu Santo descendió sobre los 120 creyentes que estaban reunidos en unidad, bautizándolos a todos en un solo cuerpo: la Iglesia.
Desde un principio, la Iglesia creció rápidamente y se vio enfrentada a la persecución. Los apóstoles fueron encarcelados, pero un ángel los liberó y les ordenó predicar al pueblo. En respuesta a su valiente predicación, los líderes judíos los acusaron de llenar Jerusalén con su doctrina y de intentar culparlos de la muerte de Jesús. Los apóstoles fueron golpeados y se les prohibió hablar en el nombre de Jesús. Sin embargo, a pesar de todo, fueron liberados.
La persecución persistió, pero Dios bendijo a su Iglesia. Los discípulos aumentaron en número y muchos sacerdotes se convirtieron. Esteban, un hermano que Dios estaba utilizando significativamente, fue arrestado y llevado ante el concilio.
Esteban acusó a los líderes de resistir al Espíritu Santo y declaró que veía los cielos abiertos y a Jesús de pie a la diestra de Dios. Su testimonio desató la ira de los líderes, quienes lo llevaron fuera de la ciudad y lo apedrearon hasta la muerte. Esto desencadenó una intensa persecución contra la Iglesia en Jerusalén, haciendo que los creyentes se dispersaran por Judea, Samaria y más lejos. A pesar de esto, continuaron predicando la Palabra dondequiera que iban.
Eugene P. Vedder, Jr.
