Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio.
(Juan 8:3)
Hay en todas las personas un cierto conocimiento del bien y del mal. Sin embargo, probablemente no existan dos personas que posean el mismo y exacto criterio acerca del bien o el mal. Por ejemplo, el borracho piensa que emborracharse no es tan malo, pero robar sí. Cada uno se felicita a sí mismo por no haber hecho ciertas cosas malas, y se compara con otra persona que ha cometido el pecado que cree haber logrado evitar.
Todo esto demuestra que los hombres no se juzgan a sí mismos utilizando un estándar fijo de lo correcto y lo incorrecto, sino que simplemente toman lo que les conviene y condenan a los demás. Sin embargo, hay un estándar con el que todos serán comparados: la perfecta justicia de Dios.
Los escribas y fariseos mencionados en Juan 8 eran personas muy morales y religiosas, y se escandalizaron grandemente cuando descubrieron a una mujer en flagrante pecado. El corazón corrupto del hombre se consuela a sí mismo y se tranquiliza cuando puede hallar, piensa él, a una persona peor que él.
Pero eso no es todo, porque los hombres no solo se glorían al compararse con otros, al punto de llegar a alegrarse por la caída y ruina de alguien más, sino que no pueden soportar que Dios exhiba su gracia. La gracia es el perdón pleno y gratuito de todo pecado y mal, sin que Dios exija o espere nada del perdonado. Es un principio que se opone diametralmente a todos los pensamientos y caminos del hombre, a quien le desagrada esta idea; a menudo la llama, en lo secreto de su corazón, injusticia. Es muy humillante admitir que dependemos enteramente de la gracia para la salvación; y que nada de lo que hemos hecho, y nada de lo que podamos hacer en el futuro, nos ha hecho, o nos hará, personas dignas incluso de la gracia; sino que nuestra miseria, nuestro pecado y nuestra ruina son el único derecho que poseemos para disfrutar de la gracia.
J. N. Darby