Jehová dijo a Moisés: Anda, desciende, porque tu pueblo… se han hecho un becerro de fundición, y lo han adorado.
Dios había visto lo que había sucedido aquel día en el campamento, así como ve la corrupción de la cristiandad en la actualidad. El Señor le dijo a Moisés: «Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande» (v. 9-10).
La palabra «déjame» lo dice todo. Era Dios diciéndole a su querido siervo: «Sé que realmente me amas a mí y a mi pueblo». ¿No era esta una oportunidad fenomenal para Moisés, si él no hubiese sido lo que era? Si este querido varón de Dios hubiese poseído algo de arrogancia, ¡qué gran oportunidad habría sido para él! Fácilmente pudo haberse levantado y decir: «Bueno, el pueblo ha acarreado este juicio sobre ellos mismos, y no puedo hacer nada contra eso, y ahora Dios va a hacer algo grande conmigo, tomaré la oportunidad». Pero él no quiso nada de esto, ¡qué hermoso carácter reflejó este varón de Dios! Él rechazó al mundo cuando estaba en Egipto, y ahora se rechazó a sí mismo. ¡Qué lección para todos los siervos de Dios! En esto, Moisés es un tipo de Cristo.
Lo que Moisés hizo es muy sorprendente. Se volvió al Señor y le suplicó de la forma más preciosa, y luego le mencionó lo que sucedería si no conducía a Israel a la tierra prometida. ¿Qué dirían los egipcios? Dios perdería su carácter, quebrantaría su palabra, y no cumpliría lo que le prometió a Abraham, Isaac y Jacob (v. 13). Entonces, por así decirlo, él le dijo al Señor: «Nunca tal hagas, Señor». El hecho era este: por un lado, Moisés estaba cuidando tiernamente de la gloria de Dios, y por otro, era extremadamente solícito en amor y afecto por el pueblo de Dios. El efecto de su intercesión fue este: «Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo» (v. 14).
W. T. P. Wolston