Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado.
Es alentador considerar la sencillez de la devoción de Pablo hacia el Señor Jesús. Aunque era un hombre culto y había sido educado en las mejores escuelas de la época, Pablo no buscaba impresionar a nadie con sus conocimientos. Su apariencia física no era impresionante y su forma de hablar quizás no era tan llamativa. Sin embargo, los corintios quedaron impresionados por el contenido de sus palabras, ya que sus cartas eran “duras y fuertes” (2 Co. 10:10). Esto emanaba del verdadero conocimiento: el conocimiento del Señor Jesús.
Pablo se centraba en la persona del Señor Jesucristo y en su obra en la cruz del Calvario. Fue enviado “a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo” (1 Co. 1:17). Cristo crucificado es verdaderamente el fin de toda la sabiduría humana. La cruz humilla esa sabiduría hasta la insignificancia, ya que la sabiduría del hombre es la sabiduría de este mundo y desconoce el triste hecho de la culpabilidad de toda la humanidad ante Dios. Solo Cristo crucificado tiene respuesta a este asunto de importancia capital. El tema del pecado es enfrentado plenamente en la cruz de Cristo; allí ha sido juzgado y quitado para siempre de la presencia de Dios.
Todo aquel que recibe a Cristo como su Salvador es perdonado y justificado ante los ojos de Dios. No debe sorprendernos que el apóstol Pablo se apartara por completo de la sabiduría del mundo, consagrándose por completo a Aquel que se ofreció voluntariamente en la cruz como sacrificio por nuestros pecados. Él es el único Salvador de los perdidos. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14).
L. M. Grant