El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí.
Mientras esté en este mundo, el creyente no está, ni jamás estará, libre del pecado que mora en él. Tampoco estará libre del peligro de cometer cualquier tipo de mal –y jamás estará seguro, excepto cuando siente su debilidad y camina por fe en dependencia de Dios. Si dice que no puede dejar de hacer lo malo, entonces niega que el Espíritu de Dios está en él como el poder que lo ayuda a vivir en santidad, y permanece dominado por las malas acciones. Si dice que es santo o espiritual, y se centra en lo que él es en sí mismo, entonces el yo está en acción en otro tipo de forma, la cual es aún más peligrosa, y en la práctica ha negado que el Espíritu de Dios es el poder para producir santidad. Esto último es peor que lo primero, pues lo primero es incredulidad en Dios, pero lo último es confianza en el yo.
La verdad es que hay un conflicto constante dentro de todo hijo de Dios, y el Espíritu está continuamente buscando frenar lo malo, así como conduciendo a lo bueno. El Espíritu se opone a la carne. El Espíritu mora en nosotros, y en nuestra carne no mora el bien. Hemos sido llamados a la libertad; a ser libres delante de Dios, no a satisfacernos a nosotros mismos o entregarnos a nuestras pasiones. Esta condición de libertad debe ser utilizada para Dios; no se le debe permitir a la carne poner al creyente nuevamente bajo ordenanzas religiosas, o bajo la ley; tampoco se le debe permitir ir en pos de sus gustos pecaminosos; la libertad debe ser utilizada para servir a Dios.
La libertad dada divinamente está marcada por la humildad y la santidad, por la paz y el gozo. La carne en su orgullo dirá: «Puedo vivir a Dios por medio de guardar la ley o ciertas observancias religiosas»; la carne en su concupiscencia dirá: «Soy salvo para la eternidad, así que puedo vivir como yo quiero». La nueva vida que Dios nos ha dado no tiene afinidad con ninguno de estos males, y el Espíritu de Dios se opone a la carne en ambas manifestaciones.
H. F. Witherby