Para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.
Cuán preciosa es esta petición de nuestro Señor. Supera con creces a los anhelos más profundos de nuestro corazón. No hay nada que pueda compararse con ella. Nuestro deseo de estar con el Señor y morar con él en la Casa del Padre es, en el mejor de los casos, débil. Pero su deseo no se ve afectado por eso, ni se ve disminuido.
Jesús, el Hijo bendito del Padre, alzó los ojos al cielo y se dirigió al Padre en oración. En Juan 17 se nos permite entrar en la intimidad que compartía con el Padre, expresando en lenguaje humano los secretos de su corazón. ¡Qué privilegio tan inestimable y santo!
El tema de la conversación, son aquellos que el Padre le había dado al Hijo. Jesús había terminado la obra que el Padre le encomendó y, en consecuencia, el Padre, que a través de esa obra había sido glorificado, le dio dones a su amado Hijo como recompensa. Los dones que más atesora son los creyentes que ha comprado por su obra redentora en la cruz, y el Padre se los ha dado al Hijo. ¡Cuán ricamente bendecidos son todos los que por la gracia soberana de Dios han sido llamados y forman parte de esta compañía!
Jesús, el Hijo de Dios, extendió su petición al Padre: tener a todos sus hijos, comprados con su sangre, junto con él en donde él está. Cristo está ahora con el Padre, sentado en su trono, y glorificado. Esta petición de nuestro Señor será ciertamente respondida. Estaremos con él, y seremos como él. Entonces sabremos que somos amados con el mismo amor con el que el Padre ama al Hijo, incluso desde antes de la fundación del mundo. Este amor continuará incluso cuando el tiempo cese de existir.
Jacob Redekop