Te ruego que me dejes ir al campo, y recogeré espigas en pos de aquel a cuyos ojos hallare gracia.
(Rut 2:2)
¿Por qué somos espigadores tan negligentes? ¿No es cierto que el espigar requiere condiciones a las cuales no siempre estamos de acuerdo en someternos? Esto es evidente a medida que notamos las cualidades que hicieron de Rut una buena espigadora.
En primer lugar, ella se caracterizaba por un espíritu humilde y sumiso. Ella le dijo a Noemí: «Te ruego que me dejes ir…». Más tarde, pidió al mayordomo: «Te ruego que me dejes recoger». No actuaba de manera independiente frente a los que eran de mayor edad y experiencia que ella. No menospreciaba las directivas y los consejos. No tenía una voluntad indómita, que la hubiese conducido a hacer lo que bien le parecía a sus propios ojos. Pedro pudo decir: «Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros… porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes» (1 Pe. 5:5). El Espíritu Santo asocia la sumisión y la humildad. Al hombre orgulloso no le agrada someterse. Una voluntad no quebrantada es el mayor obstáculo para crecer en la gracia.
En segundo lugar, Rut se caracterizaba por la diligencia. Como lo leemos en el versículo 17: «espigó, pues, en el campo hasta la noche». ¿No observamos una gran falta de diligencia entre los creyentes con respecto a las cosas de Dios? Somos muy celosos y diligentes para las cosas de este mundo, ¡pero, desgraciadamente, demasiado a menudo solo reservamos apenas nuestros ratos libres para las cosas del Señor! ¿Estudiamos asiduamente la Palabra? ¿Somos diligentes en la oración? Podemos alegar que el estrés y las dificultades de la vida no nos dejan mucho tiempo, pero la pregunta permanece: ¿cómo utilizamos el poco de tiempo que nos queda? Si deseamos gozar de nuestra herencia, debemos ser celosos. No ha de extrañarnos que hagamos pocos progresos espirituales si encontramos el tiempo para leer los diarios y las revistas livianas del mundo, pero no tenemos tiempo de espigar en las riquezas de la Palabra de Dios.
Hamilton Smith