Después le apareció Jehová en el encinar de Mamre, estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día.
Dios se acerca a la puerta de la tienda y entra para hablar y caminar con Abraham. Para nosotros, en su infinita gracia, él ha hecho algo aún mejor: se ha manifestado en Jesús. Ahora tenemos la certeza de que tenemos en el Hombre Cristo Jesús a alguien que siempre intercede por nosotros. Podemos vernos a nosotros mismos en Cristo, presentes delante de Dios, y el Espíritu Santo nos permite tener una intimidad con Dios que incluso Abraham no pudo experimentar, pues aún no se había edificado el fundamento necesario.
Es posible que no hayamos aprovechado al máximo esta cercanía con Dios, pero es un privilegio permanente que tenemos como creyentes. Aunque no sea algo que podamos ver o tocar, la realidad de esta intimidad es verdadera y significativa.
Abraham no temía la presencia de Jehová, ya que el temor es un efecto del pecado. Si hemos conocido la gloria de Dios en Jesús, su presencia se vuelve agradable para nosotros. Encontramos en él plena confianza y fortaleza. Conocer a Dios en Cristo es verdaderamente vida eterna, y su presencia nos llena de una alegría profunda y duradera.
Cuando confiamos en él de esta manera, Dios comparte sus pensamientos con nosotros, así como trató a Abraham como un amigo, revelándole incluso lo que sucedería en el mundo (v. 17; véase Jn. 15:15).
La Iglesia, de manera aún más completa y profunda, ha sido separada para Dios y es amada por él. Dios nos confía sus pensamientos, no solo lo que hará por nosotros, sino también lo que está por venir en el mundo entero. El Hijo del hombre vendrá a juzgar tanto a los vivos como a los muertos, y eso es algo que él nos ha revelado.
J. N. Darby