Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿No están ellas en tu libro?
¿Has llorado alguna vez? ¿Has llorado por tus errores o por los de otros? ¿Las cargas de la vida a veces te parecen tan pesadas que las lágrimas brotan de tus ojos, y secretamente en tu corazón? Estas lágrimas son las más tristes de todas.
A veces nadie puede simpatizar con nuestro dolor e incluso parece como si a Dios no le importara. Pero en realidad sí le importa, y en su debido momento nos mostrará sus cuidados, enjugará nuestras lágrimas y las pondrá en su “redoma”. Dios, por así decirlo, puso las lágrimas de los santos del Antiguo Testamento en su “redoma”, y también las de Pablo cuando lloró por los fracasos del pueblo de Dios; pero, sobre todo, Dios atesoró las lágrimas de su amado Hijo, quien lloró en varias ocasiones. Lloró ante la tumba de Lázaro (Jn. 11:35), lloró sobre Jerusalén (Lc. 19:41), y lloró cuando oró “al que le podía librar de la muerte” (He. 5:7). Estas lágrimas fueron derramadas cuando se acercaba a la cruz, el lugar en el que iba a cargar con nuestros pecados.
¡Cuántas lágrimas se derraman en todo el mundo! A pesar de ello, Dios tiene en cuenta cada una de ellas, las pone en su “redoma” y las escribe en su libro. Pero, ¿por qué Dios permite que sean derramadas? ¿Por qué permite que los que le temen pasen por dolores tan profundos y pruebas tan duras? Desearíamos una vida sin sufrimiento alguno, pero ¡qué pérdida sería si se cumpliera nuestro deseo! Seríamos como muchas plantas de invernadero: ¡totalmente incapaces de sobrevivir si somos expuestos a la intemperie!
Otra razón por la que el Señor permite que los suyos pasen por pruebas es para que puedan compadecerse mejor del sufrimiento de los demás. Dios quiere que seamos capaces de llorar con los que lloran, así como de gozarnos con los que se gozan (Ro. 12:15). Entonces seremos capaces de testificar: «¡Yo he pasado por esta misma prueba, pero el Señor me sustentó en ella!»
H. A. Ironside