No te maravilles de que te dije: os es necesario nacer de nuevo.
(Juan 3:7)
El cristianismo no es un sistema instaurado para suprimir la carne, aquella maleza nociva; no es un gran y perpetuo ¡No!, aunque muchos parecen pensar así. La Ley era así, pero sus medidas represivas no producían ningún fruto para la gloria y el gozo de Dios; de hecho, solo lograban que la maleza creciera aún más a través de las obras de la carne. Los cristianos no estamos bajo ese principio, por lo que esa no es la forma de adornar “la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tit. 2:10).
La gloria moral del cristianismo no reside en la supresión del mal, sino en la expresión de una vida nueva. Debemos tener esto bien claro. El cristianismo es algo vital y real, no una profesión muerta y falsa; no es un nuevo conjunto de ideales diseñados para elevar el nivel de la vieja naturaleza; ni un sistema ético para corregir sus tendencias malignas; ni la introducción de nuevas fuerzas para reformarla. No, el cristianismo condena la carne a la muerte e imparte una nueva naturaleza (Jn. 1:13; 2 P. 1:4) a los que creen en el Hijo de Dios por medio del Espíritu Santo, que es él mismo el poder de aquella vida.
Las solemnes palabras “os es necesario nacer de nuevo” sepultan cualquier esperanza de que la vieja naturaleza pueda dar algún fruto para Dios. Esa vida no es una vida hacia Dios, sino muerte, pues su prioridad es obrar para su propia satisfacción, sin tener en cuenta la voluntad de Dios. No tiene sentido tratar de cambiar nuestra carne para que dé buenos frutos. El Señor Jesús dijo: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?” (Mt. 7:16).
Sin embargo, al mismo tiempo, “os es necesario nacer de nuevo” es una frase que resuena con gozo en la promesa de una nueva vida en un nuevo reino. Esta nueva vida se produce por el poder del Espíritu Santo, introduciéndonos en el reino de Dios, un reino que es “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. “Y contra tales cosas no hay ley” (Gá. 5:23).
J. T. Mawson