17 - Capítulo 22:6-21 — Epílogo y conclusión

Libro del Apocalipsis


17.1 - Epílogo. La venida del Señor y profecía (Apoc. 22:6-15)

17.1.1 - Palabras proféticas fieles y verdaderas (Apoc. 22:6-7)

El apóstol Juan ya había recibido la instrucción de poner el sello de una certeza divina sobre la nueva revelación del estado eterno (cap. 21:5). Ahora el alcance de este sello se extiende a todas «las cosas que deben suceder pronto», es decir, a todo el libro del Apocalipsis (cap. 1:1). La revelación procede directamente del Dios soberano, «el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas».

Los acontecimientos proféticos deben llegar pronto, sin demora, a pesar de las declaraciones de los burladores del fin (2 Pe. 3:3-9). La realización inminente de los juicios, anunciada por la profecía es inseparable de la venida de Cristo, quien dice: «¡Mirad que vengo pronto!» Esta promesa es repetida 4 veces en el Apocalipsis: primero para sostener la fe del fiel en Filadelfia, y animarlo a mantenerse firme (cap. 3:11); luego 3 veces en el epílogo y la conclusión del libro (v. 7, 12, 20).

Estas dos promesas de Dios en cuanto al futuro –los juicios de la tierra, por una parte, y el retorno de Cristo para llevar a su Iglesia, por la otra– son dadas juntas para apartar nuestros corazones del atractivo del mundo, cuya apariencia pasa (1 Cor. 7:31), y unirlos a Cristo cuyas palabras no pasan.

Guardar todas las palabras de Cristo es una prueba de amor para él (Juan 14:23); guardar la palabra profética es una seguridad particular de felicidad: «Dichoso el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (cap. 22:7) –esta es la sexta de las 7 bienaventuranzas del Apocalipsis. Esta bienaventuranza es prometida a los concernidos en la profecía, los que pertenecen al periodo de «las cosas que deben suceder pronto». Estrictamente hablando, no es la parte de la Iglesia que vive ahora «las cosas que son» (cap. 2 y 3). Sin embargo, debemos estar atentos a la luz de la palabra profética (2 Pe. 1:19), que nos anuncia la salida de la estrella resplandeciente de la mañana: ¡Jesús viene!

17.1.2 - La adoración se rinde a Dios y no a los ángeles (Apoc. 22:8-9)

Otra vez el apóstol está profundamente impresionado debido a las revelaciones que le son hechas por el mensajero divino. Como antes, en el anuncio de las bodas del Cordero, se postra a los pies del ángel para adorarlo (cap. 19:10). El ángel que hablaba a Juan no era una representación mística de la presencia de Dios, como a menudo sucedía en los tiempos del Antiguo Testamento. A pesar de su dignidad de criatura celestial y de la importancia de su mensaje, él no era más que un compañero de servicio del apóstol y de sus hermanos en la fe. No debemos admirar a las personas que Dios emplea para comunicarnos su pensamiento, y mucho menos adorarlas; pero estamos profundamente agradecidos con los que lo hacen fielmente. Juntos, adoremos solo a Dios.

17.1.3 - Un libro abierto y una posición detenida para todo hombre (Apoc. 22:10-13)

«No selles las palabras de la profecía de este libro; porque el tiempo está cerca». Las revelaciones hechas al profeta Daniel debían ser selladas hasta el tiempo del fin (Dan. 12:4, 9). Ahora parece que ese tiempo ha llegado, porque ningún acontecimiento profético se ubica antes de la venida de Cristo.

Cuando la revelación profética está completa, los hombres permanecen en su propio estado (v. 11): sea el juicio como castigo por la injusticia y la mancha, sea la bendición para recompensar justicia y santificación. Esta solemne declaración no se aplica al tiempo de la Iglesia en el curso del cual los llamados de la gracia todavía son dirigidos a todos los hombres pecadores. Aquí se trata del juicio y de la separación de los vivos que estarán en la tierra después del arrebato de la Iglesia.

Aquí el Señor presenta, pues, su regreso (v. 12) como el momento de la retribución, a la vez para los santos y para los incrédulos en el mundo. Esta manifestación de todos los hombres tiene lugar ante el tribunal de Cristo (2 Cor. 5:10). La recompensa está unida a la fidelidad en el servicio para Cristo, en relación con las capacidades que el Señor había confiado a cada uno. Es la enseñanza de las 2 parábolas de los talentos (Mat. 25:14-30) y de las minas (Lucas 19:11-27). La primera subraya la responsabilidad individual del siervo en el servicio, y la segunda la soberanía del señor que da. La fidelidad en el tiempo presente emana de la espera personal del regreso del Señor. Mientras el siervo infiel dice en su corazón: «¡Mi señor tarda!» (Mat. 24:48; Lucas 12:45), el Señor declara a todos: «He aquí vengo pronto».

Una vez más el Señor toma este triple título: Alfa y Omega, primero y último, principio y fin (v. 13). Tomado por Cristo al principio del libro (cap. 1:8), es atribuido a la Deidad en relación con el estado eterno (cap. 21:6), luego es dado nuevamente a Cristo que viene. El Dios inmutable y eterno siempre es «el mismo» (Deut. 32:39; Neh. 9:6). El Señor, mientras es visto como el Mesías puesto bajo la indignación de Jehová, recibe personalmente ese título de parte de Dios: «Tú eres el mismo» (Sal. 102:27).

17.1.4 - La séptima bienaventuranza y la desgracia de los que están fuera (Apoc. 22:14-15)

El epílogo del libro finaliza con 2 declaraciones, tan solemne e irrefutable la una como la otra, relacionadas con la bendición o con la maldición.

• Por una parte, la última de las 7 bienaventuranzas del Apocalipsis (v. 14) está prometida a los rescatados que han lavado sus ropas, es decir, que han sido purificados por la sangre del Cordero. Ellos tienen derecho al árbol de la vida y entran en la santa ciudad por sus puertas. Tal era ya el carácter de los creyentes venidos de la gran tribulación para beneficiarse de las consolaciones y del refrigerio divino en la tierra (cap. 7:14). El derecho al árbol de la vida es un don de parte de Dios, atribuido por gracia a los redimidos, como lo es también la introducción en la familia de Dios (Juan 1:12). Los que son purificados pueden entrar en la santa ciudad y alimentarse allí del fruto del árbol de la vida.

• Por otra parte, la alusión a la terrible suerte de los que han menospreciado la gracia (v. 15). Todos los malvados, «fuera» de la ciudad, estarán «en el lago que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte» (cap. 21:8). Serán excluidos definitivamente de la presencia de Dios. En la tierra siguieron a Satanás, el mentiroso y homicida, para participar en su corrupción y violencia. Por lo tanto, Dios los echa para siempre de su presencia. Dios no esconde al hombre su estado y revela claramente la parte final de los incrédulos.

He aquí los terribles caracteres de los malos:

Los que son lanzados al lago que arde con fuego y azufre por la eternidad (cap. 21:8):

  • 1. cobardes; 2. incrédulos;
  • 3. abominables; 4. homicidas;
  • 5. fornicarios; 6. hechiceros;
  • 7. idólatras; 8. mentirosos.

Los excluidos de la ciudad (22:15):

  • 1. perros; 2. hechiceros;
  • 3. fornicarios; 4. homicidas;
  • 5. idólatras; 6. mentirosos

Los cobardes han aplazado el tiempo de ponerse en regla con Dios. Los perros son hombres impuros, profanos y crueles. Los hechiceros han practicado toda clase de magia, videncia y ciencias ocultas (¡cuán actual es esto!). La Biblia es particularmente severa respecto a la mentira, a los que la aman y la practican; dice: todos los mentirosos. La mentira bajo todas sus formas es una cosa que Dios odia por encima de todo y que el cristiano debería aborrecer (Sal. 119:163).

Después de haber despertado nuestra conciencia, Jesús va a hablar a nuestro corazón para animarnos.

17.2 - Conclusión. El último mensaje de Cristo y respuesta de la Iglesia (Apoc. 22:16-21)

«Yo, Jesús, envié a mi ángel para dar testimonio de estas cosas en las iglesias». A partir de ahora la revelación de Jesucristo (cap. 1:1) se cierra. Hasta aquí la profecía se había dirigido esencialmente a la conciencia de los redimidos del Señor. Ahora él habla a sus afectos, para fortalecerlos mientras esperan su regreso.

17.2.1 - El primer testimonio de Jesús a las iglesias (Apoc. 22:16-17)

Con su nombre personal de Jesús, el de su humanidad y anonadamiento, el Señor se dirige directamente a las iglesias, como vistas todavía en la tierra (cap. 1:4; cap. 2 y 3). Antes de su regreso, el testigo «fiel y verdadero» (cap. 1:5; 3:14) da a su Iglesia un triple testimonio para concluir el libro (v. 16, 18, 20).

Jesús confirma todas las revelaciones del ángel que él mismo había enviado, y el mensajero celestial desaparece: solo Jesús permanece ante nuestros ojos, como lo hizo con los 3 discípulos en el monte santo (Mat. 17:8). Cristo se dirige a Israel, pueblo terrenal de Dios, como la raíz y el linaje de David, y a la Iglesia, pueblo celestial, como la estrella resplandeciente de la mañana.

Jesús, la raíz y la posteridad de David: ¿Cómo puede ser al mismo tiempo uno y otro? «Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?» (Mat. 22:45). Esta pregunta, hecha por el Señor a los fariseos que llegaron para interrogarle, siempre ha permanecido sin respuesta para el hombre. Nosotros, cristianos, contemplamos con adoración la inescrutable unión de la divinidad y la humanidad en el hombre Cristo Jesús. Proféticamente David llama a Cristo su Señor (Sal. 110:5).

• Cristo es la raíz de David: visto como Dios creador, él es la fuente y el origen de todos los hombres. Solo de él emanan «las misericordias firmes a David» hacia Israel (Is. 55:3; Hec. 13:34).

• Cristo también es la posteridad de David, es decir, su descendencia, su hijo: visto como hombre, él es, pues, hijo de David, surgió de la tribu real de Judá (Hebr. 7:14); «era de la descendencia de David, según la carne… y designado Hijo de Dios con poder, conforma al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:3-4; 2 Tim. 2:8). Como hombre, Cristo reinará sobre «el trono de su padre David» (Lucas 1:32).

Cristo, estrella resplandeciente de la mañana: las profecías de Balaam contienen la promesa que una estrella surgirá de Jacob (Núm. 24:17). Efectivamente, después de la aparición gloriosa de Cristo, la tierra milenaria será iluminada por el sol de justicia (Mal. 4:2). Antes, Jesús se presenta bajo un carácter más íntimo a su Iglesia que lo espera. Solo para ella, él es personalmente la estrella resplandeciente de la mañana, que anuncia el amanecer de un día eterno en ese lugar celestial del cual es dicho: «Allí no habrá noche» (cap. 21:25).

17.2.2 - La respuesta de la Iglesia (Apoc. 22:17)

Con la sola mención del nombre de Cristo, la Iglesia responde espontáneamente, porque su «corazón se conmovió» dentro de ella (Cant. 5:4). Ya al principio del libro, el saludo de parte de Jesucristo había producido una efusión de agradecimiento en el corazón de su Iglesia: «Al que nos ama…» (cap. 1:5). Sucede lo mismo al final de la revelación. En respuesta, la Iglesia se dirige sucesivamente a Cristo, luego a los creyentes y por último al mundo:

• «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!». El Espíritu permanece en la Iglesia todavía en la tierra para conducir los pensamientos de la esposa hacia el Esposo. Juntos lanzan ese clamor de expectativa y esperanza: «¡Ven!». Una hermosa imagen de anticipo es dada en el Antiguo Testamento por el siervo de Abraham (imagen del Espíritu Santo) y Rebeca (la esposa) yendo juntos al encuentro de Isaac (imagen de Cristo, el Esposo) (Gén. 24:56-58). Nada puede ser más precioso para una esposa que el pensamiento de estar para siempre junto a su esposo que la ama: «Estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:17).

• «El que oye, diga: ¡Ven!». Los que han sido despertados para esperar el retorno de Cristo invitan a todos sus hermanos en la fe a unirse a ellos para escuchar la voz del Espíritu. El retorno de Cristo es una esperanza ofrecida a todos los santos, ¡la espera de toda la Iglesia!

• «El que tiene sed, venga. Y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida». Por último, la Iglesia se vuelve hacia el mundo para dirigir un último llamado a los que espiritualmente tienen sed, para presionarlos a venir a las aguas de la vida, a Cristo mismo (cap. 21:6; Juan 7:37).

17.2.3 - Segundo testimonio de Jesús (Apoc. 22:18-19)

Jesús mismo declara que la integridad de la revelación debe ser salvaguardada a todo precio. Así debe ser con toda la Biblia y, en particular, con el Apocalipsis, el libro que ha sido más atacado por los hombres. Desgracia para el que añada o quite algo de las palabras del libro de esta profecía. En el pueblo judío, los fariseos habían agregado a los mandamientos divinos, y los saduceos habían quitado, negando la resurrección, por ejemplo. Es un doble ejemplo que se debe evitar. El que hiciere así probará que la vida eterna no está en él. Entonces Dios mismo se encarga de su doble castigo: herirlo con las plagas que alcanzarán a los rebeldes y privarlo de su parte del árbol de la vida. No se trata de ser privado del «libro de la vida», sino de la participación del «árbol de la vida». El libro de la vida no es la vida. Pero estar excluido de la santa ciudad es la prueba de la maldición eterna.

17.2.4 - Tercero y último testimonio de Jesús (Apoc. 22:20)

Aquí tenemos la última palabra de Jesús, al final de la Palabra inspirada, para dirigirse aún a su Iglesia, diciendo por tercera vez: «Sí, vengo pronto». En adoración y agradecimiento, la Iglesia responde: «Amén; ¡ven, Señor Jesús!».

La Biblia contiene varios textos de comunión que expresan una relación entre Dios y su pueblo terrenal, como al final de la profecía de Oseas (Oseas 14:8). Pero nada puede alcanzar la altura moral de este último diálogo entre Cristo y su Iglesia. Ella no solo goza del amor de su Esposo, sino que tiene conciencia de pertenecerle y de ser de gran precio para él (Cant. 2:16; 6:3; 7:10).

17.2.5 - La gracia (Apoc. 22:21)

El libro termina con un saludo de gracia expresado por Juan, el apóstol del amor, de parte de Aquel que es la expresión misma de la plenitud de la gracia. La última palabra del Antiguo Testamento es «maldición» (Mal. 4:6). Después de la venida de Aquel que trae «gracia sobre gracia» (Juan 1:16), el Nuevo Testamento puede terminar con una expresión de gracia.

Nosotros ya tenemos el Espíritu Santo que está con nosotros eternamente (Juan 14:16). Todavía no tenemos al Esposo, pero lo esperamos, y le pertenecemos enteramente. Mientras esperamos su retorno, gustamos la gracia del Señor Jesucristo. ¡Que ella sea para nosotros «mejor… que la vida», como para David antiguamente en el desierto de Judá! (Sal. 63:3).