Jehová tu Dios te ha traído… por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar. Y aun con esto no creísteis a Jehová vuestro Dios.
Esto que otrora le sucedía a Israel en el desierto, le ocurre hoy a la Iglesia en su totalidad y a cada miembro en particular. Los ojos del Padre están de continuo sobre nosotros, sus brazos eternos nos rodean día y noche. “No apartará de los justos sus ojos” (Job 36:7). Cuenta los cabellos de nuestras cabezas y se interesa con infinita bondad por todo cuanto nos concierne. Se ha encargado de todas nuestras necesidades y preocupaciones. Quiere que echemos sobre él todas nuestras inquietudes con la dulce convicción de que él cuida de nosotros. Nos invita a echar sobre él nuestras cargas, sean pesadas o ligeras.
Todo eso es asombroso y está lleno del más dulce consuelo, muy apropiado para tranquilizar el corazón ante cualquier acontecimiento. Pero ¿lo creemos así? ¿Nuestros corazones están gobernados por esa fe? ¿Creemos realmente que el Todopoderoso creador y sustentador de todas las cosas, quien sostiene los pilares del universo, ha tomado sobre sí la tarea de cuidar de nosotros durante todo el viaje? ¿Creemos verdaderamente que el “creador de los cielos y de la tierra” es nuestro Padre?, y ¿que ha tomado a su cargo la responsabilidad de proveer a todas nuestras necesidades del principio al fin?
Desafortunadamente, es de temer que casi no conozcamos el poder de esas grandes, aunque sencillas verdades. Hablamos de ellas, las discutimos, las profesamos, les damos nuestro asentimiento, pero, con todo, demostramos en nuestra vida diaria, en los detalles de nuestra conducta personal, cuán débilmente entramos en ellas. Una cosa es sostener la doctrina de la vida de fe, y otra completamente distinta es vivir esa vida. A menudo nos engañamos a nosotros mismos con la idea de que estamos viviendo por fe cuando en realidad nos apoyamos en algún sostén humano que tarde o temprano seguramente habrá de ceder.
C. H. Mackintosh