Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.
La persona que teme a Dios debe enfrentar diversas pruebas y dificultades, y gracias a esto darse cuenta que no tiene la capacidad o el poder necesario para enfrentar las circunstancias que lo rodean. Necesita ayuda. La mayor fuente de debilidad en la presencia de la prueba es frecuentemente la confianza propia, la cual nos lleva a pensar que podemos enfrentar la prueba con nuestras propias fuerzas o nuestra propia sabiduría. Debemos aprender que no hay fuerza en nosotros. En cada paso, necesitamos un ayudador que nos sostenga y nos conduzca.
Al darse cuenta que necesita ayuda, el salmista pregunta: “¿De dónde vendrá mi ayuda?” Se ve rodeado de montes que lucen portentosos, imponentes e inamovibles, pero el profeta Jeremías nos dice: “Ciertamente vanidad son los collados, y el bullicio sobre los montes; ciertamente en Jehová nuestro Dios está la salvación de Israel” (Jer. 3:23). Al comprender que necesita ayuda, y que la que el hombre le ofrece es vana, el piadoso saca sus ojos de la criatura y los dirige hacia el Creador. No se queda simplemente en reconocer la verdad general de que hay ayuda en el Señor, sino que, con fe sencilla y personal, dice: “Mi ayuda viene del Señor”.
En los versículos siguientes del Salmo 121, el Espíritu de Dios, en respuesta a esta fe sencilla, despliega las bendiciones de aquel que busca la ayuda del Señor: Nos guardará de todo peligro; sus cuidados no cesarán y Él estará siempre disponible para nosotros; y nos guardará de todo mal y en todas las circunstancias. Finalmente, aprendemos que aquel que busca la ayuda del Señor será guardado ahora y para siempre. El salmista, sin duda alguna, tenía en vista el reino milenial, pero el cristiano puede obtener una aplicación más amplia al mirar hacia una eternidad de felicidad con Cristo (y como Cristo) en la casa del Padre, donde Él ha ido a preparar lugar para su pueblo celestial.
Hamilton Smith