Vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor.
Cuando llegamos a las escenas de la resurrección en los cuatro evangelios, cada uno de ellos presenta ciertos detalles y dan un énfasis particular que los otros no dan. En Juan 20, lo que se resalta son las heridas de Cristo y la incredulidad de Tomás.
Tomás no estuvo durante la primera aparición del Señor en medio de los discípulos (v. 24). En esto, Tomás es una figura asombrosa del pueblo judío y su incredulidad actual. Pero luego leemos que después de ocho días el Señor volvió a presentarse ante sus discípulos. Tomás estaba con ellos en esta ocasión (Juann 20:26-28). Él vio las heridas del Señor y entonces creyó que el Señor había resucitado de entre los muertos y lo confesó, diciendo: «Señor mío, y Dios mío». Él reconoció que Jesús era su Señor y Dios –que en realidad Él es Jehová. Esto es idéntico a la profecía de Zacarías con respecto al futuro remanente judío. «El invocará mi nombre, y yo le oiré, y diré: Pueblo mío; y él dirá: Jehová es mi Dios» (Zac. 13:9). Esta confesión es sorprendente cuando la comparamos con la que hallamos en el evangelio de Juan.
Sí, el Señor Jesús tenía sus manos heridas (y aún las tiene). Si no hubiese sido por la incredulidad de Tomás, no habríamos sabido que para crucificar al Señor fueron utilizados clavos, pues Tomás dijo: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos… no creeré» (v. 25; los clavos no se mencionan en los otros evangelios, sin embargo, se hace referencia a ellos en Col. 2:14). Hay una historia acerca de una anciana que yacía en su lecho de muerte en el hospital. Un «sacerdote» entró en la habitación para «absolver sus pecados». Ella le dijo: «Deténgase, déjeme ver sus manos». Luego de examinarlas, dijo: «Usted se puede ir, no lo necesito, mi Sacerdote tiene heridas en sus manos».
Brian Reynolds