El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan, Pablo les enseñaba, habiendo de salir al día siguiente.
El apóstol Pablo, impávido a causa de las persecuciones y aflicciones que soportó, continuó su camino, predicando la Palabra a todos. Enseñó todo lo que era beneficioso para el pueblo de Dios; no rehuyó de declarar todo el consejo de Dios. El apóstol parecía sentir la urgencia que implicaba cumplir el ministerio al que había sido llamado. El tiempo se agotaba; el mal a su alrededor se intensificaba; algunos cristianos adoptaron falsas doctrinas, y la gloria del Señor y su testimonio estaban en juego. Todo esto, en lugar de desanimar al apóstol, pareció más bien constreñirlo o incentivarlo a resistir y finalizar la carrera que tenía por delante. Esto es muy precioso. También vemos cómo Cristo llenó su corazón, tal como llenó la gloria a la cual Pablo se dirigía. Cristo lo era todo para él.
El apóstol vivió lo que predicó. Su andar práctico estaba en perfecta armonía con su doctrina. Habiendo enseñado la verdad del un cuerpo de todos los creyentes, siempre que podía estaba reunido con los creyentes. Así fue en Troas. Aunque estaba apurado por llegar a Jerusalén, él alargó lo suficiente su estadía en Troas con el fin de pasar el día del Señor –el primer día de la semana– con los cristianos que se reunían allí para partir el pan.
Qué felicidad implicaba esto para el apóstol, así como lo sigue siendo para los hijos de Dios. En el primer día de la semana, el día de la resurrección, partimos el pan en memoria del Señor, quien se dio a sí mismo como ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.
También somos conscientes de la promesa de su regreso, pues en el partimiento del pan anunciamos su muerte hasta que Él venga.
Jacob Redekop
En gloria do Tú estás, contigo en tu delicia,
Nos diste ya lugar por gracia ¡oh, Salvador!
Queremos celebrar tu favor, tu justicia,
Tu muerte recordar y tu inefable amor.
A. Boissier
