Llevad mi yugo sobre vosotros… y hallaréis descanso para vuestras almas.
Tal era el yugo de Cristo que, en su infinita gracia, él nos invita a tomar sobre nosotros, a fin de que también podamos hallar descanso para nuestras almas. Notemos las palabras “hallaréis descanso” y procuremos comprender su significado. No debemos confundir el “descanso” que él nos da con el descanso que nosotros hallamos. Cuando el alma cansada y cargada acude a Jesús con sencilla fe, él le da descanso, un descanso estable que mana de la completa seguridad de que todo está hecho; que los pecados son quitados para siempre; que la justicia perfecta ha sido cumplida, revelada y concedida; que toda cuestión está divina y eternamente resuelta, y ello por la eternidad; Dios es glorificado; Satanás ha sido reducido a silencio.
Tal es el descanso que Jesús da cuando acudimos a él. Pero luego debemos atravesar las circunstancias de nuestra vida diaria. En ella hay pruebas, dificultades, trabajos, combates, fracasos y reveses de toda clase. Ninguna de estas cosas puede afectar en lo más mínimo el descanso que Jesús da, pero sí pueden alterar seriamente el descanso que hemos de hallar. Ellas no turbarán nuestras conciencias, pero pueden perturbar en gran manera nuestro corazón; pueden inquietarnos e impacientarnos.
Y ¿cómo saldré de esta condición? ¿Cómo podré tranquilizar mi corazón y calmar la excitación de mi ánimo? ¿Qué necesito ante todo? Hallar descanso. Y ¿cómo podré hallarlo? Inclinándome y tomando sobre mí el precioso yugo de Cristo; el mismo yugo que él llevó siempre en los días de su carne; el yugo de una completa sumisión a la voluntad de Dios. Necesito la capacidad de decir, sin un átomo de reserva, desde lo más profundo de mi alma: ’Hágase, Señor, tu voluntad’. Necesito el profundo sentimiento de su perfecto amor por mí, y de su infinita sabiduría en todas sus relaciones conmigo, que yo no querría que las cosas fuesen de otra manera, aunque estuviese en mi poder cambiarlas; sí, que yo no querría mover un dedo para cambiar mi posición o mis circunstancias.
C. H. Mackintosh