Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Vivimos en un mundo en el que la muerte reina como el “rey de los espantos” (Job 18:14). Los periódicos publican regularmente obituarios y hay cementerios a donde quiera que vayamos. Nadie puede escapar de la muerte. La desobediencia ha traído sobre nosotros la sentencia de muerte y juicio, y esa sentencia permanece debido a la incredulidad, la cual rechaza voluntariamente el remedio de Dios. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9:27).
¿Cuál es el remedio? Es la gracia de Dios que “se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tit. 2:11). La ley mosaica exigía que el hombre le llevara algo a Dios para ser aceptado, pero nosotros somos impotentes e incapaces, y no tenemos nada bueno que ofrecer a un Dios santo. El remedio de Dios se encuentra en su Hijo, el Señor Jesucristo, quien “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte”.
Este versículo exige nuestra atención: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos.” (Ro. 5:19). Debido a la desobediencia de un hombre (Adán), la muerte pasó a todos nosotros (Ro. 5:12). Pero el Señor del cielo, el Hombre sin pecado, se humilló en obediencia para hacer la voluntad de Dios, aun cuando esto significaba ir “hasta la muerte, y muerte de cruz”. En la cruz, él llevó sobre su propio cuerpo la pena que exigía el pecado, y que nosotros merecíamos pagar. La obediencia de Cristo lo llevó a donde el pecado y la desobediencia nos habían colocado.
¡Esto es gracia! Esta es la gracia soberana que vino por medio de Jesucristo -el que siempre habitó en el seno del Padre. Vino a la tierra a morir para que por medio de su muerte pudiéramos tener vida eterna y entrar en el gozo del cielo. “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9).
Jacob Redekop