Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo.
En los primeros días de la Iglesia, cuando la corriente de la divina gracia fluía y se llevaba consigo a miles de almas rescatadas, todo se trataba más bien de participar de los triunfos del Evangelio y no de sus aflicciones. Pero en los días contemplados en 2 Timoteo, todo es diferente. El amado apóstol Pablo estaba solo, prisionero en Roma, y todo tipo de herejías, errores y males se estaban infiltrando. Los límites fijados por los antiguos corrían peligro de ser arrastrados por la corriente de la apostasía y la corrupción. Frente a todo esto, el hombre de Dios debe cobrar ánimo y valor para tal ocasión. Debe sufrir penalidades, retener la forma de las sanas palabras, guardar el buen depósito, no enredarse en los negocios de esta vida. Debe estar perfectamente equipado con el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Debe ser vigilante en todas las cosas y soportar las aflicciones.
¿Quién es suficientemente apto para todas estas cosas? ¿Dónde se obtiene el poder espiritual para tal tarea? En el propiciatorio, en la presencia del Padre; se halla en la paciente, diligente y confiada dependencia del Dios viviente. Él es suficiente para el día más oscuro. Estar muy por encima de todas las influencias hostiles que lo rodean, ese es el privilegio y la responsabilidad de todo verdadero creyente, así como gozar en la calma, la quietud y el resplandor de la presencia del Padre, gustando de tan ricos y extraordinarios privilegios, como jamás se conoció en los días más brillantes y prósperos de la Iglesia.
No hay ningún consuelo, ninguna paz, ninguna fuerza ni poder moral, ni ninguna verdadera elevación contemplando las ruinas. Debemos mirar hacia arriba, fuera de las ruinas, al lugar donde se sentó nuestro Señor Jesucristo, a la diestra de la Majestad de las alturas. Hacer realidad nuestro lugar en Cristo, y estar ocupados con el corazón y el alma en Él, constituye el verdadero secreto del poder para conducirnos como hombres de Dios. Tenemos su obra para la conciencia, su persona para el corazón, su palabra para el camino.
C. H. Mackintosh