Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.
Hay un niño cuya conducta destroza el corazón de sus padres. Todas sus medidas fracasan para corregirlo, y termina siendo como un aguijón clavado en sus corazones heridos. Puede ser que Dios permita alguna desgracia, y el alma llegue a sentir que la muerte sería más fácil de soportar. Quizás la calumnia haya aguijoneado el alma con un dolor más profundo. También puede haber alguna debilidad humana que convierta a la persona afligida en objeto de sufrimiento para quienes lo aman u objeto de burla para otros. Tales cosas, así como las muchas tristezas que hay en el camino, son utilizadas como aguijones por el Padre, quien busca frenar el ímpetu de la carne y quebrantar la fuerza del hombre.
Las circunstancias, las amistades, los parientes, la salud, la reputación, todo está en manos de la sabiduría divina para ser utilizado en la santa disciplina del alma. Estas cosas, en las manos del Padre, son como las riberas de los ríos que, por ambos lados, guían la corriente de las aguas, las cuales son útiles y productivas; pero si estas fluyeran sin estas barreras, entonces en lugar de ser medios de bendición, terminarían devastando todo a su alrededor. A veces pensamos que habríamos sido mejores cristianos si las circunstancias hubieran sido diferentes, si las orillas que encauzan al río se hubieran derrumbado. Sin embargo, no es así, pues estas orillas son los sabios tratos de nuestro Padre, quien busca mantenernos justo en el cauce debido y en el camino en el que estamos, para a la postre traer gloria a su Nombre.
Hay un “cordón de tres dobleces” que debe estar en cada creyente, si quiere servir correctamente a su Señor: motivo, energía y propósito. A veces, el motivo puede ser el correcto y el propósito también, pero la energía puede ser simplemente la del instrumento humano que cree estar trabajando para el Señor. Estas tres cosas deben actuar en armonía, y ese es el propósito de la disciplina. De esta manera, todo provendrá y será para el Padre, y no de nosotros.
F. G. Patterson