El Señor Está Cerca

Miércoles
22
Febrero

A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer..

(Juan 1:18)

El Hijo eterno

El Señor es llamado el Hijo de Dios en varios aspectos. Se le llama Hijo de Dios por haber nacido de la virgen: “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1:35). También es Hijo de Dios por decreto divino por la resurrección (Sal. 2:7; Hch. 13:33). Esto es cierto y sigue siendo cierto, aunque se haya añadido mayor revelación acerca de su filiación divina. Él es el Hijo, y sin embargo ha obtenido el nombre de Hijo (He. 1:1-5). Mateo y Marcos mencionan su filiación por primera vez en su bautismo. Lucas va más atrás y lo menciona en su nacimiento. Pero Juan va más atrás aún, hasta la inconmensurable distancia de la eternidad, y declara su filiación “en el seno del Padre”. Evidentemente no todos poseían la misma medida de entendimiento, ni la misma medida de fe en lo que respecta a su Persona. Pero esto no afecta en ninguna medida lo que oímos de él. Él era el Hijo en el seno del Padre, “la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó” (1 Jn. 1:2).

No debemos tocar este precioso misterio. Debemos tener temor de atenuar la luz de aquel amor en el que nuestras almas son invitadas a caminar. Debemos tener temor de aceptar cualquier confesión de fe que pretenda privar al seno divino de sus glorias eternas e inefables; que buscan decir que nuestro Dios no conoció el gozo de un Padre en aquel seno; y que nuestro Señor no conoció el gozo de un Hijo en aquel seno desde la eternidad.

Alguien me preguntó una vez: «¿Acaso el Padre no tuvo un seno hasta que aquel Niño nació en Belén?». Estoy seguro que lo tuvo desde la eternidad. Su seno es un hogar eterno, disfrutado por el Hijo, en el refugio del amor inefable que sobrepasa toda gloria –pues la gloria puede revelarse, pero este amor es inefable. Puede que alguien tenga ejercicios de corazón con respecto a tales pensamientos (o quizás no), sin embargo, no podemos permitir que se nieguen estas verdades.

J. G. Bellett

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