Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.
La majestuosa visión de la gloria de Dios impactó profundamente a Isaías. Esta visión apunta proféticamente a la futura manifestación del Señor en el milenio, un periodo de paz de mil años, en el que la humanidad verá la tierra llena de la gloria de Dios. Incluso los serafines cubren su rostro y sus pies con sus alas en presencia de Dios, mientras proclaman tres veces la santidad de Dios. Esta triple afirmación de su gloria indica que Dios es a la vez una unidad y una trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¿Cómo reaccionaríamos ante tan magnifica visión? Probablemente, nuestra reacción sería parecida a la de Isaías. Él exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (v. 5). En el capítulo anterior, Isaías, guiado por el Espíritu de Dios, pronunció diversos ayes sobre seis tipos de personas, pero ante la contemplación de la gloria de Dios, él cayó de rodillas y reconoció su profunda pecaminosidad, convirtiéndose así en el séptimo ay.
Afortunadamente, existe una solución para el hombre pecador que deposita su fe en el Dios vivo. Según el relato de Isaías, un serafín voló hacia él con un carbón encendido que había recogido del altar y tocó con él los labios del profeta. El altar era donde se ofrecían sacrificios, lo que simbolizaba el gran sacrificio de Cristo en el Calvario. Así, los pecados de Isaías fueron perdonados y sus labios purificados para pronunciar las palabras de Dios. ¡Dios permita que nosotros también podamos tener labios preparados para hablar en el nombre de nuestro Señor Jesucristo!
L. M. Grant