En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.
La fiesta de los tabernáculos era una celebración alegre que señalaba el fin de las festividades judías anuales y recordaba la travesía de Israel por el desierto. Durante esta festividad, los judíos vivían en tiendas hechas de ramas para conmemorar los cuidados de Dios durante casi cuarenta años (véase Lv. 23:33-44). Además, esta festividad anticipaba el reino prometido del Mesías.
Durante esta fiesta, que se extendía durante ocho días, los sacerdotes y el pueblo se unían en una procesión alegre hacia el estanque de Siloé con un cántaro de oro. Llenaban el cántaro y regresaban al templo por la puerta de las aguas. Allí, derramaban el agua al pie del altar del holocausto mientras el coro del templo cantaba jubiloso el texto de Isaías 12:3: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación”. Este ritual se realizaba durante los primeros siete días de la fiesta, y conmemoraba el suministro milagroso de agua por parte de Jehová a Israel durante la travesía del desierto y anticipaba el refrigerio espiritual que traerá la venida del Mesías.
En el octavo y último día de la fiesta, el cual simbolizaba la entrada de Israel en la tierra prometida, esta ceremonia no se repetía. En lugar de eso, se recitaba una oración especial en vistas de las lluvias del año siguiente. Fue en este día, después de que las aguas del ritual judío habían dejado de fluir, cuando Jesús invitó al pueblo a beber del agua viva para saciar la sed espiritual.
Durante esta época festiva, la zona del templo se iluminaba con grandes candelabros para recordar al pueblo la columna de fuego que había guiado a Israel en el desierto. Al día siguiente de la fiesta (Jn. 8:2), después que estas luminarias se hubieron apagado y mientras el sol salía por el este, Jesús proclamó: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).
Tim Bouter