En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros.
En la muerte de Cristo vemos la magnitud de su amor por nosotros. La muerte es el mayor acto de sacrificio con el que se puede expresar el amor, pues “nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13). En cuanto a nosotros, necesitamos un motivo que produzca amor en nuestros corazones y, por lo tanto, amamos porque él nos amó primero (1 Jn. 4:19 NBLA). Sin embargo, el amor de Dios no tiene motivo alguno fuera de su propia naturaleza. Él ama porque es amor, y ejerce su amor de forma soberana. Para expresar el amor divino, Cristo sí mismo se ofreció como sacrificio. Nada pudo disuadirlo de entrar en todo lo que nosotros deberíamos haber soportado bajo el justo juicio de Dios. Comprendió y midió perfectamente lo que tenía ante él y se comprometió a ello para que se manifestara el poderoso e insondable amor de su corazón.
Nadie le quitó la vida, él la puso de sí mismo (Jn. 10:18). En esto vemos su inmensa bondad, así como su perfecto amor. Se podría haber ido al cielo sin pasar por la muerte, pero entonces nunca habríamos conocido el amor, ni la bondad, ni la mente de Dios. Todo el amor de Dios se dio a conocer en la muerte de Cristo. Satanás ha cegado los ojos de los hombres y ha representado a Dios como duro y exigente, pero para el creyente la oscura distancia se ha desvanecido a la luz gloriosa del amor de Cristo.
Las palabras de Juan 13:1 nos recuerdan el fiel amor de Cristo: “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Esto significa que su amor, aunque sea probado, es inmutable. Él había predicho la traición de Judas y la negación de Pedro, así como el abandono de su pequeño grupo de discípulos, pero la poderosa corriente de su amor no se perturbó en ningún momento. Nosotros podemos cambiar, pero él no cambia. Podemos confiar plenamente en él. Se nos da la seguridad de que él permanece fiel y nos ama “hasta el fin”, ¡qué consuelo inefable!
W. Magowan