Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.
¿Qué quiere decir el apóstol al utilizar el verbo “mirar”? No significa que debemos hacer un esfuerzo en imaginarnos cuál es el aspecto de Cristo, sino mirar con los ojos espirituales a los diversos despliegues de su gloria en la Palabra escrita. Si Cristo se ha hecho precioso a nuestras almas, y si nuestros corazones han sido atraídos a Él, entonces hallaremos un placer incesante en meditar en sus perfecciones. Nos deleitaremos al estar a solas con Él—anticipado de esta manera el gozo de la eternidad. Al estar ocupados y comprometidos con Él, creceremos gradualmente, siendo transformados a su semejanza.
Incluso en las relaciones humanas, si admiramos el carácter de un hombre de gran valor, entonces disfrutaremos estudiar acerca de su vida, leer su biografía y tratar de captar algo de su personalidad. Es una ley moral: nos terminamos pareciendo a aquellos que admiramos. Con frecuencia, los caracteres humanos se forman por medio de la elección de algún modelo al cual imitar. Este también es el caso del cristiano, cuyo único modelo es (y debe ser) Cristo. Al tener al Señor ante nuestras almas, no solamente en un aspecto, sino en todo lo que Él es, y al deleitarnos en Él, los cristianos son “transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”.
Estas últimas palabras revelan cómo se efectúa esta transformación. No es solo por la acción de una ley natural como en el caso de las cosas humanas, sino por la poderosa operación del Espíritu Santo, el cual ama moldearnos a la imagen de Aquel que contemplamos. Si tenemos a Cristo ante nuestras almas, entonces el Espíritu Santo realiza esta obra en nuestras vidas. El Espíritu se complace en tomar de lo de Cristo y revelárnoslo, transformándonos así a su imagen.
E. Dennett
