Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
Estas palabras de Cristo evocan el estado futuro de los creyentes glorificados en el cielo. El cielo no es solo un lugar, sino también un estado moral. Estará caracterizado, en su esencia, por la plena manifestación de Dios y su complacencia en Cristo. En ese momento, nuestra atención estará puesta en la contemplación de la pureza de corazón y gloria supereminente del Señor (2 Cor. 3:10), y no en las teorías vagas y poco claras que poseemos acerca de nuestra felicidad futura.
El versículo de hoy enfatiza el hecho de que debemos cultivar la pureza de corazón para ver y disfrutar a Dios. ¿Has alcanzado algo de esta pureza y preparación de corazón? Muchos cristianos han experimentado tales momentos de felicidad cuando su yo estaba completamente rendido, y caminaban cerca de Dios, y sus ojos estaban fijos en la gloria de Jesús. ¿Qué será el cielo sino una rendición de alma a Él? Ya no habrá ningún obstáculo ni temor de corrupción del corazón que cede a las tentaciones del exterior.
En el cielo no habrá nada contrario a la mente de Dios. Todo nuestro ser estará completamente impregnado de su santidad, y todos nuestros afectos se dirigirán solo hacia Dios y nada competirá por ellos. Todo pensamiento será llevado cautivo y el corazón será una fuente cristalina sin sedimentos que enturbien su pureza. Como David, nosotros podemos decir: «Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza» (Sal. 17:15).
Sí, eso es el cielo. Sin duda alguna, habrá comunión entre los creyentes y los ángeles; nos reencontraremos con los amados de quienes nos hemos separado a causa de la muerte, pero todo eso pasará a segundo plano ante la magnífica gloria central: «Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella [la santa ciudad], y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes» (Apoc. 22:3-4).
J. R. MacDuff