Nosotros esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel.
Cleofas y su acompañante estaban completamente desanimados y decepcionados. Para ellos, Jesús de Nazaret era un «varón profeta, poderoso en obra y en palabra» (v. 19); y evidentemente su fe había llegado hasta allí. Aún no habían percibido que Él era el Hijo de Dios que no puede ser retenido por la muerte, y para ellos su muerte había sido el lamentable fin de Su historia. Ellos pensaban que Él «era el que había de redimir a Israel», pero para ellos esto significaba la redención del poder de los enemigos de la nación, y no la redención de Dios por Su sangre. Su muerte había disipado sus esperanzas en esta redención poderosa y gloriosa. Esta decepción era el fruto de haber cobijado expectativas que no estaban justificadas por la Palabra de Dios. Ellos esperaban la gloria sin los sufrimientos.
En la actualidad, no pocos creyentes se han deslizado al mundo bajo el mismo espíritu de los discípulos que iban camino a Emaús. Se han deslizado porque se han desanimado, y están desanimados porque han albergado expectativas injustificadas. Las expectativas pueden haber estado centradas en el trabajo cristiano, y en las conquistas del evangelio, o en algún grupo o cuerpo particular de creyentes con quienes se han relacionado. Pero las cosas no sucedieron como esperaban, y ahora se hallan hundidos en el desaliento.
Cleofas tenía mucho que aprender: aunque Israel estaba en el centro del cuadro que sus fantasías habían pintado, no estaba en el centro del cuadro de Dios. El cuadro de Dios es el correcto: Cristo resucitado de entre los muertos. Cuando Jesús se unió a ellos, y se ganó su confianza, les declaró las cosas concernientes a Él mismo, no las cosas concernientes a Israel. Una cura para el desaliento es tener a Cristo llenando todo el cuadro que nuestras mentes tienen en vista: no el trabajo cristiano, no los hermanos, ni siquiera la Iglesia, ni el yo en sus diversas formas, sino solamente Cristo.
F. B. Hole