Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón.
Qué preciosa promesa hallamos en estos versículos: “Oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis”. Pero también debemos poner atención al resto del texto: “Porque me buscaréis de todo vuestro corazón”. Frecuentemente, nuestras bocas dicen muchas cosas sin que nuestro corazón esté completamente involucrado en ellas. Por medio de Isaías, el Señor le había dicho a Israel: “Este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Is. 29:13). La oración debe emanar directamente del corazón. Una de las razones por las que el Señor nos permite pasar por dificultades es para que aprendamos a orar con el corazón. Al leer la Palabra de Dios, nos damos cuenta que cuando los suyos pasan por intensas pruebas, ellos claman al Señor y él los escucha. Este clamor al Señor es una oración verdadera que emana desde el corazón.
El corazón también debe ser escudriñado antes de poder orar con sinceridad. En el Salmo 66:18 leemos: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado”. Orar con el corazón y tener un corazón limpio son dos imperativos si queremos recibir respuestas a nuestras oraciones. La Epístola a los Hebreos nos presenta este importante principio: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo… acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (He. 10:19, 22-23).
Debemos aprender a orar con perseverancia, pero también con un corazón puro y un verdadero sentido de nuestra necesidad. Solo entonces podemos esperar respuestas a nuestras oraciones. “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23-24).
A. M. Behnam