Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros.
Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra.
Jesús era completamente Dios y completamente Hombre. Siendo Dios, “dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Sal. 33:9). Siendo Hombre, toda su vida en la tierra fue un acto impresionante de sumisión y dependencia.
En Nazaret, él se sometió a sus padres (Lc. 2:51), viviendo fuera de la luz pública hasta que fue llamado por su Padre para realizar su obra designada. Su hermoso espíritu de sujeción filial brillaba notablemente en medio de sus poderosas obras. Cuando resucitó a Lázaro, le dio crédito al Padre, diciendo: “Padre, gracias te doy por haberme oído” (Jn. 11:41). Incluso entre sus discípulos, él adoptó una posición servicial. Él les dijo: “Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc. 22:27).
¡Qué ejemplo tan poderoso es para nosotros! Si él, siendo Dios, mostró una dependencia constante en su Padre, ¿cuánto más nosotros debemos vivir cada día, cada hora y cada momento siguiendo su dirección en todas las cosas? Así como un siervo mira a su amo, o un niño a sus padres, debemos fijar nuestros ojos en el Señor nuestro Dios. Seamos dóciles, escuchemos su voz y sigámosle.
Si hiciéramos de la voluntad de Dios el regulador constante de nuestra vida diaria, cuántas pruebas, tristezas y pecados evitaríamos. Viviríamos en una tranquila satisfacción, aceptando que él permite que nos sobrevenga la adversidad. No buscaríamos grandes cosas por nuestra cuenta, sino que humildemente esperaríamos y seguiríamos la voluntad y los propósitos de nuestro Señor. No nos adelantaríamos a él, sino que lo seguiríamos como nuestro Guía celestial.
Debemos tener cuidado con la autodependencia. Se nos advierte: “El que cree estar firme, tenga cuidado de no caer” (1 Co. 10:12). Cuando se nos dice que somos guardados “por el poder de Dios” (1 P. 1:5), ¡debemos creerlo y confiar en ello!
J. R. MacDuff