Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas… Irán de poder en poder.
(Salmo 84:5, 7)
La fuerza del creyente, que extrae de manera constante de la fuente, se asemeja a la electricidad. Una central eléctrica produce esta fuerza y los conductores la transmiten. Cuando estos conductores se deterioran, la corriente se interrumpe, aunque esto no disminuye la potencia de la central. Los que reciben luz o energía a través de estos conductores solo perciben este deterioro cuando se encuentran sumergidos en la oscuridad o cuando sus máquinas se detienen. A menudo, el creyente es el último en darse cuenta de esta interrupción. Al igual que Sansón, puede haber perdido su fuerza, ignorando durante mucho tiempo que “Jehová… se había apartado de él” (Jue. 16:20). Por ello, es esencial velar continuamente sobre nosotros mismos, para evitar que el enemigo nos domine con sus astucias.
Además de la fuerza que está en Dios, de la que debemos tomar constantemente, existe también una fuerza que Dios otorga y de la que debemos aprovisionarnos. Nos encontramos comprometidos aquí abajo en una travesía que debe llevarnos a un destino específico, mientras trabajamos en la casa de Dios; y en un combate que debe permitirnos superar los obstáculos que el enemigo nos pone por delante. Y Dios nos provee de fuerza para una u otra alternativa, y a menudo para ambas al mismo tiempo. El humilde remanente de Judá en tiempos de Nehemías tenía en una mano la paleta y el martillo para levantar el muro, mientras que la otra sostenía un arma (Neh. 4:17). Abraham era un peregrino y también un guerrero que obtenía la victoria sobre reyes (véase Gn. 13:17-18; 14:13-24).
La fuerza otorgada al creyente puede aumentar, permanecer estacionada o disminuir, ya sea que descuide renovar sus provisiones, o permita que su espada se desafile (véase Ec. 10:10). En tal caso, recuperará su fuerza a través de la humillación y la meditación asidua de la Palabra de Dios.
H. Rossier
