[Eliseo dijo:] Venga ahora a mí, y sabrá que hay profeta en Israel. Y vino Naamán con sus caballos y con su carro, y se paró a las puertas de la casa de Eliseo. Entonces Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio.
Naamán estaba decepcionado por la conducta del profeta y se enojó al oír sus instrucciones. Su orgullo se rebeló contra la distinción conferida a las aguas de Israel por sobre las de su propio país. Sin embargo ¿por qué el profeta no le explicó la razón de sus instrucciones? ¡Eso habría destruido el propósito de ellas! Por la misma razón que Dios no nos explica el significado de muchas de nuestras pruebas. El desea apelar a una fe simple y a una obediencia implícita. Si supiéramos por qué el Señor nos envía tal o cual prueba, entonces esta no produciría el efecto deseado.
A pesar de su aparente indiferencia, Eliseo no estaba siendo descortés con Naamán. Él se había acercado arrogantemente a Eliseo, y tuvo que aprender que Dios no se puede impresionar ni ver influenciado por las grandezas del mundo.
La decadencia actual de la Iglesia puede deberse, en parte, al hecho de que hemos descuidado la enseñanza y la puesta en práctica de esta verdad. Hemos permitido, por así decirlo, que Naamán piense que los caballos, los carros, la plata y el oro califican a alguien para heredar el reino de los cielos, en lugar de insistir que estas cosas deben ser desechadas y que cada uno de nosotros debe entrar en este reino como un niño.
Cuando le damos deferencia a los ricos y grandes de este mundo, aceptando sus prácticas religiosas, buscando su aprobación y alabando cada una de sus contribuciones, sin importar que hayan sido ofrecidas con un espíritu de justicia propia, estamos engañando a estos hombres y mujeres para ruina de sus propias almas. Los animamos a caminar orgullosamente, cuando en realidad deberían inclinarse con humildad ante el Señor clamando por su gracia y misericordia.
A. Edersheim