Vuélvenos, oh Jehová, a ti, y nos volveremos; renueva nuestros días como al principio.
¿Anhela esto su alma? ¿Se siente en cierto modo miserable o está atravesando circunstancias tan difíciles que le hacen clamar de esta manera: “Restaúranos a ti, oh Señor… renueva nuestros días como antaño” (NBLA)? No es que el pasado haya sido mejor, esos días que llamamos «los buenos viejos tiempos», sino que sentimos que el gozo de nuestra salvación y la comunión con Dios se ven obstaculizados, o no son como quisiéramos que fueran.
¿Acaso los días de antaño, a los que nuestra memoria le gusta volver en tales momentos, no son aquellos días en que nuestros corazones rebosaban de un amor fresco y ferviente hacia el Señor Jesús? ¿Días en los que disfrutábamos de dichosos momentos de comunión con él en oración, contemplando su Persona? ¿Días en los que no teníamos nada o nos encontrábamos en situaciones difíciles, pero no importaba porque solo lo teníamos a él, y eso era suficiente para nuestra alma? Sí, los días de antaño. Pero ¿cómo es que hay tal clamor en mi alma, tal anhelo? ¿Por qué estos días son cosa del pasado? ¿Qué he descuidado para que esto ocurra? ¿Qué me ha ocupado para que ahora me sienta tan miserable? Porque Dios no ha cambiado, pero ¿qué hay de mí entonces?
Seguramente hemos estado ocupados de “vanidades ilusorias”, abandonando así su propia misericordia (Jon. 2:8 RVA). No estuve atento, no velé, y mi adversario, el diablo, se ha aprovechado de la situación (1 P. 5:8). Pero, ¿entonces qué Señor? ¡Oh, qué misericordioso es nuestro Dios y Padre, que nunca esconde su rostro de sus amados hijos! Él los ha elegido y acercado por medio de Jesucristo, su Hijo unigénito, y los llama «hijos míos» (1 Jn. 3:1). Si clamamos a él: “Vuélvenos” y “renueva nuestros días”, he aquí que “él permanece fiel”, pues “no puede negarse a sí mismo” (2 Ti. 2:13). Nos escuchará y renovará nuestros días “como al principio”. Obrará por medio de su Espíritu Santo en nosotros, y mediante su Palabra, para que nuestra mirada vuelva a estar fija solo en Jesús.
Alexandre Leclerc