Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca.
Esta parte del poema y profecía de Isaías consta de cuatro versos que presentan un contraste entre los planes del hombre malvado y el control absoluto de Dios.
Los enemigos del Señor habían planeado arrojar su cuerpo a una fosa común junto con los cadáveres de los ladrones crucificados después de su vergonzosa muerte en la cruz. Sin embargo, Dios tenía otros planes y, estando en pleno control, hizo que los hombres llevaran a cabo exactamente lo que él había planeado. Dios guió a José de Arimatea para que preparara una tumba especial y a Nicodemo para que trajera ungüentos preciosos y delicados. Ambos habían aprendido del Señor durante su vida y ahora lo querían honrar en su muerte (véase Jn. 19:38-42). El lugar de su muerte fue un lugar de honor para el Señor, pues no experimentó corrupción alguna (véase Sal. 16:10-11).
Isaías da una razón por la cual Dios veló por su Hijo: porque él no había cometido violencia. La raza humana estaba marcada por la violencia y la corrupción (véase Gn. 6:11). Sin embargo, esto no fue así para el Señor Jesús: no hubo violencia, engaño ni falsedad; nunca salió de su boca una palabra incorrecta. De Natanael se pudo decir: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (Jn. 1:47), pero no dijo que nunca hubiera habido engaño en boca de este discípulo. Esto solo podía ser cierto de nuestro bendito Señor (véase Is. 53:9). Él era único, sin pecado, perfecto. Sin embargo, se entregó como el supremo sacrificio, la ofrenda por el pecado y Sustituto de los culpables de engaño y violencia. Él glorificó a Dios, asumiendo nuestra culpa y sufriendo la muerte que nosotros merecíamos.
Alfred E. Bouter
C. S. Valenza