Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.
Una persona que se llama a sí mismo cristiano puede lucir tranquilo y plácido; puede poseer buenos libros y hermosos discursos; pero, cuando Dios envía algo que perturba su paz, este cristiano se da cuenta de las dificultades que hay en el mundo y cuán difícil es superarlas. Entre más cerca camina un hombre de Dios, más simpatiza con los errores de los demás; cuanto más vive en santidad, más consciente es de la fidelidad y la ternura de Dios, y cómo actúan a su favor.
Consideremos la vida del Señor Jesús. Por ejemplo, ¿qué vemos en Getsemaní? Perfecta tranquilidad. No lo vemos nunca descolocado. Permanece siendo siempre Él mismo. Veamos los Salmos, ¿hallamos algo que perturbe la paz? Los Salmos nos presentan qué sucedía en Su corazón. En los Evangelios, el Señor se presenta a los hombres en circunstancias que habrían irritado hasta al más apacible de ellos. Caminó con Dios en medio de toda adversidad; y así lo vemos en perfecta paz, diciendo: «¿A quién buscáis?» ¡Qué serenidad! ¡Qué tono de autoridad! Cuando estaba solo, en Getsemaní, «en agonía… su sudor [era] como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra». Su tranquilidad no estaba relacionada con una falta de sentimientos en su interior. Él sintió toda la prueba en su interior; pero Dios siempre estuvo con Él en todas las circunstancias y, por lo tanto, siempre estuvo tranquilo delante de los hombres.
No podemos pensar que nunca estaremos afligidos, o desconcertados, o abatidos, como si no tuviéramos sentimientos. «Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre». Jesús sintió todo esto perfecta y totalmente. En su interior, Él dijo: «El escarnio ha quebrantado mi corazón». Pero en cuanto al sufrimiento y la aflicción, existe una diferencia entre Cristo y nosotros: Él no experimentó ni un solo momento de transición entre la prueba y la comunión con Dios. Ese no es nuestro caso. Nosotros primero debemos darnos cuenta que somos débiles, y que no podemos hacer nada para ayudarnos a nosotros mismos; solo después de esto nos volvemos a Dios y lo contemplamos.
J. N. Darby