Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día.
¡Qué maravilloso privilegio es el ser amado por el Poseedor de los cielos y la tierra (v. 14)! Por cierto, en todo el mundo no hay una condición más sublime. ¡Ser identificado y estar asociado con el Altísimo, ser su pueblo particular, escogido por Él, separados de las demás naciones para ser siervos de Jehová y testigos suyos! ¿Qué podría haber sido mejor que esto, aparte de lo que posee la Iglesia de Dios y el creyente individualmente?
Ciertamente, nuestros privilegios son superiores, pues conocemos a Dios de un modo más excelso, más profundo, más íntimo que la nación de Israel. Lo conocemos como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y como nuestro Dios y Padre. El Espíritu Santo mora en nosotros y derrama el amor de Dios en nuestros corazones, haciéndonos exclamar: Abba Padre. Todo esto es mucho más precioso que todo lo que el pueblo terrenal de Dios conoció o pudo conocer. Y si nuestros privilegios son mayores, también deben serlo sus derechos a nuestra solícita y absoluta obediencia.
Cada llamado al corazón de Israel debería llegarnos con mayor fuerza; toda exhortación dirigida a ellos debería hablarnos poderosamente. Ocupamos la posición más elevada que una criatura puede ocupar. Ni la descendencia de Abraham en la tierra, ni los ángeles de Dios en el cielo pueden decir lo que nosotros decimos, ni conocer lo que conocemos. Estamos asociados eternamente con el Hijo de Dios resucitado y glorificado. ¿Qué puede ser superior a esto en cuanto a privilegio y dignidad? Nada seguramente, excepto el estar conformados a su adorable imagen en espíritu, alma y cuerpo, como lo seremos pronto por la infinita gracia de Dios.
C. H. Mackintosh