Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, y pusieron en ellos fuego, sobre el cual pusieron incienso, y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó.
El servicio del tabernáculo había sido prescrito. Dios había dado instrucciones claras acerca de cómo acercarse a él con los sacrificios adecuados. Los sacerdotes, hijos de Aarón, habían sido consagrados, y Dios les había dado claras instrucciones que debían seguir. Entonces, ¿qué sucedió? Desobedecieron. Esta es la triste historia del fracaso del hombre, la cual se repite una y otra vez.
Al igual que el resto de sus hermanos, Nadab y Abiú habían sido bien instruidos, pero despreciaron las instrucciones que Dios les había dado. Quizás pensaron que el origen del fuego no era realmente importante, que en realidad daba lo mismo de donde provenía. Después de todo, pensaron ellos, tenían los incensarios y el incienso adecuado, ¿qué diferencia había? Al fin y al cabo, no era algo fundamental, pues Dios no había especificado qué fuego debían utilizar.
Hoy es muy común encontrarnos con este tipo de razonamientos. Se origina en la incredulidad de nuestros corazones. Satanás ha utilizado esta táctica durante muchas generaciones, y ha tenido mucho éxito. Su método sigue siendo el mismo desde que se acercó a Eva en el Jardín del Edén con la pregunta: “¿Conque Dios os ha dicho… ?” (Gn. 3:1). Con esta pregunta, Satanás sugiere que Dios nos priva de algo que vale la pena tener, poniendo en duda así su bondad. ¡Qué sutil es nuestro enemigo y qué engañoso nuestro corazón!
Un “fuego extraño” en la presencia del Señor puede representar cualquier pensamiento o acción que no fluye de la comunión con sus pensamientos, tal como se nos revelan en su Palabra. La obediencia y la dependencia de él son las únicas salvaguardas que mantendrán nuestros corazones y mentes en dulce comunión con él. De hecho, somos exhortados a derribar “argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co. 10:5).
Jacob Redekop